El Museo Guggenheim Bilbao está poblando sus salas de grandes figuras de cara a este verano: hace solo unos días os hablábamos de su retrospectiva de Lucio Fontana, antes llegaron Morandi en diálogo con sus maestros y las palabras de Jenny Holzer, y desde hoy es uno de los grandes artistas alemanes del siglo XX el que instala su obra en la tercera planta del edificio de Gehry.
Bajo el comisariado de Lucía Agirre, podemos contemplar en la sala 304 una selección de marinas creadas durante treinta años por Gerhard Richter en estilos y formatos distintos, a veces desde parámetros abstractos, fundiéndose casi la línea del mar y la del horizonte, y otras acercándose al realismo fotográfico, matizando con maestría luces ambiguas.
En la mayoría de ellas adquiere un rol esencial justamente el cielo, nublado o plácido: son raras las veces en que Richter concede mayor espacio al agua. En cualquier caso, lo que estos trabajos tienen en común es su magnetismo: sus perspectivas, su iluminación, su tratamiento personal de un motivo casi eterno… atrapan a quien observa.
No nos encontramos ante meras representaciones de la naturaleza, por muy lograda que sea su técnica, sino ante obras que desafían nuestra percepción por su cercanía a la fotografía, con la que en una contemplación lejana (y a veces, no tanto) podríamos confundirlas. Cuando buscaba ese realismo acentuado, el artista se servía de pigmentos muy diluidos con los que lograr superficies lisas; otras veces se aproximaba a las instantáneas por procedimientos menos evidentes y también muy suyos, como el desenfoque.
Sin embargo, los mares de Richter, pueden pensar algunos, resultan más atractivos que los reales: también es una sensación buscada por artista cuando embellecía los paisajes fundiendo cielo y mar (procedentes de imágenes distintas) hasta que resultaran inseparables e irreconocibles.
El autor de Dresde pintó a partir de fotografías prácticamente desde sus comienzos, pero fue a partir de 1962 cuando trabajó en sus primeras fotopinturas, que supusieron un antes y un después en su trayectoria; con ellas quería gestar para su producción “un nuevo comienzo”. En un primer momento, fue justamente el mar el motivo que utilizó como soporte para sus retratos, realizados a su vez a partir de capturas que tomaba de su álbum familiar.
En ese contexto desarrollaría escenas de playa como Renate y Marianne o Familia en la costa, ambas escenas borrosas y enigmáticas, y algo más tarde Tumbona, en la que el cuerpo humano apenas puede ya identificarse. Podríamos considerar su primera marina un Paisaje, de pequeño formato y datado en 1965, realizado en esa línea, a medio camino entre lo abstracto y lo figurativo y en tonos grises.
Él consideraba a esas tonalidades, muy presentes en su trabajo de todas las épocas, “ausentes de opinión” y también aparecen en la marina más temprana que exhibe el Guggenheim: un óleo de 1968, muy horizontal y de dimensiones pequeñas. Divisamos un horizonte infinito y pequeños remolinos de posible espuma blanca, pero es difícil dilucidar si es el mar o un desierto lo que contemplamos, sumido en una luz difusa (es el título el que nos saca de dudas).
Esta obra queda separada de la última marina expuesta en Bilbao por esas tres décadas que decíamos y por otros veintidós lienzos. Precisamente ese ejemplo tardío forma parte de los fondos del Museo Guggenheim, data de 1998 y es el fruto de indagaciones constantes con formatos y tamaños, con luces muy originales que matizan un realismo a veces extremo y con el mencionado diálogo, o comunión, entre cielos y mares.
En Marina (Ola), obra de 1969 llegada de Texas, el cielo gris, del que emerge una luz casi divina, ocupa dos tercios del lienzo. Pero esa luminosidad no se refleja en el agua, porque el artista la aborda como un elemento más de la naturaleza y le resta simbolismo en su arte: Nunca me ha interesado la luz. La luz está ahí y la apagas o la enciendes, con sol o sin él. No sé cuál es la problemática de la luz.
Los trabajos en los que, como Gustave Le Grey, creó a partir del collage de dos imágenes diferentes no tienen otro fin que avanzar en la búsqueda de una imagen perfecta recurriendo a cielos y mares captados en momentos dispares. Sus fotomontajes los recopila en Atlas, un archivo enciclopédico de imágenes que no ha dejado de ampliar desde los sesenta.
Es complicado divisar la mano del pintor tanto en Marina (Amanecer) como en Marina (nublado color oliva), fechadas también en 1969. En la primera el cielo es veraniego y despejado, en la segunda dorado, y en ambos casos extraordinariamente plano.
Más de una vez se ha relacionado el vínculo artístico de Richter con la naturaleza con el que mantuvo su compatriota romántico Friedrich, y algo hay de cierto en su influencia: Encuentro el periodo del Romanticismo extraordinariamente interesante. Mis paisajes tienen conexiones con el Romanticismo: a veces siento un verdadero deseo y atracción hacia ese periodo, y algunas de mis pinturas son un homenaje a Caspar David Friedrich, dijo a Paolo Vagheggi en 1999.
Sin embargo, en las pinturas de Richter, más allá del tamaño de algunos lienzos, no existen referencias a la escala real de los paisajes: no hay pequeñas figuras que nos hablen de las dimensiones sublimes del mar. Ni más posible monje que el espectador.
Entre las piezas más abstractas de la muestra del Guggenheim destaca Marina (Gris), igualmente de 1969, prácticamente una obra monócroma gris; su antítesis es Marina (Seestück), del año siguiente, que nos recuerda los primeros océanos dibujados en grafito por Vija Celmins. Aquí no hay línea del horizonte porque el mar lo ocupa todo y junto a ella veremos, subrayando ese nexo con Celmins, un conjunto de marinas realizadas en grafito y bolígrafo.
Hablamos, en cualquier caso, de escenas en las que converge lo vacío y lo completo, la modernidad y lo que siempre estuvo allí. Según Richter, a pesar de que estas imágenes están motivadas por el sueño de un orden clásico y un mundo prístino -por la nostalgia, en otras palabras-, el anacronismo adquiere en ellas una cualidad subversiva y contemporánea.
“Gerhard Richter: Marinas”
Avenida Abandoibarra, 2
Bilbao
Del 23 de mayo al 9 de septiembre de 2019
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