NUESTROS LIBROS: El misterio de la creación artística

12/02/2019

Stefan Zweig. El misterio de la creación artísticaToda nuestra fantasía y toda nuestra lógica no pueden facilitarnos sino una idea insuficiente del origen de una obra de arte. No nos es dado descifrar este, el misterio más luminoso de la humanidad; acaso no podamos más que comprobar su sombra terrenal.

Cuando Stefan Zweig se encontraba, en la segunda mitad de 1940, recorriendo varias ciudades sudamericanas, concediendo conferencias, charlas y recibiendo el calor y la admiración de su público, que ya le estaban vedados en Europa, pronunció en Buenos Aires, en octubre de ese año, una conferencia titulada El misterio de la creación artística, que en 2015 recogió la editorial Sequitur en un pequeño libro, varias veces impreso desde entonces, junto a algunos otros textos suyos que nos permiten contextualizar sus palabras: tres cartas a su primera esposa, Friderike Maria Burger von Winternitz, en las que se mostraba conmovido por el recibimiento de sus lectores al otro lado del océano, pero también incómodo por no poder dedicarse a leer y a escribir y angustiado ante su situación errante y ante la marcha de la guerra; y varios escritos enlazados ya con ese enigma de la creación del que habló en su conferencia, en varias vertientes: sus impresiones sobre las personalidades y la obra de Hugo von Hofmannsthal (con motivo de su funeral en Viena, en 1929), Toscanini (Zweig prologó el libro que le dedicó en 1936 Paul Stefan), Rodin (Kulturelle Monatsschrift publicó póstumamente, en 1943, sus impresiones sobre el escultor), Dante (de su Divina Comedia escribió en 1921 para Neue Freie Presse), Rimbaud (de él habló en 1907 para Die Zukunft) y sobre Joyce y su Ulises (del que dio instrucciones de uso en Die Neue Rundschau, en 1928).

Podían haber formado parte de este volumen otros textos, igualmente emparentados con escritores, músicos o artistas, como las biografías extensas que dedicó a algunos de ellos (Balzac, Dickens, Dostoyevski, Stendhal, Tolstoi), pero este El misterio de la creación artística no hubiera sido entonces una compilación de apuntes menos conocidos que sus novelas, ensayos y que esas biografías, sino un tomo extenso que recogería lo ya bien difundido. Los escritos que lo componen son breves y proceden, como vemos, de una conferencia central y de cartas, encargos o colaboraciones con prensa, pero la agudeza de las reflexiones del austriaco y su elegancia al explicarlas no decae en los frascos pequeños.

En su conferencia abordó Zweig esa creación artística en un sentido amplio (no se refirió solo a artes plásticas, también a la literatura y la música) y destiló pasión al hablar a sus oyentes argentinos del enigma insondable del que parte toda gran obra, un enigma que lo es no solo para el público, incrédulo al pensar que ciertas genialidades hayan brotado de sus congéneres de carne y hueso, sino también -aventura el escritor- para sus autores, sumidos en tal ensimismamiento y éxtasis en el momento de la creación que no pueden explicar, una vez finalizada, cómo tuvo esta lugar. Si establecemos la comparación de que, para los profanos, intentar comprender cómo pudieron Mozart, Rembrandt o Balzac lograr lo que lograron representa un misterio tan hondo como entender las circunstancias de un crimen (del que solo conocemos el culpable), tendremos que hablar en ese caso de un crimen pasional: el cometido por alguien poseído por las emociones, fuera de sí, en un proceso en el que no solo él, como corriente ser humano, toma parte.

Ello no implica que toda gran obra sea el fruto de un arrebato: contrapone Zweig la fluidez creadora de Mozart, capaz de componer sin ensayos, al dictado de la intuición o de los dioses, con la lucha contra sí mismo y los elementos que implicaba ese mismo proceso para Beethoven, con resultados al menos igual de apabullantes. Se acuerda también de los dibujos y bocetos del citado Rembrandt o de la rapidez de Van Gogh con los pinceles; de lo sencillo y breve que resultó para Rouget de Lisle componer la igualmente sencilla, pero perdurable, Marsellesa, y del tiempo sin medida que dedicó Edgar Allan Poe a escribir El cuervo, con la precisión y consecuencia de un problema matemático.

Explica Zweig, con una devoción religiosa y férrea en el poder creador de los elegidos, cómo sus amigos Hofmannsthal y Toscanini se enfrentaron a modas a la hora de gestar una obra propia, sin abandonar el empeño hasta conseguirlo y, según cuenta del compositor, sin quedar nunca conforme con lo hecho, sintiéndose siempre incómodo ante el halago por entender que no había alcanzado la perfección ansiada, un deseo que fue para él -que también fue su amigo- un verdadero dolor.

No llegó a serlo para Rimbaud, tan consciente desde su juventud temprana de las limitaciones de humanos y artistas como deseoso de ponerlas a prueba, más desde la necesidad de acción que desde la búsqueda de calidad y brillantez: Las líneas, dice Zweig, adquieren progresivamente una irrigación sanguínea; los ritmos se hacen cada vez más indomables; las fantasías, más inauditas; y comienzan cada vez más a asomarse allende las orillas de la vida, vueltas hacia la superficie de espejos que reflejan ignorados mundos. La alucinación le lleva de repente más allá de todas las posibilidades.

En todos admira el austriaco la capacidad de hacer perdurar su trabajo mucho más allá de los límites temporales de su vida, logrando, a través de sus ideas, una longevidad que le es negada a cualquier ser humano; en Dante subraya también su talento visionario para otear planes mezquinos medievales y actuales y para dotar de poesía a la doctrina religiosa en La Divina Comedia y de Joyce y su Ulises elogia su riqueza idiomática y su originalidad afilada y cortante, producto -en sus palabras- de un ser atormentado hasta lo indecible.

Pero, junto a la conferencia titulada como este libro, El misterio de la creación artística, nuestro texto favorito entre los reunidos en sus poco más de cien páginas es el dedicado a Rodin. Zweig, siendo muy joven, pudo visitar en París su taller (uno de los once en los que trabajaba, para dificultar la labor de encontrarlo) y de ese episodio cuenta la que puede ser la más espléndida de las anécdotas de este volumen, anécdota solo entre comillas: charlaba el escultor con él cuando se detuvo a observar un torso femenino en el que estaba trabajando. Quiso entonces pulir uno de sus hombros, para rebajar su dureza; y en ese hombro quedaron Rodin y su espátula fijos durante hora y media, olvidándose por completo de su invitado. Tanto, que miró a Zweig con extrañeza al acabar, como si realmente no supiera que estaba allí. Aprendió el escritor entonces parte del misterio tras sus obras: el fervor que lo coloca en situación de olvidar todo lo que no sea voluntad de lograr la perfección. Concluye Zweig: Solo un hombre capaz de entregarse íntegramente a su labor, ya sea esta grande o insignificante, puede cumplirla cabalmente. Comprendí en ese momento que no existe otra fórmula mágica.

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