Los verdes años: el maldito El Dorado

11/01/2023

Paulo Rocha. Los verdes añosEn Portugal se asume como obra iniciadora de la corriente de su Cinema Novo la que fue también la primera película de Paulo Rocha, director nacido en Oporto en 1935 que, tras unos años de formación en Derecho, decidió emprender su verdadera vocación y aprendió el oficio de cineasta en París, en el Institut des Hautes Études Cinématographiques; tendría como maestros a Jean Renoir y Manoel de Oliveira y para ambos trabajaría como asistente.

Aquel filme con el que comenzó su carrera en 1963, y que se considera punta de lanza de esa corriente de vanguardia que bebió de la influencia de la Nouvelle Vague o del neorrealismo italiano y que apoyó la Fundación Calouste Gulbenkian, fue Los verdes años, y permanecía inédito en España hasta ahora pese a que, en 1964, recibió el Premio a la Mejor Ópera Prima en el Festival de Locarno. Nos llega gracias a Atalante, que además lo proyecta en el marco de una retrospectiva de Rocha que incluye la proyección, en cines y filmotecas de varias ciudades, de otras obras suyas: El río de oro, La isla de Moraes, La isla de los amores y Mudar de vida.

Es en el fondo, Los verdes años, una película de muchos comienzos: los de Rocha en la dirección, los de Julio (Rui Gómes) en la gran ciudad y en el oficio de zapatero, y los de él mismo e Ilda (Isabel Ruth) en el amor y sus turbulencias. En los inicios de la trama, difíciles de olvidar, un joven Julio, recién cumplida la mayoría de edad y con la inexperiencia escrita en una cara que también deja ver una falsa seguridad, llega a Lisboa en tren. Por mediación de su tío, que vive humildemente en los suburbios y forma parte de una red de emigrados rurales que se conocen y simpatizan entre sí, va a empezar a trabajar de zapatero, en un establecimiento en el que muchos comparten respiración, un espacio lúgubre con pequeña ventana a pie de calle.

Todo le llama la atención y supone para él un misterio, desde muy pronto también una joven criada que constantemente lleva a arreglar el calzado de su empleadora, ella alegre y plena de un desparpajo del que él carece. Con fotografía muy depurada, y acercándonos sobre todo a esos escenarios urbanos en los que no existía frontera entre ciudad y campo -antes mucho más próximos que hoy-, Rocha retrata a ambos sin excesos de guion y a través de una voz narrativa entre planos que en ningún momento resta peso a lo visual: asistimos a su relación, nunca completa y sembrada de pequeñas y luego mayores distancias, pero el argumento se desarrolla sin urgencias ni sucesos abruptos, sin que el espectador sea mecido hacia ningún lugar inesperado. Ella lleva cierta voz cantante, dentro de los usos sociales; él no deja de resultarnos, a medida que avanza el filme, un náufrago que en su nuevo ambiente no termina de encontrar su lugar y siempre anhela lo que no tiene: la independencia, prosperar, el respeto de su tío, el compromiso de Ilda. Sus conversaciones son siempre inocentes, a veces amargas, y no hay ninguna razón para que sus personalidades no nos resulten auténticas y cercanas.

En la mirada de Rocha hay nostalgia -la adelantan los recuerdos muy ricos y evocadores del anciano que, en el metro, rememora para Julio sus inicios en la capital-, pero no idealización, sino tragedia sumergida en las luchas cotidianas; por eso nada rompe el equilibrio de esta película de estructura sencilla, ni siquiera su desenlace, apenas anticipado por el carácter fatalista de Julio. Con su relato y figuras podría identificarse una generación, como en otras obras en esa senda de Ermanno Olmi o Ford: la de los que trabajaron duro en su juventud para aspirar a vidas más cómodas sin disfrutar del todo de la suerte de esa época, cuando aún se tienen esperanzas y no demasiado cansancio. Pero ni siquiera en los verdes años, clama el portugués, había edén.

Paulo Rocha. Los verdes años

 

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