Cuando a Miguel Delibes le invitaban a explicar qué sentía al ver a los personajes de sus novelas encarnados por actores en el teatro o en el cine, era sincero: en la compilación de textos He dicho (Destino, 1996), dejó escrito que en un principio veía en esos intérpretes a entrometidos que no se corresponden con las figuras que él imaginó, ni con sus maneras ni con su físico. Pero reconocía también que esa apreciación primera desaparecía cuando percibía que el actor se identificaba con el personaje y llegaba a hacer de él su creación; en esos casos, señalaba, se va operando en la cabeza del autor un proceso de subrogación, la figura del actor se agiganta en tanto la imagen ficticia del personaje se va desvaneciendo poco a poco (…). No solo la imagen figurante terminará desplazando al ente imaginario, sino el autor aceptando que el difuminado personaje imaginado ha desaparecido para convertirse en un ser de carne y hueso. Afirmaba por eso, en sus últimos años, que no podría recrear ya el físico de alguno de sus protagonistas novelescos sin recurrir a la imagen de quienes les dieron vida, y en esa ocasión ponía como ejemplos a Lola Herrera (Carmen Sotillo) y Paco Rabal (el señor Cayo).
Podemos atrevernos a pensar que ese curioso fenómeno de subrogación, de nuevo en sus palabras, habría vuelto a ocurrirle con Carmelo Gómez en el nuevo montaje de Las guerras de nuestros antepasados, ahora en gira tras su paso por el Teatro de Bellas Artes de Madrid en la pasada primavera (allí recalará de nuevo en mayo). No es la primera vez que esta novela es llevada a los escenarios: este mismo espacio madrileño acogió su estreno en 1989, con José Sacristán como Pacífico Pérez y Juan José Otegui como el doctor Burgueño; ahora es Miguel Hermoso quien da la réplica a Gómez.
Las adaptaciones teatrales de obras de Delibes (Cinco horas con Mario, Señora de rojo sobre fondo gris) se han realizado a partir de monólogos; Las guerras es un diálogo, pero el personaje del psiquiatra Burgueño no aporta contenido a la trama, sino que la contextualiza y formula también las preguntas necesarias para que Pacífico de forma a su personalidad y su pasado, relacionados estrechamente con su propio nombre, como era habitual en la literatura del autor de Valladolid, y este, a su vez, con el momento histórico que vivió, apunte que aporta realismo.
Este hombre se encuentra en la cárcel, ya gravemente enfermo de los pulmones, y conversa con el médico del sanatorio penitenciario; sabremos desde el principio que se le ha acusado de asesinar dos veces, pero el espectador no tardará demasiado en dudar de que haya sido capaz. Su primer recuerdo será para su bisabuelo, su abuelo y su padre, figuras todopoderosas en el conjunto de su vida y en este relato, sobre todo los dos primeros, y marcados por las guerras a las que por generación tuvieron que acudir (la Carlista, la de Marruecos y la Civil), que ellos evocaban una y otra vez, regodeándose en su violencia, en cómo hicieron uso de la bayoneta uno, del fusil otro, y de bombas el tercero. Convencidos, por esa tradición, de que toda generación tiene su contienda y de que mientras haya hombres habrá guerras, esperan que llegue la de Pacífico a la vez que atisban, con una preocupación que se va acercando al odio, que el nieto no tiene talante ni deseo de lucha, sino una sensibilidad muy distinta: callado, disfruta de la contemplación de la naturaleza y no ve ningún motivo de satisfacción en el sufrimiento. Frente a la belicosidad de quienes lo rodean (como tantos pueblos, el suyo está enfrentado al de al lado, y sus vecinos no consienten siquiera que el cura se refiera a que todos son hermanos), Pacífico tiende al silencio y encontrará complicidad en su tío Paco -siempre habrá un familiar, más o menos cercano, con un carácter común-; también, lo sabremos más adelante, paz en la cárcel, frente a tanta sangre caliente.
Si no le duelen prendas, a Pacífico, para explicar episodios que prueban su carácter sensible y que el médico -y el público- podrían tomar por fantásticos, como su sensación de experimentar el dolor de las truchas al ser pescadas y el de los árboles al ser podados, o la de notar una bombilla dentro, sí detectaremos que algo no nos explica del todo cuando aborda las muertes que le llevaron a prisión: la del hermano de su novia, la Candi, mujer de carácter muy distinto al suyo y por quien tendía a dejarse llevar; y la de un trabajador de la cárcel (de esta última sí terminará confesando que no es responsable, que no será él quien incrimine a otro y que inocentemente espera que, llegada la necesidad, sea el culpable quien diga la verdad). Pacífico, que se llamaba como muchos en su tiempo y hablaba absolutamente como todos, con las expresiones de cualquiera de nuestros abuelos, es en realidad un hombre singular, chocante como él decía con sorna: un personaje trágico, de una bondad tan pura que no podía arrastrarlo sino al peor de los lugares. O casi. Al consejo de su padre, sangra o te sangrarán, Pacífico, no hay otra alternativa, él vino a elegir lo segundo.
Con la dirección de Claudio Tolcachir, y una adaptación fiel a la novela a cargo de Eduardo Galán en la que participó Carmelo Gómez (se ha respetado la estructura del libro en siete entrevistas que, a veces, se enlazan entre sí en cuanto a temas), esta versión de La guerra de nuestros antepasados se envuelve de una escenografía sencillísima y casi abstracta, que permite a los dos personajes elevarse o encogerse según el momento narrativo sin distraer al espectador de sus palabras, ni de las interpretaciones. Impecable la de Hermoso, memorable la de Gómez.