Cinco horas con Mario y una hora y media con Lola Herrera

10/05/2016

Lola Herrera en Cinco horas con Mario

“Que el hábito no hará al monje pero impone, vaya que sí, estoy cansada de verlo, si inclusive entre la buena sociedad, tonto del higo, que tú vas con un traje de Cutuli y eres alguien, y la mejor gente, ¿quién es esa?, a ver, se interesa, esa chica no es de aquí, y si te bajas de un Mercedes, más todavía. Que estaremos hechos del mismo barro, yo no lo discuto, pero al fin y al cabo humanos somos”.

Hace cincuenta años, en 1966, Miguel Delibes publicó Cinco horas con Mario y puso en boca de Carmen Sotillos tópicos como estos, que serán humanos pero también son tremendamente irritantes, y que, para qué hacernos falsas esperanzas, podemos seguir oyendo hoy en boca de cualquier Carmen, o Paola, Mario o Estefanía, cambiando las formas, unas frases hechas por otras, pero poco más. Coincidiendo con el aniversario, Lola Herrera vuelve a interpretar el papel que le ha dado tanto, y al que ella ha dado tanto. Podemos verla en el Teatro Reina Victoria desde el pasado 4 de mayo y las funciones ya se han prolongado un par de semanas, así que permanecerá en cartel hasta el día 26 de junio.

Más allá de nuestra filia por Delibes, y también por Lola Herrera, os damos cinco razones, tantas como horas pasó Carmen velando (y reprochando) a Mario, para no perderos la obra:

Porque si no conocéis la novela, ni habéis visto la obra teatral con anterioridad, os llevaréis una buena sorpresa. Si, de antemano, los datos que tenéis de Cinco horas con Mario se reducen al esquema básico de su argumento (señora que se queda viuda a mediados de los sesenta y que aprovecha el velatorio para hacer repaso de su vida matrimonial y soltar lastre, decir a su marido lo que no pudo o quiso expresar en vida, con la libertad y seguridad que da saber que no te va a contestar) es muy posible que, atendiendo a la época en que se ambienta la pieza, y a nuestra perspectiva contemporánea, o a nuestras ideas, experiencias, quizá prejuicios…puede que pensaseis que  Carmen Sotillos pudo verse envuelta en un matrimonio que la constreñía, que no dejaba espacio a las aspiraciones personales, en el que la mujer ocupaba un lugar totalmente secundario…Y sí, pero no. Ese era su matrimonio, pero no podemos responsabilizar, no por completo, de esa falta de aire fresco a su marido, sino también a las circunstancias, el ambiente y el carácter cerrado y convencional de ella. A medida que avanza la obra descubrimos que Mario la engañaba y que no era especialmente apasionado, pero también la Sotillos perfila en su monólogo a un hombre sensible y lector, independiente, libre en lo que podía, íntegro y de una religiosidad muy moderna para ese tiempo. Era fácil pensar en un marido dominante, autoritario o egoísta, pero los reproches de la viuda no van en esa dirección.

Porque la obra desborda conocimiento de nuestra psicología: nadie sale indemne. Empatizamos, quizá, en mayor medida con Mario, porque es más fácil (no dice una palabra que despeje dudas) y porque Carmen se nos va presentando progresivamente como una figura casi aborrecible en su manera de hablar del otro. No la aborrecemos del todo quizá porque en su constante reprochar se muestra plenamente humana hasta revelar su error final, un error que reprobamos a la vez que entendemos después de todo lo que nos ha contado, y todos podemos llegar a comprender a quien se equivoca, quien no mete la pata se nos convierte en misterio. Mario ha fallecido, pero es de ella de quien nos compadecemos, y no por su pena, sino por su pobreza de pensamiento: la infidelidad de Mario no parece dolerle tanto como su empeño en vivir a su manera -dejando a un lado convenciones casi impuestas en el vestir, el relacionarse, el poseer o el moverse por la ciudad-, su negativa a renovar la cubertería o a comprar un 600 (cuando los llamaban ombligos, porque todo el mundo los tenía) y su falta de iniciativa sexual. Este parece un tema menor, y ella no quiere, ni ante el muerto, perder las formas (no es que a mí eso me interese especialmente, que ni frío ni calor), pero su insistencia en repetir que no le importa y el desenlace dramático del monólogo nos invitan a creer otra cosa.

Porque, si no somos Carmen Sotillos, somos su familia o conocidos. La hora y media en la que Carmen Sotillos nos cuenta lo que piensa de su marido nos coloca a todos frente a un espejo en el que podemos vernos tal cual, distorsionados, de perfil o del revés, pero ahí estamos. La de Carmen y Mario es una pareja universal, porque en ellos se dan vicios y virtudes que están en todas las vidas, y seguramente en todas las parejas, y no solo en torno a los sesenta. Hay clasismo, preocupación por las apariencias, soledad por las dos partes que ninguno de los dos podía mutuamente paliar, miedo al diferente, una depresión que otros  no entienden, diferencias religiosas y relacionadas con la educación de los hijos, maneras distintas de entender “el romanticismo”, las tradiciones y hasta la economía, y mucha, mucha, humanidad. Si os fijáis (y esto produce bastante ternura, a lo mejor porque, de nuevo, cualquiera podemos identificarnos) la sucesión de críticas de Carmen a su marido finaliza con el reconocimiento del propio error. Que tire la primera piedra quien no haya hablado mal de otro repetidamente para no hacer frente al defecto propio. Aquello de la viga y el ojo ajeno.

Por el fiel retrato social de su tiempo. Ya hemos comentado que Cinco horas con Mario es una obra sin tiempo ni espacio, ni edades. Nos parece un error considerar la novela, y la obra de teatro, únicamente como la plasmación de una forma de vida y una forma de pensar pasadas, porque, mal que nos pese y damos fe, existe gente joven con ideas semejantes a las de Carmen Sotillos, sean conscientes o no. Por eso se trata de un clásico, porque nos interpela a todos. Pero tampoco hay que obviar que, en la época en que la obra se realizó y se ambienta, eran especialmente comunes las formas de pensar y las sentencias de esta viuda en relación con el papel de la mujer, las relaciones sociales y personales y lo que significaba ser una persona decente, y el buenísimo ojo observador de Delibes, desde su delicadeza y su comprensión, puso el dedo en la llaga en un amplio repertorio de miserias. Y algún que otro acierto.

Por Lola Herrera. Y por Lola Herrera como Carmen. Su actuación es un regalo que no se paga con el precio de la entrada. Llena un escenario casi vacío y pone al público en pie sin apoyarse en nada más que en su talento.

Disfrutad del teatro.

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