No hay constancia de que se conocieran, tampoco de que a través de terceros pudieran intercambiar conocimientos ni experiencias en la talla, pero ambos, uno desde Valladolid y otro desde Sevilla, fueron los mayores responsables de la etapa dorada de la imaginería en España en los últimos compases del manierismo y los primeros del Barroco.
En un invierno afortunado para quienes se interesan por la escultura policromada del siglo XVII, con exposiciones en el Museo del Prado (“Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro“) y el Museo Nacional de Escultura de Valladolid (“Luisa Roldan. Escultora real“), la Fundación Las Edades del Hombre presenta también en la Catedral de esta última ciudad “Gregorio Fernández y Martínez Montañés: el arte nuevo de hacer imágenes”, una muestra excepcional que da cuenta de sus motivaciones comunes -una espiritualidad que supieron llevar una y otra vez a sus piezas- y de sus distancias, estas últimas estéticas: si el autor castellano se centró en la expresividad de la carne y en la transmisión del mensaje religioso a través del modelado elocuente, el andaluz concedió mayor relevancia a la grandiosidad o la gracia, el cuidado de tonalidades y contornos.
Es significativo el hecho de que ni Fernández ni Martínez Montañés nacieran en las ciudades a las que su obra los asociaría en la historia y donde asentarían talleres influyentes en los que definirían sus respectivos estilos: el primero lo hizo en el pueblo lucense de Sarriá y el segundo en Alcalá la Real, en Jaén; les separaba poco menos que una década.
Cuando Fernández llegó a Valladolid, su urbanismo estaba siendo remodelado después de que, en 1561, un vasto incendio devorara parte de él. Elevada de villa a ciudad, se convirtió también en sede de obispado en el ocaso del reinado de Felipe II y fue entonces cuando se emprendió la construcción de la actual Catedral, con diseño de Juan de Herrera (inacabado, porque este templo pasó por muchos avatares). Pero el hecho que determinó principalmente el auge y atracción de este núcleo fue la instalación allí de la Corte en el primer lustro del siglo XVII: coincidieron trabajando aquí Alonso de Berruguete y Juan de Juni, haciendo de Valladolid un temprano foco escultórico del Barroco, antes de la madurez de Fernández.
En cuanto a Sevilla, crecía ya desde mediados del siglo XIII, cuando devino lugar habitual de establecimiento de la Corte, y sobre todo desde el descubrimiento de América y la apertura, iniciado el siglo XVI, de la Casa de Contratación: el puerto del Guadalquivir era entonces uno de los más transitados de Europa entre los de carácter fluvial. Tanto la monarquía y la nobleza como la Iglesia y los comerciantes enriquecidos impulsaron con su mecenazgo el desarrollo artístico en este polo del sur; en el terreno de la escultura, serían en este caso figuras mayores Juan Bautista Vázquez, Jerónimo Hernández o Gaspar Núñez Delgado.
Regresando a Fernández, su actividad en la talla no empezó en Valladolid, sino en el taller de su padre en Sarriá; a la ciudad acudiría esperando encontrar oportunidades. Además de conocer la producción de Juan de Juni, pudo entonces tomar contacto con las creaciones realistas y de aire romano de Francisco del Rincón y con las solemnes y refinadas de Pompeo Leoni; la influencia de este último se atisba en sus imágenes tempranas. Por su parte, Martínez Montañés era hijo de bordador y en Granada aprendió junto a Pablo de Rojas y los hermanos García, iniciadores desde esta ciudad de un estilo depurado que avanzaba hacia el naturalismo. Al trasladarse a Sevilla, en 1582, sus referentes serían autores ligados al romanismo y también el citado Gaspar Núñez, oriundo de Ávila, que caminaba en esa misma dirección naturalista; además, en ciertas colecciones nobiliarias pudo contemplar esculturas antiguas, de armonía y proporciones romanas (no viajó a Italia como un número creciente de sus contemporáneos).
Es de suponer que, para Fernández, los fondos artísticos de la Corte y de la nobleza serían igualmente fuente de aprendizaje, así como las esculturas procesionales de fines del siglo XVI. Muy piadoso y apegado a la doctrina de Trento, no llevó a cabo numerosos desnudos, pero cuando el tema lo requería (en flagelaciones, Cristos yacentes o crucificados) demostró un dominio anatómico que probablemente derivara del estudio de tratados como los de Valverde de Amusco o Juan de Arfe.
En el caso de Martínez Montañés, intentó hacer confluir esa tendencia naturalista con la búsqueda de idealización y gracia, presentando una imagen sublimada del Bien cristiano tanto en sus Crucificados como en sus tallas de santos y vírgenes. Además de la huella clásica de la que se pudo imbuir en colecciones como la de la Casa de Pilatos, admiraría a autores extranjeros llegados entonces a Sevilla, como Pietro Torrigiano. En piezas en la exposición como su San Bruno para la Cartuja de las Cuevas o su gran San Cristóbal para el Salvador de Sevilla, aunó las connotaciones clásicas con un sentido de la grandeza que aproxima lo natural a lo sobrenatural, el gesto humano a la raíz divina.
Mencionábamos antes el Concilio de Trento: uno y otro, realmente, trabajaron desde el reflejo de las formas y los temas que aquel propició, pues uno de los asuntos abordados fue la importancia de acercar entonces las imágenes a lo sagrado y, más adelante, profundizaron en este asunto varios tratados y Constituciones Sinodales que establecieron una noción de decoro, en el arte religioso, vinculada a la mesura, la dignidad ligada al carácter sobrenatural de lo representado y la contención. Los dos se adhirieron a esos postulados desde sus diferentes lenguajes: sabemos que Francisco Pacheco, el suegro de Velázquez y autor de Arte de la pintura, su antigüedad y su grandeza -donde incluso comparaba a los pintores con oradores sagrados y se refería a la bondad de las imágenes, por su capacidad para transmitir tanto mensajes religiosos como emociones- tuvo una relación muy estrecha con el jienense. Ese aura sobrenatural la aplicarían, Fernández y Montañés, tanto a sus representaciones de hechos canónicos como a las de episodios no citados en los evangelios, pero susceptibles de motivar la cercanía del espectador, como el dolor de la Virgen tras la muerte de Cristo o las imágenes de la Sagrada Familia.
Trento impulsó, justamente, la devoción mariana, y el fervor hacia la Inmaculada creció en nuestro país en el inicio del Barroco, reflejándose en las composiciones de ambos artistas: elegantes, modelo de belleza, las Vírgenes del andaluz; solemnes las de Fernández.
Un capítulo central en la exposición se dedica a los santos, pasados y más recientes, que debían ser modelos para el espectador: ambos los tallaron dotándoles de enorme dignidad y en ocasiones, sobre todo Montañés, de grandilocuencia; estas creaciones tenían el fin concreto de acrecentar igualmente su devoción, a veces venida a menos en el tiempo anterior, como en el ejemplo de san José; otras necesitada de impulso por su carácter novedoso (san Ignacio de Loyola). Los dos llevaron a cabo, asimismo, imágenes de ángeles y arcángeles, cuyo culto se desarrolló también en los últimos años del siglo XVI.
Y otra sección del recorrido se brinda a los policromadores, partícipes relevantes del resultado final de estas piezas y, a menudo, pintores de prestigio; como señala la muestra del Prado, escultura y pintura se daban la mano con ese objetivo último de infundir vida a las tallas y transmitir el mensaje de la Iglesia. Diego Valentín Díaz, pucelano que se carteaba con Pacheco, completaba el cromatismo de las imágenes de Fernández y lo retrató; con Martínez Montañés colaboró el mismo Pacheco y, sobre todo, Baltasar Quintero.
La exhibición, que también recoge obras de otros artistas que aprendieron de su senda, culmina recordando la impronta de ambos en la consolidación de tipos: es el caso de las Inmaculadas y de los Cristos flagelados o yacentes hablando de Fernández, y especialmente de sus pasos procesionales -podemos ver en la Catedral uno de los suyos más impactantes, un Descendimiento- y de los Nazarenos, Crucificados, Inmaculadas y santos penitentes de Montañés.
Aunque espacio y acompañamiento musical reman a favor, quienes visiten esta muestra apreciarán que sus creaciones mantienen vigencia y respiran al conmover, el propósito primario al que no han dejado de responder.
“Gregorio Fernández y Martínez Montañés: el arte nuevo de hacer imágenes”
CATEDRAL DE VALLADOLID
C/ Arribas, 1
Valladolid
Del 12 de noviembre de 2024 al 2 de marzo de 2025
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