Nacido en Eibar en 1870, Ignacio Zuloaga perteneció cronológicamente de lleno a la Generación del 98 y fue el pintor favorito de los intelectuales de aquel tiempo; también su amigo, contertulio y retratista. Tuvo gran relación con Unamuno, quien lo defendió con ahínco, al igual que a Regoyos.
La plenitud de la visión negra de España se alcanza con este autor vasco. Hijo de Plácido Zuloaga, un artesano de renombre, su consagración no se produjo en Madrid, sino en París: fue amigo de Degas y conoció a Rodin; hablamos de un artista completamente cosmopolita (en 1925 fue objeto de una muy reconocida exposición en Nueva York) que tuvo éxito internacional hasta su muerte, aunque su peculiar interpretación de lo español produjo sentimientos ambivalentes de rechazo y admiración.
Cuando la madurez de su estilo se concretó, se mostró naturalista, como Regoyos en Bruselas. Lo vemos en Mi padre y mi hermana en París (1891), obra en la que se aprecia la influencia del naturalismo francés generado por Manet, cultivado por los compañeros y discípulos de este y difundido por Sargent o Whistler. Zuloaga se interesó por el francés en la medida en que aquel reivindicó a El Greco y Velázquez; la etapa de mayor proyección internacional del sevillano fue la comprendida entre 1860 y 1900. Y Manet fue el intérprete contemporáneo de su modernidad, también estudiada por Beruete.
Trató Zuloaga asuntos españoles a la manera de la pintura tradicional de nuestro país (la de los citados El Greco, Velázquez y Goya, que se influyeron entre sí), y los sintetizó, fijándose también en otros maestros antes denostados por su naturalismo, como Ribera.
Reivindicó Castilla y la introdujo en su temática: hizo de Segovia su lugar de residencia y su fuente de inspiración; también pintó Toledo, Ávila… Castilla igualmente sedujo a intelectuales de entonces como Unamuno y Azorín, y tanto la producción pictórica de Zuloaga como la literaria de estos escritores es ejemplo de introspección geográfica y artística.
En Estudio de mujeres (1896) aún no aparecen elementos folclóricos ni claramente españoles, más allá de la mujer morena. Sí apreciamos empaste en la paleta, pictoricismo y una concepción rotunda de las figuras, que viraban del naturalismo neutro de sus inicios a otro más expresionista.
Retrató a Valentine Dethomas, su esposa, vestida de negro, y realizó seguramente esta obra en el litoral cantábrico, pero no atendiendo a la visión tradicional de este paisaje, estival y luminosa, sino otorgándole un carácter tétrico, despojado. La figura está flanqueada por su velo al viento, marco que distingue su carácter pulido y espiritualiza la figura de la mujer, en alusión a El Greco. Los contrastes blanco-negro y la concepción velazqueña del retrato de cuerpo entero moldean el estilo de Zuloaga.
Su visión de Pasajes (Guipúzcoa) también rompe el tópico de la imagen tradicional española (andaluza) al trasladar el foco a una localidad costera vasca con una arquitectura distinta a la levantina. Este tipo de imagen alternativa ya la venían trabajando diversos paisajistas extranjeros, pero supone una ruptura en el enfoque de lo español. Antes, este tipo de pinturas se desarrollaban en formatos pequeños a modo de postales, pero Zuloaga las monumentaliza.
Su Enana Mercedes (1899) podemos relacionarla con los enanos velazqueños y los seres deformes de Ribera. También se vincula con Manet, porque el globo es utilizado como espejo para recrear la estancia, incluyendo la ventana. Ofrece una visión de lo español a través del propio arte español, con cierto estilo virtuosístico o Belle Epoque.
En La merienda (1899) toma un tema de la vida cotidiana, pero no protagonizan la escena excursionistas urbanos: refleja un almuerzo popular. Muestra elementos naturales del campesino español, pero sin tópicos: no aparecen personajes con trajes típicos, sino pintados con sencillez, dignidad y naturalismo. Esta pieza se relaciona con Los borrachos de Velázquez, sobre todo el personaje frontal.
Su Mujer con mantilla, sin fecha, es una imagen convencional, pero no tópicamente romántica. La retratada lleva mantilla y abanico y viste tonos negros brillantes, pero se recorta sobre un paisaje crepuscular de orografía desnuda.
Ofrece una curiosa sensualidad negra, entendiendo que la belleza y el sexo no solo tienen que desprender luminosidad radiante y salud, también una llama oscura.
Desde 1900 se produce una transformación en la obra de Zuloaga. Se disputó con Sorolla el Premio Internacional de París, que ganó el valenciano. Ambos representan la divergencia de modelos de España: blanca y negra.
En Alcalde de Torquemada (1905), retrató tres campesinos castellanos no típicos, con monumentalidad y carácter expresionista, a diferencia por ejemplo de Valeriano Domínguez Bécquer. Sus rasgos remiten al naturalismo de Ribera.
Gitana del loro (1906) destaca de nuevo por su sensualidad negra. El desnudo es muy atrevido por contemporáneo; alude a La maja desnuda, pero con una subrayada estilización y una interpretación poco convencional de la figura. Las zapatillas rojas de raso, como el abanico y la mantilla, añaden erotismo y muestra una morbosidad finisecular, no una sensualidad saludable.
En La Celestina recupera la memoria española y la figura de la alcahueta, a medio vestir frente al espejo y con un manto espectacular. El interior de la estancia recibe una radiación luminosa que aviva la sensualidad del desnudo. Prima el naturalismo (lo vemos en el rostro ajado y sufrido), pese a la estilización del cuerpo.