No es un dato demasiado conocido, pero Santiago Rusiñol (1861-1931) fue célebre en vida no solo como pintor, sino también como escritor y poeta, convirtiéndose por eso, en un amplio sentido, en figura tutelar del modernismo español. En lo pictórico, ese movimiento se manifiesta en su linealidad en lo formal y en su simbolismo en el contenido, en cuanto a reivindicación de trasfondos literarios y simbiosis de rasgos naturalistas y románticos. Ligado al grupo de artistas catalanes del que también formaron parte Ramón Casas e Isidre Nonell, reivindicó con ellos al hasta entonces casi desconocido Greco y fue uno de los fundadores de la tertulia de Los cuatro gatos, en la que participaría Picasso.
Desde 1892 residió en Sitges, donde hoy podemos visitar su Casa-Museo (Cau Ferrat) y a esa localidad barcelonesa llevó a sus amigos artistas a la hora de celebrar fiestas modernistas que suponían auténticos despliegues culturales. Gracias al pintor, se dispuso allí una estatua de El Greco y es posible que el citado Picasso lo conociera debido a su influencia.
Rusiñol tuvo una formación artística local. En su juventud conoció el desarrollo del naturalismo y el realismo y al pintor (realista) Ramón Martí Alsina; después viajaría a París, donde viviría de primera mano el triunfo de Manet y del naturalismo manetiano (Whistler, Sargent). La primera etapa de su pintura se caracteriza, justamente, por ese realismo que bebía del autor de La ejecución de Maximiliano, más tarde evolucionaría hacia temas más románticos, a un simbolismo espiritualista. Ya al final de su vida realizaría, sobre todo, jardines y murió en Aranjuez.
De 1890 data su Café de Montmartre o Cafe des Incohérents, concebido a la manera de Manet, Degas y los naturalistas que exploraban los ámbitos públicos para representar el espectáculo de la gente en sus momentos de ocio y llevar a cabo una radiografía social contemporánea. La interesante penumbra tiene resonancias velazqueñas y su mirada es fotográfica.
Destaca el bodegón de la bandeja y la intensidad en la captación de los objetos. Marca Rusiñol una diagonal entre la penumbra y la claridad de la calle.
En su retrato de Erik Satie (1891) lo representó no solo a él, también al estilo de vida de los artistas bohemios en Francia a finales de siglo, con verismo. Satie se calienta en una estancia fría y sucia, con una estufa; lo rodea un ajuar escaso y pobre, pero en la pared aparecen imágenes clave. Se trata de una obra entre realista y romántica. Hacia el mismo año pintó a Utrillo en el Moulin de la Galette; él era otro personaje de la bohemia feroz, un pintor naturalista amigo de Modigliani y de españoles afincados en París. Su estilo manetiano impulsó a Rusiñol a desarrollarlo.
Jardín de invierno (1891) representa igualmente el mundo urbano de modo muy naturalista. Marca nuevamente una diagonal en profundidad, rasgo relacionado con la estetización del modernismo y con Toulouse-Lautrec. Nos muestra aspectos de la vida cotidiana considerados antes irrelevantes.
Interior de un café (1892) destaca, por su parte, por su enjundia literaria. Plasma, una vez más, lo cotidiano valiéndose de la una interpenetración de espacios que remite a la pintura holandesa. El primer término es más umbrío, el segundo más claro: entran en contraste luz y sombra. Vemos a una mujer sentada junto a una mesa de mármol, con una botella y aire ausente, en una imagen que recuerda a otras del naturalismo francés y a Picasso en las que quedaba reflejado el mundo de los marginados.
Su carga de significación va más allá de la captación de lo rutinario y la paleta de grises tiene origen manetiano y, previamente y siguiendo la línea de influencias, en la escuela española.
Cuando retrató a Ramón Canudas enfermo (1892) lo hizo en una estancia modesta, en penumbra y con las contraventanas cerradas. Se introdujo una vez más en la intimidad de un artista, no en su plenitud, sino en la enfermedad.
La convaleciente (1893) es obra muy simbolista: a los pintores vinculados a esa corriente les interesaban los estados mórbidos decadentes. Plasma Rusiñol un ámbito doméstico burgués en el que habita el dolor, y poblado de espejos, elementos que hacen circular la luz. La de la convaleciente es una figura frágil, vulnerable y enferma. Aúna esta pieza romanticismo y naturalismo.
En Novela romántica (1893-1894) captó un espacio de intimidad y aislamiento donde se halla una figura solitaria que ha estado ensimismada en la lectura y de repente vuelve la mirada al espectador. Su rostro refleja nostalgia, espiritualidad y fiebre.
La morfina (1894) ha de entenderse en un contexto en el que esta sustancia se popularizó (extendiéndose su uso) a finales del siglo XIX. En un interior, presenta a una mujer en un estado de drogadicción avanzada; esa morbosidad suponía entonces un tema insólito, ligado a un neorromanticismo negro.
El regreso de Rusiñol a España desde París supuso un cambio en sus temas. Desde 1910, coincidiendo con un viaje a Granada, comenzó a pintar jardines y en ellos continuó trabajando hasta el final de su vida. Tema romántico por excelencia, los suyos concitaban simbolismo, exotismo y magia.
Estas obras coinciden con una etapa regeneracionista; por entonces se creó la Sociedad Española de Excursiones y la restauración de jardines se hizo habitual. Rusiñol recorrió los de toda España: pintó en 1911 el embarcadero de Aranjuez, en 1913 el patio azul de Arenys (desde una visión diagonal, no centralizada) o más adelante los jardines de Monforte, en piezas románticas y fantasmales, sin figuras pero con estatuas. Refleja la ciudad desde el exterior.
Estos vergeles fueron su obsesión y le dieron su mayor popularidad. No solo son lugares exóticos en cuanto naturalezas (aunque domadas), sino por sus resonancias literarias y sus connotaciones simbolistas. En ellos se plantaban en ocasiones especies inhabituales que Rusiñol reflejaba a modo de bodegones. Aparentemente sencillas, se trata de pinturas complejas en su definición y sus ecos.
Las distintas coloraciones de las hojas sitúan estas obras en las diferentes estaciones.