La I Guerra Mundial aparejó dramas económicos y sociales que impulsaron a más de un artista a reflexionar sobre la experiencia bélica pasada y sobre la situación de la figuración tal como entonces se estaba desarrollando. Aquellas reflexiones tomaron un viraje crítico y un tono polémico, contrario hacia las formas de arte que eludían, de un modo u otro, los problemas más urgentes, los traídos por una realidad implacable que no parecía admitir circunloquios ni medias tintas.
Se reaccionaba por igual contra las efusiones del alma y los tecnicismos sin ella, y las soluciones plásticas parecieron encontrarse en un arte enraizado en aquella realidad contradictoria y accidentada, un arte sin cortapisas espirituales, tan duro y despiadado como el entorno de sus autores pero, al mismo tiempo, útil socialmente. En definitiva, no se apostó por un arte revolucionario en la forma, sino en el contenido.
Esa fue la posición de Käthe Kollwitz, Barlach, Otto Dix, Grosz, Beckmann, John Heartfield y Hans Grundig. Grosz, en concreto, fijó los motivos de esa reacción en 1925, en un texto en el que analizaba la situación que se había ido creando en el arte alemán entonces: El alma debía entrar en liza. Este fue el punto de partida de muchos expresionistas. Se trata de señores muy honorables, un poco demasiado meditativos. Kandinsky escribía música y proyectaba en el lienzo la música de su alma. Paul Klee, sentado en una mesita de trabajo Biedermeier, hacía labores de ganchillo como una frágil doncellita. En el llamado arte puro, solo los sentimientos del pintor quedaron como objeto de representación; la consecuencia fue que el pintor auténtico se vio obligado a pintar su propia vida interior. Y aquí empezó la calamidad. El resultado fue que se formaron setenta y siete tendencias artísticas. Todos pretendieron pintar el verdadero alma. Hubo también algunos grupos que consideraron que todo aquello era un error, pues el alma es, en verdad, un modelo un poco fluctuante, y con ardor fogoso se lanzaron sobre otros problemas. ¡Simultaneidad, movimiento, ritmo! Y esto no era, naturalmente, más que un idealismo aún más inútil, porque en la pintura la simultaneidad y el puro movimiento solo se pueden expresar de modo insuficiente.
La reacción a este estado de cosas llevó a la formación de una nueva corriente: la Nueva Objetividad, pero es difícil comprender su significado cultural y sus rasgos si antes no nos sumergimos en las vivencias de un buen número de intelectuales alemanes durante la guerra y en el tiempo inmediatamente posterior.
La muerte y la miseria, la hipocresía de cierta burguesía, la riqueza y jactancia de algunos generales, y, en todo caso, el derrumbamiento de una sociedad no ocurrieron artísticamente en vano: lo que algunos expresionistas intuyeron mudó en una realidad aún más oscura que desembocó en el radical desplazamiento a la izquierda de muchos intelectuales, desplazamiento que a menudo adoptó las formas más extremas.
Una de las consecuencias de esa reacción contra las causas que generaron la aberración de la guerra fue el dadaísmo, en todas sus caras (artístico, literario, moral y político), pero la más importante fue la formación de un colectivo de literatos, poetas, cineastas, directores de teatro, músicos y artistas comprometidos con la historia de esa época, actuando con su trabajo en apoyo de las fuerzas revolucionarias, haciendo una crítica a fondo de la vieja sociedad y dedicados al renacimiento de una Alemania democrática. El paisaje cultural de entonces fue tan rico y fructífero como heterogéneo e inmoderado.
Conviene recordar la revolución de noviembre de 1918, que había había derribado el trono imperial de los Hohenzollern, junto con los de otros veinticinco príncipes de los estados alemanes. Era una revolución comprometida con las fuerzas del régimen anterior, sobre todo con los cuadros superiores del ejército guillermino, tutores del orden, pero no dejó de ser también un acontecimiento excepcional que trajo libertad a numerosas corrientes intelectuales. El derrumbamiento moral de las clases medias alemanas, la inflación y el hambre crearon una situación difícil, pero también contribuyeron a aclarar la necesidad de una solución revolucionaria. Partiendo de esa constatación, se formó el Novembergruppe, que reunió a artistas y arquitectos de vanguardia orientados políticamente a la izquierda. Durante la república de Weimar, la actividad cultural de inspiración democrática y socialista aumentó en calidad e intensidad: Brecht comenzó a escribir sus poemas y sus primeros dramas; Toller dedicó su obra teatral Hombre masa a los proletarios, Thomas Mann publicó La montaña mágica, Arnold Zweig, sus libros contra la guerra; y Döblin, su Berlin Alexanderplatz.
El reportaje social se afirmó como género literario y, en definitiva, desde el interior del expresionismo surgió una nueva corriente verista con características nuevas.
Quienes impulsaron esta tendencia en lo artístico fueron Barlarch y Kollwitz. El primero había empezado a tallar en madera campesinos, mendigos y vagabundos tras viajar a la Rusia meridional en 1906, mostrando hacia ellos una empatía a medio camino entre la simpatía y la religiosidad. Detrás de las máscaras buscaba la sustancia auténtica de los hombres, y la encoltró, como Rouault, en los que padecían injusticias. Pero, en mayor medida que aquel, desarrolló un sentido propio de la historia: sus imágenes poseen una firmeza austera y un vigor menos místico. Barlach favoreció, en suma, un expresionismo más contenido y estilísticamente más definido, que alcanzó su punto culminante en el monumento a los caídos de Magdeburgo (1929).
En cuanto a Kollwitz, su importancia ha sido minusvalorada, pese a que, ya en 1927, Romain Rolland escribió que su obra es el mayor poema de la Alemania de hoy, un poema que refleja las pruebas y los dolores de los humildes y las personas sencillas. Lo vemos, sobre todo, en su obra gráfica: el estilo de sus láminas, realizadas aún con el gusto descriptivo e insistente del naturalismo, había pasado a modos plásticos más sintéticos, potentes y contraídos.
La miseria de los barrios pobres de Berlín, la de los desempleados, el dolor de las madres a las que la guerra dejó sin hijos, las luchas y manifestaciones obreras… son sus grandes temas. Su trazo desciende en profundidad y capta en los gestos, destacándolos, los ideales, pasiones y pensamientos de las víctimas anónimas de este drama humano que cada día tenía lugar en el Berlín derrotado. Al respecto, explicó ella en su Diario: Nunca hice un trabajo en frío, sino siempre, y en un cierto sentido, con mi propia sangre.
Destacan sus láminas conmemorativas de Karl Liebknecht, asesinado junto a Rosa Luxemburgo por los oficiales del exejército guillermino en 1919. Ese doble crimen fue la señal de la involución que conduciría al fin de la república de Weimar y la llegada al poder de Hitler. Kollwitz demuestra ser muy consciente de ello: en su litografía, los obreros llorando ante los restos de Liebknecht se muestran graves y solemnes y sus grandes manos dan a la escena una fuerte intensidad patética.
Así, la Nueva Objetividad, cuya raíz hay que buscarla en la cultura naturalista, constituyó un intento serio de superar las fracturas entre arte y sociedad. Los artistas se alinearon con la nueva fuerza histórica destinada a sustituir a la burguesía y pusieron su creación al servicio del proletariado. Y era un hecho lleno de circunstancias para el futuro.
La representación de los desastres de la guerra fue uno de los aspectos esenciales de este realismo expresionista: Otto Dix alcanzó en 1924 un vértice esencial en su carrera con un ciclo de medio centenar de aguafuertes sobre el tema. Había sido soldado en el frente occidental, así que presenció los horrores de la destrucción, el espectáculo dantesco de las trincheras y las carnes destrozadas por las bombas, y los trasladó a sus láminas con una descripción precisa: el método naturalista se demostraba necesario para no excluir detalles, y el análisis del horror, como un modo de poner en contexto su odio a la guerra.
Ante las matanzas, Dix no cerró los ojos, sino que los abrió de par en par con ímpetu frío y determinación: lo que había visto no podía desaparecer de su conciencia y los campos de batallas siguieron llenando sus telas. Estas obras eran el reflejo fiel de una civilización perdida o destinada a desaparecer, de ahí que su estilo estuviera bien justificado; su expresionismo era gélido solo en apariencia, porque nacía de un juicio cargado de condena moral y odio. El modo de deformar la imagen y poner de relieve, con ferocidad clínica, los elementos más brutales de la visión presentaba analogías con las figuraciones atormentadas de Grünewald y con los Cristos lívidos de mediados del siglo XVI: la misma mano despiadada, la misma firmeza presentando al horror.
Entre las obras maestras de Dix sobre este tema se encuentra la Trinchera (1920 y 1923), Tríptico de la Guerra (1929 y 1932) o Siete pecados capitales (1933), obsceno aquelarre de brujas, monstruos y personajes terribles, entre ellos Hitler convertido en enano. Dix fijó aquí para siempre el carácter ruin del nuevo orden germánico: no hay que olvidar que 1933 es el año en que aquel fue nombrado canciller del Reich.
El ambiente berlinés de la posguerra y la representación del desorden moral, el crimen y la violencia también obsesionaron a George Grosz. Vio y dibujo el infierno de la capital alemana con agresividad rabiosa, dejando a un lado lo que aprendió en la Academia de Dresde y echando mano de la epigrafía popular, de los dibujos garabateados en las calles. Él mismo lo explicó: Para obtener un estilo correspondiente a la fealdad y a la crueldad de mis modelos, copié el folclore de los urinarios, que me parecía la expresión más inmediata y la traducción más directa de los sentimientos fuertes (…). Y lo mismo hice con los dibujos infantiles, tomando como motivo su sinceridad. Así logré el estilo incisivo y el dibujo a punta de cuchillo que necesitaba. No olvidó, obviamente, a Durero, Goya o Hogarth, ni las experiencias cubistas y futuristas, pero su fuente estilística directa era la calle.
En 1917, publicó Grosz su primera colección de dibujos, antes de que en 1918 volvieran a llamarlo a filas. Suscitaron escándalo unánime, pero era lo que el artista quería: no tenía para él otro sentido pintar la desesperación, la cólera y el resentimiento convertidos en asesinos, borrachos, suicidas y hombres vomitando.
El antimilitarismo, como decíamos, era sentimiento común entre los intelectuales de entonces, y de hecho Grosz ilustró la balada Los tres soldados de Bertolt Brecht. Tampoco ninguna de las contradicciones posbélicas escapó a sus dibujos, crudos, dolientes y sinceros. No eran solo una denuncia y una acusación, sino una confesión, de ahí su eficacia (inquietante).
Los defensores de la patria por la vía de las armas, los capitanes de industria, no tenían secretos para Grosz: él sabe lo que hay tras sus uniformes y hace aflorar sus instintos bestiales. En realidad, estos trabajos en papel son balas, aunque él afirmara que las artes y los artistas no valen un hueso o un solo cabello de un obrero que lucha por su propio pan.
Beckmann, como Dix y Grosz, se descubrió a sí mismo en el caos de la guerra. Las matanzas del frente fueron para él un acicate hacia el arte dramático y de advertencia, aunque su verismo no alcanzara la descarnada exposición de Dix: no le interesaron tanto sus causas como sus pruebas: la angustia y la turbación. En sus pinturas encontramos hombres deshumanizados y figuras gesticulantes que no se disponen en composiciones fruto de arrebatos visionarios, pero que tampoco tienden a la abstracción.
Para él, lo invisible solo se manifiesta a través del mundo objetivo: desde la representación cruda de la realidad, desde la sinceridad. Este modo de concebir la historia infunde a sus telas una grandeza trágica que él traduce con modos documentales. Rechaza los tonos elegíacos y las efusiones del corazón: cuanto un tema más lo conduce hacia resultados patéticos, más se vuelve natural y desdeñoso al tratarlo. El ansia metafísica que hay en él no es un vehículo de fuga, sino de expresión de la energía áspera de la vida.
Áun acercándose bastante a él, no llegó a integrarse al movimiento de la Nueva Objetividad, como sí lo hicieron Grosz y Dix. No hemos dicho, por cierto, que se constituyó entre 1923 y 1924 y que no fue una corriente férreamente definida, hasta el punto de llegar a confundirse con e lrealismo mágico. En realidad, Beckmann, pese a vivir inmerso en un clima expresionista, era un solitario como Kokoschka.
Para concluir diremos que tanto el expresionismo así nacido como la Nueva Objetividad fueron condenados en bloque por el nazismo como arte degenerado. Unos y otros manifestaban heridas abiertas, el fracaso de un orden, por eso eran enemigos y como tal fueron perseguidos y depurados en los museos.
Una respuesta a “Nueva Objetividad: sinceridad y carne cruda”
CARLOS CIVIETA
Un análisis histórico/artístico muy bien informado y escrito. Me ha hecho entender mejor cierta época del arte alemán que no me gustaba especialmente. Ahora lo entiendo y aprecio más. Inspirador