Decía Gertrude Stein que se podía ser museo o ser moderno. Se lo explicaba a Alfred H. Barr cuando era director del MoMA (fue el primero), dejando patente lo arraigado de la idea de museo como institución venerable destinada a custodiar el patrimonio del pasado, obras consideradas incuestionables. Gombrich vino a decir lo mismo décadas después, en 1999, y seguro que sois conscientes de que esta es una idea extendida.
Podemos considerar que el germen de los museos de arte contemporáneo se encuentra en París a principios del siglo XIX, cuando el de Luxemburgo, abierto al público en 1750 con obras de Leonardo da Vinci, Rafael, Veronés, Tiziano, Poussin, Van Dyck o Rembrandt, se convirtió en “museo de artistas vivos” al trasladarse esas pinturas al Louvre y comenzar a albergar este centro piezas de David, Ingres o Delacroix.
El concepto de museo de arte contemporáneo es, en el fondo, tan apasionante como inestable: en ellos se yuxtapone lo consagrado por el paso de (cierto) tiempo –en línea con la noción tradicional de museo- y el arte del momento, a veces efímero. Estos centros buscan, en último término, recoger las preocupaciones estéticas de su periodo histórico, un presente (y unas preocupaciones) en perpetuo cambio.
SIN CAMINOS MARCADOS
Seguramente la mayoría de los visitantes esperan de las colecciones de un museo un carácter selectivo y ejemplar y que sean manifestación de un discurso más o menos lineal, pero los artistas contemporáneos inician a menudo, y a veces intencionadamente, caminos sin consecuencias. En el arte actual apenas hay líneas trazadas, a menudo son escasas las referencias, y por ello sus directores y conservadores deben ganar autoridad con sus propias propuestas, tomando decisiones que pueden ser de alto riesgo. A veces son muy criticadas en su momento y después se aplauden, o al revés.
Sus elecciones son tan opinables como influyentes, lo primero porque el relato del arte contemporáneo no está trazado de antemano; lo segundo, porque pueden determinar, en mayor o menor medida, la fortuna crítica de un artista joven o no consolidado.
El museo de arte contemporáneo puede mantenerse neutral o convertirse en el principal narrador de la creación coetánea y promover la creación, abriéndose a mostrar trabajos siempre cuestionables, de lectura ni única ni unívoca, que pueden quizá reproducirse o no tener esencia material, o haber sido creados para destruirse después. En ellos, muy probablemente, la idea matriz será más importante, a la hora de alcanzar una comprensión de los mismos, que el soporte físico y tangible, si lo hay.
Ante esa falta de certezas, definirse es, quizá –todo son quizás-, el principal objetivo de este tipo de centros, que, al abrirse a obras de todo tipo y convertirlas en piezas susceptibles de exponerse y coleccionarse, pueden quitar a estas su apariencia revolucionaria y crítica.
Volviendo a Barr, él dijo que era preciso inventar un canon para que el arte contemporáneo gozase de respetabilidad, como ocurría en el arte clásico, aunque reconociese que se asienta sobre un concepto distinto de libertad creativa. Y hablando de creatividad, entendía que todo museo de arte contemporáneo es una instancia creadora, porque concibe y da forma a la imagen que tenemos del propio arte contemporáneo y la que tendrá de él la historiografía del futuro.
Los museos de arte de su época fijaron en la primera mitad del siglo pasado el canon espacial en el que habían de contemplarse las obras del momento: la idea de cubo blanco, un espacio aislado del exterior que subrayase los lazos entre creación moderna y espiritualidad; lugares sencillos, carentes de decoración, con piezas colgadas en una sola hilera y con cierta separación, ofreciendo una sensación de pureza y subrayando que contemplar el arte del propio instante necesita concentración, recogimiento, y por eso es digno de respeto. También necesita preparación, de ahí que las actividades educativas cobren especial importancia en este contexto.
El MoMA neoyorquino ha sido, sin duda, una referencia a la hora de contar al público qué es el arte contemporáneo y cómo hay que escenificarlo; el Centre Pompidou lanza, desde su propia arquitectura, un mensaje de modernidad, pero de una modernidad irónica, transparente e intrincada; y los museos de arte contemporáneo más recientes nacen como espacios de reflexión y didáctica o cómo lugares para el ocio o el negocio, según los casos.
Puede que todos, o quizá los primeros en mayor medida que los segundos, continúen ensanchando nuestra visión de lo moderno y, en el camino, nuestra visión de lo pasado.
Sabemos que no existen certezas ni verdades únicas sobre lo reciente, pero aún sabiéndolo debemos buscarlas. Las buscan – esa es su esencia – los museos de arte contemporáneo.