La preeminencia alcanzada por el minimalismo en la moda desde la década de los sesenta, más que con tendencias, tiene seguramente que ver con circunstancias estéticas, artísticas y sociales que contribuyen a perpetuar ese estilo, que tiene en la abstracción su fuente conceptual, y sus referentes estéticos directos en la austeridad propia de la cultura japonesa y la funcionalidad moderna norteamericana.
Centrándonos en indumentaria, el minimalismo surgió como reacción lógica ante los excesos del hippismo (en los sesenta), el glam (en los setenta) y el punk (en los ochenta): supuso una ruptura respecto a aquellas corrientes que apostó por estrategias heredadas del movimiento moderno y el minimal art, como la ausencia de ornamentos o el uso de las nuevas tecnologías en materiales y tejidos. Se exalta, precisamente, la tela como materia prima, utilizándose una gama cromática restringida y líneas rectas, y se deposita buena parte de la responsabilidad de la belleza en la cosmética avanzada, la simplicidad y la sofisticación.
Para muchos, la presencia de la estética minimalista en la moda vino a traer una vuelta a lo clásico: el lenguaje de proporciones, geometría pura y la sencillez esquemática propio del arte más equilibrado de la Antigüedad; ese clasicismo, como no podía ser de otro modo, es revisitado. Desde un enfoque técnico y racional, se exploran las posibilidades que ofrece la ruptura con la historia, bajo el lema “la máxima reducción de elementos a la par del máximo efecto estético”.
Hablábamos de la influencia de la austeridad nipona: en el ámbito de la moda, los principios básicos de la cultura de Japón han mantenido estables sus bases, pese a ciertos cambios derivados del contacto con Occidente. Conviene recordar que la pureza es uno de los principios del sintoísmo y que la sencillez es uno de los ideales de la doctrina del zen; además, la economía de medios expresivos se extiende a tradiciones artísticas vigentes hasta hoy, como el haiku, el origami o la propia ceremonia del té, cuyo espíritu es dejar solo los elementos imprescindibles para mostrar la belleza esencial del objeto o la forma.
La convivencia armónica de tradición y modernidad es quizá uno de los rasgos más particulares de la sociedad japonesa actual, en la que el quimono continúa siendo prenda simbólica y prueba palpable de que el vestuario no ha sido ajeno a la tendencia de la cultura del país por la eliminación de elementos superfluos. Se trata de un traje de corte único confeccionado a partir de un tan, un trozo de tela de largo fijo y ancho idéntico que, tras sucesivos pliegues, se adapta a la forma del cuerpo. Es unisex, se usa día y noche y en multitud de ocasiones: cumple, por tanto, con muchos de los principios que el movimiento de inspiración minimalista buscaba a fines del siglo pasado. Para adaptarse a los modos de vida contemporáneos, sería reformulado por Issey Mikaye; pero en sus formas, no en sus claves estéticas, que se han exportado a países occidentales.
Un breve inciso: la influencia de Japón en las artes y otras disciplinas creativas en Occidente no es nueva: en la segunda mitad del siglo XIX, las reproducciones de grabados japoneses inspiraron a Van Gogh o Degas y es posible estudiar la historia del arte moderno nipón atendiendo a los vaivenes entre raigambre propia y modernidad venida del oeste. La llegada a París de Kenzo y el citado Miyake en los sesenta y la presencia de diseñadores como Kansai Yamamoto, Junko Shimada o Junko Koshino en los setenta profundizaron en la fascinación francesa por la cultura asiática; sin embargo, el trabajo de Yamamoto y Kawakubo (Comme des Garçons) marcaría el inicio de una puesta en cuestión de la moda tradicional de hombros anchos y tacones altos que había imperado en Europa durante décadas: sus diseños hacían ostentación de la modestia, basándose en envolturas austeras, zapatos planos y un maquillaje aparentemente nulo.
Miyake apostó desde un inicio por diseños simples, económicos y funcionales, en contra de los principios de la alta costura. Su capacidad de abstracción y síntesis se basaba tanto en la estética japonesa tradicional como en la moderna, y su concepción de la moda concedía primacía a los tejidos, lo que le llevó a servirse de nuevos materiales, desde el bambú a los metales, y de técnicas textiles de origen artesanal que, con su esfuerzo, devinieron procesos industriales.
Sus creaciones las entendía como objetos cuya pureza de formas los convertía en signos de vanguardia y en piezas atemporales; en éxitos comerciales y artísticos.
Yohji Yamamoto, por su parte, generó sorpresa y sobresalto en los ochenta. Proponía looks andróginos, contrapuestos a la imagen entonces dominante de mujeres rompedoras, anunciando una revisión profunda de los modos de concebir la moda occidental: sus propuestas, provocadoras y compatibles con la simplicidad japonesa, le otorgaron una identidad propia y giran en torno al movimiento y la funcionalidad, bajo la imaginación del creador y desde la perfección en el corte. Su visión purista y sobria no se limitó a la moda, sino que se extiende a todos los ángulos de la vida, un espíritu que transmite a sus equipos de trabajo y también a sus puntos de venta, espacios siempre minimalistas.
En cuanto a Kawakubo (Comme des Garçons), su obra está muy ligada a la de Yamamoto: los dos importaron la nueva imagen de un Japón vanguardista a la moda occidental al final de los setenta. Sus trajes rigurosos, carentes de cualquier detalle ornamental, destacan por la geometría de sus líneas y la belleza de sus tejidos, en combinaciones monocromas. Escultora del tejido dentro de un universo conceptual y austero, no descuida tampoco el detalle, y su estilo, como el de aquel, se mantiene también en sus tiendas, desfiles y publicaciones.
El otro gran referente de la moda minimalista es, como dijimos, la funcionalidad norteamericana. El llamado american style nació de la necesidad de contar con vestimentas simples, hechas a mano y de factura propia, destinadas al trabajo. La autosuficiencia era un valor fomentado por George Washington y consolidado en grupos sociales austeros y rurales, como los amish y los cuáqueros; además, la ostentación se desaprobaba en una nación, Estados Unidos, interesada en destacar su democracia incipiente, en la que la sencillez era una virtud. La uniformidad de las vestimentas laborales y militares, confeccionadas en denim, fueron las mayores influencias culturales del estilo americano, y sus mayores legados a la moda casual, los jeans o khakis.
Hablando de lo casual, la estética simplista, inspirada en las actividades al aire libre, marcó el origen de una moda espontánea y anónima que no tardó en extenderse en las ciudades y derivar en los looks urbanos. En los ochenta, los diseñadores americanos llevaron esta estética a sus extremos, introduciéndola en todos los horarios y ocasiones, desarrollando creaciones básicas de formas simples y detalles limpios que proporcionaban un aspecto menos formal y más funcional a la moda más estructurada. Nueva York fue la meca de esta tendencia y sus calles, un gran escaparate de moda minimalista.
Puede que el primer diseñador que plasmó de forma consciente y deliberada una sensibilidad minimalista en sus diseños, a este lado del mundo, fuera Zoran Ladicorbic, de origen serbio y más conocido como Zoran. Formado en arquitectura, orientó su producción a la eliminación de todo detalle, accesorio y complemento que restara sobriedad a las prendas y desarrolló un vestuario de estructuras básicas y colores neutros. La aparente simplicidad de sus creaciones exigía tanto una construcción compleja como tejidos de gran calidad.
Y a mediados de los setenta, saldría del anonimato Calvin Klein, cuya moda fue tan sofisticada como arrolladoras, en el fin de siglo, sus estrategias de comunicación. Su concepto de una moda simple, funcional y provocadora y su éxito entre jóvenes de poder adquisitivo medio-alto en las ciudades le llevó a crear un imperio, entonces pionero, en la venta de ready-to-wear, relojes, perfumes o moda interior.
Heredero de la tradición estadounidense en el diseño de ropa de trabajo y uniformes, comenzó sus primeras líneas de diseño con jeans y khakis; su acierto quizá resida en la incorporación de un toque de originalidad al tradicional funcionalismo, al desarrollar una estética deportiva que respondía a las exigencias contemporáneas e incorporar telas de alta resistencia y larga duración.
El american style de los setenta y ochenta llegó a la moda femenina de la mano de diseños que servían a una mujer activa: Donna Karan sería una de las encargadas de crear su guardarropa clásico. El suyo se compondría de ocho prendas imprescindibles y combinables entre sí que cabían en una maleta de mano, de estilo casual y en colores austeros; más adelante, diversificaría sus productos en jeans, ropa de hombre y niños, complementos y perfumes.
Marc Jacobs, entretanto, fue uno de los jóvenes diseñadores que entonces colaboraba con las tradicionales casas de moda, estrategia tanto de supervivencia comercial como de renovación. Él fue director creativo de Louis Vuitton, desarrollando para esa firma colecciones ready-to-wear llenas de simplicidad y referencias modernas, y un caso similar al suyo es el de Michael Kors, con Céline: su estilo divertido y práctico, de colores neutros y brillantes, resultó a algunos formalmente pobre y texturalmente lujoso. Impulsó productos simples y bien cortados en cachemir, seda o piel, a la par deportivos y elegantes.
La alternativa europea a aquellas décadas de excesos hippies, glam o punk sería igualmente purista y en colores neutros. Armani continúa siendo un heredero fiel de la sobriedad bella de línea italiana que, en el siglo XX, se manifestó tanto en máquinas de escribir como en coches. Tras colaborar en sus inicios con Nino Cerrutti, revisó en los setenta el concepto tradicional del traje masculino, introduciendo nuevas telas y combinando tonos neutros; en la variante femenina de su moda, ideó colecciones urbanas, dinámicas y de inspiración andrógina. Su sello, sofisticado que no ostentoso, se basa en el corte perfecto, las finas terminaciones y el rigor funcional, y los rasgos inconfundibles de línea italiana están presentes, asimismo, en Max Mara, en su estilo clásico y detalles impecables.
La alemana Jil Sander, por su parte, detectó la necesidad de modestia en la moda e hizo de ella su emblema: un purismo brutal y moderno define su trabajo, inspirado en la severidad del traje masculino. Trabaja con textiles de última generación, que proporcionan a sus diseños un look del todo moderno.
Cerramos con un español, Antonio Miró, fallecido el año pasado. Él mismo definió su minimalismo: Me gustan los objetos simples y útiles, elaborados a conciencia con materiales auténticos, para que me acompañen día a día y se hagan viejos conmigo… La ropa que yo diseño, cómoda y austera, cae bien y casi puedes olvidarte de que la lleves puesta.