Toulouse-Lautrec escribió, en una carta a su madre en 1886: Me gustaría contarte un poco lo que estoy haciendo, pero es tan especial, tan “fuera de la ley”, que papá sin duda me tildaría de marginado -he tenido que hacer un esfuerzo, porque (como bien sabes) contra mi voluntad estoy llevando una vida bohemia y no logro acostumbrarme a este ambiente-. Verme acorralado por una serie de consideraciones sentimentales, que a buen seguro tendré que dejar de lado si quiero conseguir algo, hace que me sienta más incómodo en la colina de Montmartre.
Tenía veintidós años, experimentaba un evidente conflicto interno respecto a su origen aristocrático y residía en… Montmartre, en la periferia norte de París, donde vivían entonces pobres, marginados, rufianes y prostitutas. Allí se podía sobrevivir y trabajar con poco dinero y sin inhibiciones, dos cualidades muy atractivas para jóvenes artistas y escritores, por eso no es de extrañar que cuando, a finales de 1881, el artista frustrado Rodolphe Salis fundó el cabaret Le Chat Noir, lo proclamase un cabaret artístico e invitase justamente a creadores, literatos, músicos… a utilizarlo como centro de operaciones.
Así lo hicieron: Le Chat Noir y su clientela, sobre todo los creadores cercanos a futuras corrientes como dadaísmo y surrealismo (Les Incohérents), impulsaron la consolidación de este barrio como nuevo foco de la vida artística y literaria de la capital francesa a comienzos de la década de 1880. En 1884, Salis declaró: ¿Qué es Montmartre? ¡Nada! ¿Qué debe ser? Todo.
En 1884, Salis declaró: ¿Qué es Montmartre? ¡Nada! ¿Qué debe ser? Todo.
En cuestión de diez años, su predicción se cumplió. Esa zona mísera y peligrosa de París acogería en este tiempo, además de a Toulouse-Lautrec, a Paul Signac, Bonnard; a intérpretes como Aristide Bruant o Yvette Guilbert, a escritores como Goudeau o Alfred Jarry, a compositores y músicos como Satie o Charpentier… Todos buscaban vivir gastando poco, trabajar en el barrio más bohemio de la capital francesa y evitar su centro burgués.
A los establecimientos de ocio que ya existían allí (el citado Le Chat Noir, el Cirque Fernando y las salas de baile Elysée Montmartre y Le Moulin de la Galette) se añadieron, en solo una década, el Divan Japonais, el Moulin Rouge, el Casino de París y una serie de cabarets artísticos como el Quat’z’Arts, o teatros experimentales como el Théâtre Libre. Hacia finales de siglo, cuando un muy joven Picasso llegó a la ciudad para visitar la Exposición Universal de 1900, había en Montmartre más de cuarenta locales de entretenimiento, casi el triple que en 1880. El lugar se había transformado, en muy poco tiempo, en corazón literario y artístico de París y los propios artífices de aquel ambiente cultural y lúdico lo mercantilizaron hasta el punto de que, irónicamente, la bohemia se convirtió en una atracción turística internacional.
Montmartre, el antiguo municipio a las afueras, quedó anexionado a la capital en 1860, convirtiéndose en su distrito XVIII. Quedó oficialmente delimitado por los bulevares de Clichy, Rochechouart y La Chapelle al sur, por el de Ney al norte, por las avenidas de Saint-Ouen y de Clichy al oeste y por la Rue d´ Aubervilliers al este, pero no todas las guías recogían esas divisiones. En 1900, una pensada para extranjeros indicaba: París tiene dos Montmartres: el Montmartre oficial, clasificado a efectos administrativos como el distrito XVIII (…), el otro es un Montmartre no oficial y arbitrario, cuyos límites cambian según estén en boga unos locales u otros, pero con el centro siempre en la Butte.
En realidad, su espíritu no podía acotarse geográficamente: se trataba de una actitud, una mentalidad renovadora que puede explicarse mejor a través de esas nuevas instituciones del entretenimiento o de su comunidad de artistas, escritores e intérpretes, o de los canales de promoción que allí surgieron y prosperaron durante las dos últimas décadas del siglo XIX y en los albores del XX. Definirlo no es fácil, pero lo intentaremos.
Montmartre era radical en lo filosófico y lo político, antiestablishment y antiburgués. Pese a ello, al final de la década de 1890, sus habitantes quedaron divididos por el caso Dreyfus, como el resto de la sociedad francesa; las ilustraciones creadas por sus partidarios (Ibels) y por detractores (Forain) reflejan esa abismal división de opiniones.
Los artistas, poetas y escritores que allí residían no mostraban su obra en los espacios habituales, aprobados por el gobierno para las muestras de arte académico, sino que lo hacían en cabarets, cafés concierto, circos, teatros experimentales o en la calle, en libros o revistas populares. Esa comunidad artística fue totalmente innovadora: adoptó estrategias contrarias a la tradición, como el humor, la ironía, la sátira, la parodia o los títeres a la hora de criticar la vida contemporánea y la condición humana en general. Y su tema preferido era la propia vida moderna en Montmartre: sus calles, locales y vecinos. Sus obras eran a menudo autorreferenciales, aunque obviamente no todos estos autores siguieron esa pauta; no encontramos alusiones a Montmartre en las obras simbolistas de Eugène Carrière, Feure o Maurice Denis.
Los miembros de aquella comunidad creativa proclamaban su independencia, su compromiso político y social y sus preferencias artísticas manipulando los medios de la pintura, la escultura, la estampación, el teatro y, después, el cine. En el caso de creadores visuales como Steinlen, Ibels, Toulouse-Lautrec, Van Dongen, Kupka o Duchamp, los nuevos procesos de impresión fotomecánica que habían ido evolucionando en el último cuarto del siglo XIX resultaron vitales para la difusión de su arte entre el gran público. Y el relato del Montmartre finisecular está estrechamente vinculado a la creación de materiales efímeros como carteles, ilustraciones para libros y revistas, diseños de partituras… Todas estas circunstancias permitieron que los artistas del barrio contribuyeran de forma tan singular al desarrollo del arte moderno a fines del siglo XIX y principios del XX.
En Montmartre descubriría Toulouse-Lautrec, del que comenzábamos hablando, un mundo muy alejado de la educación conservadora que había recibido, y participó en él. En su caso, fue importante apreciar el uso que los autores del grupo de Les Incohérents hicieron de la caricatura y de los medios impresos como vía para cuestionar el establishment francés y la tradición académica de la Escuela de Bellas Artes, a la que inicialmente el pintor tenía previsto acudir. Aquella carta a su madre evidenciaba que se encontraba en un punto de no retorno; había comprendido que su única posibilidad de éxito pasaba por rechazar los principios del academicismo y unirse al “enemigo” de su clase social, a los que Jean-Léon Gérôme llamaba “anarquistas del arte”.
Pero, ¿cómo nació ese espíritu de Montmartre? Tras la derrota de Francia ante Alemania en la guerra franco-prusiana (1870-1871), la Academia Francesa, y por tanto el arte académico, siguieron perdiendo su poder e influencia, ya bastante mermados por la Escuela de Barbizon y por Courbet, Manet y los primeros impresionistas. En los dos últimos decenios del siglo XIX, la nueva generación de artistas ganó en independencia y se volvió más experimental. Las exposiciones trascendieron los Salones oficiales y se organizaban en galerías de arte particulares y, en lugar de exhibirse obras que representaban mitologías o se adecuaban a un estilo clásico, los autores parisinos se interesaron más por la ajetreada vida contemporánea de París: bulevares, bares, cafés, cabarets, teatros, el circo…
Los paisajes naturales y urbanos se convirtieron en motivos dinámicos en manos de aquellos creadores, tanto los simbolistas como los realistas, mientras que el grabado, el cartelismo y la ilustración devinieron objeto de interés para la nueva generación fin-de-siècle. En esta etapa, los artistas que trabajaban en el ámbito periodístico realizaron contribuciones significativas al arte de vanguardia en París.
Si la época final del siglo XIX se llamó así, fin-de-siècle, por la filosofía decadente, la primera década del siglo XX se bautizaría como belle époque por la sensación imperante de optimismo y confianza. En uno y otro periodo, París fue el centro de actividad de numerosos artistas europeos y también el tema fundamental de sus obras.
Una de las tradiciones anteriores al fin-de-siècle, característica especialmente del Barrio Latino de París, era la del café como punto de encuentro de pequeños grupos de artistas y poetas con inquietudes estéticas similares para debatir y representar obras de forma espontánea. Gracias a la imaginación y las habilidades organizativas de Goudeau, fundador del colectivo de literatos y artistas Los Hidrópatas, esas tertulias casuales se convirtieron en ocasiones para la celebración y el entretenimiento colectivo, la colaboración y la promoción de autores que se esforzaban por ser “modernos”.
Fundado en 1878 y en activo hasta 1881, cuando pasó a llamarse Los Hirsutos, este grupo se anticipó en seis años al Salón de Artistas Independientes y contó entre sus filas con Jules Lévy, Allais, Champsaur, Eugène Bataille, Georges Lorin, Charles de Sivry, Maurice Rollinat o los artistas Émile Cohl y Mesplès, así como con el caricaturista André Gill. Sus retratos e ilustraciones satíricas, siempre mordaces, se publicaban en La Lune y L´Éclipse y le granjearon el respeto de los republicanos liberales y de los líderes de la vanguardia, que lo consideraron sucesor de Daumier.
Como el mismo Goudeau explicó, detrás de la fundación de Los Hidrópatas estaba el fumisme, una suerte de humor irónico, a veces macabro, basado en el escepticismo y el desprestigio de la hipocresía de la sociedad. Hay que recordar que en 1870-1871, además de la derrota en la guerra, se produjo la caída del Segundo Imperio, el advenimiento de la Tercera República y la masacre de casi 25.000 miembros de la Comuna de París. Ese año, además, se abrió una fisura en el seno de la comunidad artística y literaria entre antiguos y modernos. Goudeau, un moderno, declaró que “se sentía uno algo revolucionario en el clan de los nuevos, de los de después de la guerra; era como si hubiese dos periodos perfectamente diferenciados y separados por un foso”. El concepto de vida moderna, ensalzado primero por Baudelaire en 1859, se benefició en buena medida de la desaparición del Segundo Imperio y de los consiguientes cambios sociales y económicos; Goudeau definiría la modernidad como “la búsqueda del momento presente, del momento fugaz, en detrimento de leyendas antiguas y recitales medievales”.
En 1886, en la novela Sol, de Paul Adam, la joven novia Martha Grellon, de luna de miel en Venecia, le contaba a su esposo, el escritor Luc Polskoff, lo reconfortante que le resultaba estar en la ciudad, con su arquitectura antigua y sus siglos de historia. La respuesta de él la desconcertó: Empezó a elogiar la modernidad; le entusiasmaban los coches de caballos, los barrenderos, las calles de asfalto mojadas por la lluvia.
Y en la edición definitiva de la novela Dina Samuel (1889), Champsaur tituló el prólogo Le Modernisme y enunció: La modernidad no es una innovación sino una vuelta al realismo. En este siglo, Balzac fue el gran visionario moderno; vio lo que había a su alrededor, su obra se inspira en la vida. Esta obra es un primer intento por parte de un miembro de la joven generación de escritores y artistas de la posguerra franco-prusiana de documentar las extravagancias sociales y artísticas del París contemporáneo, pero centrándose cada vez más en la comunidad literaria y artística de Montmartre.
Cuando los hidrópatas se trasladaron allí a finales de 1881 y hallaron su hogar en el recién inaugurado Le Chat Noir, Montmartre se convirtió en el principal escenario de la modernidad parisina en detrimento del Barrio Latino y en conflicto con los antiguos.