No se encuentra entre los escultores más celebrados del fin del siglo XIX —el prestigio de Rodin opacó a muchos autores de su generación— pero sí es uno de los más interesantes. Medardo Rosso, nacido en Turín en 1858 —y fallecido setenta años después en la cercana Milán— desarrolló una producción escasa, pero sí rupturista, sobre todo desde que tempranamente abandonó su país para alejarse de su tradición académica y encontrar en Francia un mayor cosmopolitismo.
Muy pronto estudió dibujo y se empleó como aprendiz de marmolista hasta poder ingresar, en 1882, en la Academia de Brera milanesa, pero su carácter rebelde hasta lo revolucionario, que se manifestaba tanto en sus ideas sobre enseñanza artística como en las políticas, lo condujo a la expulsión del centro. Pudo participar en algunas muestras, tanto en Italia como en Austria o Inglaterra, antes de trasladarse en 1889, como avanzamos, a París, donde estableció contacto con los artistas de vanguardia y expuso en la Exposición Universal de 1900 y en el Salón de Otoño de 1904. En este último caso, sus propuestas se confrontaron con esculturas del mencionado Rodin, presentes estas últimas a través de fotografías: la crítica debatía entonces cuál de los dos podía considerarse el mayor renovador de esta disciplina en el cambio de siglo, una rivalidad que parecen refrendar sus relaciones complejas.
Sería en 1920 cuando el italiano regresó definitivamente a Milán, donde falleció ocho años después, tras conocer cierto éxito gracias al apoyo de los futuristas; tiempo más tarde se inauguraría, con el impulso de su hijo Francesco, el museo que lleva su nombre en Barzio, en las cercanías del lago Como.
Tan tempranamente como en 1883 comenzó Rosso a esquivar la representación mimética de sus motivos para hacer hincapié en su labor, casi lucha, con la materia; y también en la importancia de sus procesos, al idear durante años diferentes representaciones de un mismo tema, en diversos materiales (cera, bronce, yeso) y en un continuum que podría no tener fin, quedando abierto a ojos del espectador. Sus piezas se relacionan entre sí y con el espacio, como atestiguan las fotografías tomadas en su tiempo.
Sus modelos más habituales no eran figuras históricas conocidas ni colegas intelectuales, sino los individuos anónimos a los que Baudelaire se había referido como héroes de la vida moderna: gente común, habitualmente mujeres y niños, con quienes posiblemente coincidía a menudo; ese interés no era nuevo -los llevaron contemporáneamente a la pintura Toulouse-Lautrec o Degas, entre muchos otros-, pero, a diferencia de aquellos, Rosso no componía con ellos escenas, sino que buscaba transmitir ideas fugaces, impresiones mentales que seguramente esas personas le habían sugerido, como la inocencia, la vulnerabilidad o el desamparo. Y más que esculpir esas sensaciones efímeras, pretendía abstraerlas en composiciones susceptibles de generar desarrollos más extensos, volviendo sobre ellas una y otra vez.
Si entre sus referentes más tempranos se encontró el colectivo de pintores milanés de la Scapigliatura, en París conoció, además de a Rodin, a Modigliani y al citado Degas, y también le interesaron las primeras investigaciones fotográficas de Nadar y Muybridge, hasta el punto de que él mismo incorporó esa disciplina, la de la foto, a su modo de trabajar.
Hasta mediados del siglo XIX se concebía la escultura como expresión de lo inmutable a partir de la masa y el volumen, pero Rosso, como sus pintores coetáneos, buscó la desmaterialización de sus piezas, que creaba desde el recuerdo de lo contemplado y no ante modelos que posaran para él. La luz que repercute sobre sus trabajos, el espacio en que se sitúan y la cantidad de materia de la que parecen brotar diferencia obras que podrían parecer muy semejantes entre sí y que ideó para que contemplásemos únicamente desde la frontalidad: sus grupos temáticos no presentan modelado en la parte trasera, aspecto que determina ese punto de vista (permiten solo una perspectiva), así como la altura desde la que podemos observarlos y su imbricación en el entorno, en contraste con la escultura anterior. También pintor, sus piezas en tres dimensiones parecen acercarse a las dos, a veces a la abstracción, e inevitablemente nos harán pensar en ese sentido en creaciones de Alberto Giacometti, Constantin Brancusi o Lucio Fontana. Se dice que Degas, al ver su foto de Impressione d´omnibus (único testimonio que queda ya de esa obra), creyó que se trataba de la imagen de una pintura y no la de una escultura.

Eligió el italiano un tratamiento experimental del material: si en el siglo XIX la elaboración de las obras en bronce, partiendo de modelos de arcilla o cera, quedaba a cargo de artesanos especializados, él intervenía en todas las fases de su proceso de producción y presentaba como trabajos finalizados lo que antes eran etapas intermedias (del mismo modo que los lienzos impresionistas eran tenidos por bocetos por un público conservador).
El citado conjunto Impressione d´omnibus (1884-1885), destruido cuando viajaba a Venecia para formar parte de una exposición, contenía cinco tipos locales, comunes y no privilegiados, que viajaban en tranvía; Rosso llevó sus fotografías a París y allí pudo trabajar en fotomontajes con ellas y también exhibirlas, en el citado Salón de Otoño de 1904.

Una década posterior es su Corredor de apuestas (1894), que ha querido identificarse con Eugène Marin, yerno del que fue uno de los mayores coleccionistas de Rosso, Henri Rouart. Puede que el artista se hubiera fijado en él en el hipódromo de Auteuil, llevando binóculo y bastón, y lo representó surgiendo de una masa casi informe de materia, como es una constante en sus composiciones. Carece la pieza de peana, porque el italiano prescindía de ellas para no aislar las suyas del espacio: si encontramos sus obras sobre dichas peanas, serán posteriores; a lo sumo empleaba taburetes cuando se requería una contemplación a una altura concreta.
La diagonal de la figura refuerza su inestabilidad y posiblemente antecede las Formas únicas de continuidad en el espacio de Boccioni, además de dar lugar a una continuidad visual, una ausencia de fronteras entre escultura y espacio.

La primera de las obras de Rosso que podemos entender que guardaba relación con su vida personal fue Aetas Aurea (1885), que llevó a cabo el mismo año en que nació su único hijo, Francesco, y que presenta la fusión en un beso de los rostros de una mujer y un bebé. No percibimos aquí, sin embargo, el sentimentalismo habitual de las maternidades, sino la captación de un instante leve, cotidiano e íntimo; los habrá similares en años posteriores y quizá tengan que ver con la temprana separación del artista de su vástago, al finalizar la relación con su esposa Giuditta Pozzi. Hablamos, una vez más, de una obra semejante a un relieve con un reverso sin trabajar y elaborada en cera sobre yeso. El modelo de cera se convierte en el estado final; la figura fragmentaria con las aristas exteriores rotas y aquel reverso vacío son elementos característicos del artista.
Pese a dicha fragmentación (consta la obra de la cabeza y el brazo de una madre y la cabeza de un niño), el observador reconoce enseguida que la primera consuela al segundo, que llora, y acaricia su rostro. Los límites entre ambas figuras se diluyen hasta fundirse en la caricia.
Junto al Corredor de apuestas, otros de los escasos modelos identificados de este artista fueron la cantante de cabaret Bianca Garavaglia (conocida en el París popular como Bianca di Toledo) y el mencionado Henri Rouart. A la primera la esculpió, bajo el título de La Rieuse, en 1890, y sabemos que una de sus versiones perteneció a Rodin, quien se la intercambió por su Torso de 1879. Son varios los trabajos en los que profundizó en la captación de la risa y en la raíz de la emoción que la genera; en las fotografías que acompañan esta serie detectaremos, además, su deseo de suscitar dinamismo al disponer los rostros uno junto a otro, como si se tratara de una secuencia fílmica.

En cuanto a Rouart, su amigo y benefactor casi desde que llegó Rosso a París, le brindó un bronce, desconocemos si por encargo o como regalo. Destaca en esa pieza la desproporción entre la cabeza y el cuerpo, que ha suscitado comparaciones con los retratos de Giacometti de pequeñas cabezas y torsos aplanados y con las investigaciones espaciales de Fontana. Gracias a Rouart pudo conocer Rosso a Degas, muy interesado, como él, por los avances de la fotografía.

Pero quizá los mayores protagonistas de sus trabajos son los niños, como su Bambino al sole (1891-1892), en el que quiso mostrar el efecto de la luz sobre los tonos del rostro de un pequeño, pero también la combinación en él de zonas lisas y rugosas, con alguna voluntad pictórica. En sus distintas versiones lo modeló en cera, bronce o yeso, valiéndose de componentes de diversos tonos, oxidaciones o aleaciones para que el propio material pudiera evocar esas huellas lumínicas.
Otro de sus pequeños es Ecce Puer (1906), un retrato del nieto del comitente de la obra, el coleccionista e industrial inglés Ludwig Mond. No le gustó, por lo que Rosso la retituló; se trata de su último tema original (en adelante solo se ocuparía de versiones) y en él el rostro parece evaporarse en favor de la emoción, de su gravedad y de la recreación del peso de la luz en la percepción. Giovanni Anselmo llegó a afirmar que esta escultura se niega y se cancela a sí misma, pero en todo caso prueba la voluntad de su artífice de expresar que el arte, distinto del mundo, puede y debe guiar la mirada del espectador y demostrar lo no evidente, más allá de lo ilustrativo.

BIBLIOGRAFÍA
Karin H. Grimme. Impresionismo, Taschen, 2008
Gloria Moure, Maria Elena Versari. Medardo Rosso. Pionero de la escultura moderna. Fundación MAPFRE, 2023