A priori parecen tener poco en común, pero algo enlaza a Gauguin y su gusto por lo exótico, a Van Gogh y su querencia por los humildes olvidados, a Ensor con su moralismo alucinado y a Munch y su rebeldía, su atención a las emociones escondidas. Sus posiciones se alejaban del decadentismo lánguido de los simbolistas, pero también del eufórico de los futuristas: adoptaron una actitud de rebelión crítica ante la sociedad, rebelión que seguramente era individual pero que compartía la ausencia de nostalgia del pasado y la disconformidad con lo vigente.
Su exotismo, como el de otros artistas de vanguardia, surgía de un rechazo activo, bastante radical en los primeros años del siglo XX: tanto que, en lo artístico, se llegó a repudiar la tradición figurativa de Europa Occidental. En esa actitud contestataria, vinculada claramente al contexto histórico, hunden sus raíces las investigaciones poéticas de la vanguardia auténtica, su aspiración a un estado de pureza y el deseo de encontrar un lenguaje virgen, ajeno a tradiciones contaminadas y oficialismos.
Ese espíritu impregna algunos escritos de Rimbaud: Me parecían risibles las celebridades de la pintura y de la poesía modernas; me gustaban las pinturas idiotas, los decorados de los saltimbanquis, las ilustraciones populares; me gustaba la literatura fuera de moda, el latín de iglesia, los libros eróticos sin ortografía…
Puede que esta confesión fuera la primera formulación de una poética que definió a los pintores y escultores llamados primitivos o ingenuos, una orientación que brotó en Francia y se extendió por Europa. Es cierto que artistas que podamos calificar así siempre los hubo, pero, antes de que se abolieran las corporaciones, quienes sentían inclinación por la pintura entraban en algún taller y, tras un obligado aprendizaje, olvidaban esa ingenuidad para transformarse en profesionales.
Ahora no: a fines del siglo XIX y principios del XX, los artistas ingenuos se multiplican, pero esa circunstancia no explica del todo el éxito inesperado que estos pintores obtuvieron: hemos de mirar al contexto convulso, a una tensión que demandaba paz. Como la que encontramos en los mundos de Rousseau o la que Gauguin fue a buscar a las Marquesas.
El primero encontró su oasis por gracia espontánea, ignorando las problemáticas de su tiempo: sus obras transmiten frescura, libertad espiritual… Representan la evasión a una fábula humana, a un reino sin tensiones ni violencia; de ahí su éxito. Su figuración es libre, sigue una fantasía sin prejuicios; se deja llevar por aquello que el arte oficial cercenaba: espontaneidad, pureza, sinceridad. Así, Rousseau abrió la puerta de la historia del arte a todos sus hermanos primitivos, incluso a los que le habían abierto a él caminos: Bauchant, Blondel, Camille Bombois, Déchelette, Metelli o Maurice Utrillo.
En esta senda de exaltación de la poética de la evasión se llegó a la valoración, quizá hiperbólica, del dibujo infantil y de los trazos de los alienados. Todo lo que podía ayudar a los artistas a alejarse de las reglas de una cultura comprometida era acogido y utilizado por ellos. Los paraísos verdes e infantiles de los que habló Baudelaire también fueron, así, otro asilo, otro refugio.
Por motivos semejantes se desarrolló un gran interés por el arte arcaico. Las excavaciones de los primeros años del siglo XX sacaron a la luz tesoros primitivos que fascinaron a muchos por su expresividad hierática: todo lo que era bárbaro, lo que no era Grecia clásica o Renacimiento ni tradición vinculada a él, atraía con fuerza por lo que suponía de oposición al arte oficial y de impulso a la escapada.
En este sentido, la mayor influencia en los artistas europeos la ejerció la escultura negra. Francis Carco escribió, en 1927, que Vlaminck descubrió en Bougival, hacia 1907, una escultura negra. La llevó al estudio de Derain, entonces su amigo inseparable y, colocándola en un caballete, dijo: Es casi tan bella como la Venus de Milo. A lo que Derain respondió: No, es igualmente bella.
Fueron a pedir opinión a Picasso, que remató la faena: Los dos estáis equivocados, es más bella.
Vlaminck dijo de una escultura negra que era casi tan bella como la Venus de Milo. Derain, que era igualmente bella. Picasso los corrigió: la superaba.
Otros historiadores creen que quien encontró esa figura fue Matisse, que habría comprado un fetiche africano en la Rue des Rennes. Hay que recordar que entonces no se hacían demasiados distingos y se llamaba arte negro tanto a la escultura africana como a la oceánica, sobre todo a la de Polinesia, que solían traer a Europa los mercaderes coloniales franceses.
Las diferencias se marcarían después; lo que entonces importaba era la fascinación ante una visión nueva. Apollinaire escribió para Zone: Tú caminas hacia Auteil, quieres regresar a casa a pie/ para dormir entre tus fetiches de Oceanía y de Guinea;/ Son los Cristos de otra forma y de otra fe,/ son los Cristos inferiores de las oscuras esperanzas.
Algunos pintores, como los cubistas, obtuvieron del arte negro, sobre todo, lecciones formales: se dejaron sacudir por la fuerza de la síntesis de las máscaras y fetiches negros, por encima de cualquier valor plástico, y optaron por trabajar con dibujos más definidos y marcados, con estructuras más firmes. Encontraban en estas piezas un vigor extremo: el procedimiento narrativo se reducía en ellas a lo esencial; no describían emociones, sino que las enunciaban sin fragmentarlas o dispersarlas en emociones menores. La simplificación era máxima: planos anchos, volúmenes netos, deformaciones someras.
Para los expresionistas, el significado del arte negro fue otro: encontraron en sus estatuas y máscaras potencias oscuras, el terror de la naturaleza, la tristeza primitiva de la muerte… Un sentimiento trágico de la existencia que ellos también querían expresar.
En el fondo, en esa visión de la escultura negra hay prejuicios: los artistas europeos proyectaban sus propios problemas, los que más les angustiaban, sobre esas piezas. Pero, de un modo u otro, la influencia de este arte en el occidental fue duradera, y poetas como Apollinaire y Tzara contribuyeron a ello. Dijo el último: El arte, en la infancia del tiempo, fue plegaria. Madera y piedra fueron verdad (…). ¡Cómo resbalan geométricamente los elementos cósmicos!.
En mayor o menor grado, el exotismo, el arte negro, lo arcaico o lo infantil sedujeron a artistas de toda Europa: Léger, Kirchner, Modigliani, Nolde, Brancusi, Klee, Picasso, Miró… por su pureza y lejanía, pero también en su distancia de los modelos figurativos de la tradición europea. No les guiaban el capricho ni la excentricidad, sino graves motivos y, de los síntomas aislados e individuales de rebelión, se pasó a organizar esta en movimientos: expresionismo, dadaísmo y surrealismo por un lado y cubismo, futurismo y abstracción por otro.