Que la creación de un entorno más bello pueda dar lugar a seres humanos más nobles o felices es una aspiración, nada nueva, de muchos artistas y de casi todos los arquitectos y esa idea se encontraba en las bases del movimiento De Stijl holandés, el suprematismo ruso y el posterior constructivismo, que podríamos llegar a entender como intentos de transformar el mundo a partir de un arte normativo y funcional. Salvo Malevich, quienes participaron de esas corrientes rechazaron las nociones habituales de las bellas artes como suficientes en sí mismas e imaginaron un arte universal y colectivo, destinado a todos y lejano a la subjetividad y el individualismo, muy distante de las asociaciones ilógicas del surrealismo.
Suprematismo y constructivismo tendían a lo absoluto y al infinito, el primero desde un enfoque próximo a lo místico y el segundo acercándose a lo tecnológico y mirando al futuro, mientras De Stijl se orientaba hacia terrenos muy definidos y delineados, pero en cualquier caso los creadores vinculados a estas tendencias trataron de buscar el mayor bien para la mayoría, propósito que reflejaban simbólicamente en sus obras.
Pese al pensamiento asentado de que, en las primeras décadas del siglo XX, vertebraban Europa dos culturas distintas y ajenas, este y oeste no dejaron de influenciarse: las obras francesas compradas por los coleccionistas rusos influyeron mucho en la vanguardia rusa, al igual que la pintura abstracta occidental sería muy distinta sin el mismo Malevich, Kupka o Kandinsky, y De Stijl sin el constructivismo y el suprematismo. Asimismo, las creaciones de muchos emigrados del este que adquirieron celebridad en Occidente se nutren, claro, de tradiciones de la esfera rusa: es el caso de las producciones del escultor rumano Brancusi, de Chagall, llegado a París justamente desde Vítebsk, del polaco Roman Opalka o de los Kabakov.
La ausencia, hasta hace unas décadas, de arte del este de Europa en nuestros museos y la fácil asimilación de las creaciones de esos autores en los ambientes culturales occidentales, hace un siglo, dificultaba apreciar esas relaciones, pero las vanguardias de aquí y de allí no pueden separarse. Una década antes de la Revolución de octubre, Morozov y Shchukin llevaron piezas de Cézanne, los fauvistas, Gauguin y los cubistas a Rusia y creadores rusos se trasladaron, ya hemos puesto ejemplos, a Francia y Alemania.
Habría consecuencias: Kandinsky se encaminaría a la abstracción completa, Chagall nos dio concreciones visuales de los mitos y leyendas judíos y Archipenko y Tatlin, posterior diseñador del Monumento a la Tercera Internacional, alumbraron las primeras esculturas, relieves y objetos abstractos, en el caso del segundo como fruto de su atención a los collages de Picasso y su tratamiento del espacio.
El primer arte programático de origen ruso surgió en 1911 de la mano de Larionov, fundador del rayonismo, estilo derivado del futurismo y el cubismo que buscaba la liberación del color y las formas. Rayos de color y manchas, líneas de fuerza de los futuristas, se disponían autónomamente respecto a sus motivos en obras que, en inicio, prescindían de la figuración. Fue en 1913 cuando se publicaron los movimientos rayonista y futurista.
En colaboración con Natalia Goncharova, su esposa, quien se acercó a la abstracción pero quizá no tanto como él, continuó Larionov pintando en un estilo figurativo pero de formas simplificadas y diseñó decorados para los ballets de Diaghilev. Sus ideas tendrían larga influencia entre los artistas rusos.
Como Tatlin, Malevich conoció de cerca su labor, pero lo superaría en osadía y virtud en sus diseños, pasando a la historia como iniciador del suprematismo, el movimiento que dio supremacía, valga la redundancia, a los elementos básicos de la pintura (el color y la forma) sobre la representación de los fenómenos visibles; él se refería a la supremacía de la sensación pura, expresión que evidencia la tendencia romántica de su pensamiento creativo, excluyendo considerar sus imágenes como el fruto de un discurrir solo intelectual. Aunque le interesaba la belleza de las formas matemáticas, buscaba dotarlas de una emoción profunda que vinculaba a “la solemnidad del universo”, en sus palabras; quizá por eso las texturas vibrantes de sus lienzos parecen prolongarse al infinito y con él conectan también sus signos visuales concisos.
Conjugó precisión científica (sus trapezoides y elipsoides parecen beber de Tatlin) con la invocación de una nueva era, que entendió que podía desearse y formularse pero no alcanzarse. Fue Malevich el primero que trató de conseguir, en serio, una pintura absoluta, ajena a referencias objetivas: buscaba “una nueva realidad de color, entendida como una creación pictórica no objetiva. Las formas del suprematismo tienen la misma vida que las de la naturaleza. Este es un nuevo realismo puramente pictórico porque la realidad de las montañas, el cielo y el agua está ausente. Toda forma real es un mundo y toda superficie pictórica pura está más viva que un rostro pintado desde el cual miran fijamente un par de ojos y una sonrisa”. Fue, además, uno de los primeros autores en encontrar posibilidades expresivas al vacío.
Antes, admirando a Vuillard, Bonnard, Vallotton y los nabis, había cultivado sendas cubistas y fauvistas incorporando al trasfondo de sus obras referencias al folclore de su país. Empleó tonalidades densas y luminosas, formas poderosas y cierto humor que se ha asociado con Gogol. Con el tiempo, sin embargo, la conformación de sus figuras y naturalezas se condensó hasta reducirse estas a abstracciones que generarían un orden pictórico autónomo, poniendo las bases suprematistas.
De 1913 data su Cuadrado negro sobre fondo blanco, expuesto en 1915: fue uno de los primeros lienzos que, en el siglo XX, pusieron de relieve la separación última de los artistas respecto al mundo exterior. Se convertiría en un icono ascético que llevaría a Malevich al borde de la nada, la que casi alcanzó en 1917 con su Cuadrado blanco sobre fondo blanco.
Este tipo de trabajos influirían mucho en Clifford Still, Yves Klein y, claro, los pintores monócromos: Manzoni, Robert Ryman… y sus triángulos, cruces, rectángulos y trapezoides serían interpretados como signos espirituales o mágicos suspendidos en un espacio sin fin. Su tendencia al dinamismo y al infinito distingue su producción de la de De Stijl, cuyas obras se compusieron en base a un plano delimitador, y su lirismo reflexivo (Yo no he inventado nada, dijo, solo he sentido la noche dentro de mí y he percibido el nuevo tema que llamo suprematismo) contrasta con la funcionalidad de sus modelos arquitectónicos, en los que se fijaría Lloyd Wright.
BIBLIOGRAFÍA
Varios autores. Arte del siglo XX. Taschen, 2012
Kazimir Malevich. El mundo no objetivo. Editorial Doble, 2019