Corría 1589 cuando Lavinia Fontana firmaba La Virgen del Silencio, obra relacionada con el Monasterio de El Escorial que le sirvió para consolidar la notoriedad con la que ya contaba como pintora. No conocemos en qué circunstancias se produjo el encargo, pero no resulta extraño que recayese en una artista de Bolonia, porque la corte española contaba con lazos estrechos con esa ciudad y allí se había desarrollado ampliamente una corriente artística contrarreformista, en buena medida gracias al impulso del cardenal Paleotti, decisivo en la imposición de los principios de Trento. El propio Paleotti es el autor de Discorso intorno alle immagini sacre e profane (1582), texto fundamental en torno a las imágenes religiosas elaborado con el consejo de san Carlos Borromeo.
En él se consideraba a los artistas predicadores del pueblo, responsables de que las imágenes fueran vehículos de fe capaces de conmover. Sería un tratado fundamental, sobre todo para los pintores boloñeses, que evolucionaron desde el clasicismo manierista propio de la primera mitad del siglo XVI hasta fórmulas naturalistas como las de los Carraci o Guido Reni. Justamente, la producción de Lavinia Fontana entronca con esa transición que alejó a la pintura de sofisticaciones compositivas en favor de la claridad narrativa y de la sugestión de emociones. Sobre ella escribió Andrés Ximénez, autor de una de las mejores descripciones de El Escorial: fue hija de Próspero Fontana, pintor famoso en Bolonia, de quien aprendió el arte con perfección: fueron sus pinturas celebradas por su estilo apacible y blando; y por la especialidad de ser mujer y haberse elevado sobre el curso regular de todas, que solo tienen por materia propia de sus dedos y manos la lana y lino, como lo insinúa Salomón. En la Iglesia Antigua de esta Casa hay una pintura suya muy delicada y vistosa, de nuestra Señora, San Juan, San Joseph y el Niño dormido sobre unas almohadas, y la Virgen levanta un lienzo con mucha gracia para mostrarle: es Quadro de buena invención y gusto.
Alaba La Virgen del Silencio al tiempo que se explaya con extrañeza sobre su autoría femenina y, al referirse a su “buena invención”, alude a su composición para atraer al creyente y hacer amable una escena que representaba la prefiguración del sacrificio y la muerte de Cristo. Esta pintura contó con derivaciones en nuestro país y, en cuanto a sus influencias, bebía de Rafael y Sebastiano del Piombo, pero también de las enseñanzas de Próspero Fontana y las recomendaciones de Paleotti.
Cuando trabajó en esa imagen, contaba ya Lavinia con su propio taller y, aparte de obras religiosas en gran formato, desarrollaba pinturas mitológicas y retratos. Además de en Bolonia, trabajaba asiduamente en Florencia y Roma.
Bautizada en 1552, procedía de una familia no noble, pero sí reconocida en el ámbito aristocrático e intelectual de Bolonia. No tenemos constancia del tipo de educación que recibió, pero es probable que su formación estuviera acorde a las recomendaciones de Castiglione y a las ambiciones paternas, patentes en la misma elección de su nombre (Lavinia era el nombre de una matrona virtuosa de la Roma clásica que murió en defensa de su castidad). Sabemos también que la casa familiar se convirtió en lugar de encuentro de personalidades de la Iglesia, las letras, la ciencia y la Universidad de Bolonia.
A partir de la década de 1560 la actividad pictórica de Próspero comenzó a declinar (en 1555 murió uno de sus mayores benefactores, Julio III) y fue entonces cuando decidió potenciar la formación artística de su hija. Es posible que su aprendizaje inicial transcurriera en el hogar, pues sus primeros trabajos conocidos se fechan en los setenta: son pequeñas obras devocionales, sobre tabla o cobre, que le servían como ensayos compositivos. En ellos introduce los que serán rasgos de su pintura: contrastes lumínicos, colores saturados, notas de arqueologías y paisajes…
Del inicio de esa década de 1570 data su Sagrada Familia en la Gëmaldegalerie, cercana a Correggio y definida por toques menudos; siempre interesaron a Lavinia los detalles. En otras pinturas, la huella de Próspero es decisiva, por ser su fuente de inspiración directa o por repetir modelos y colorido; en alguno es posible el trabajo conjunto.
A veces también alude a Sofonisba Anguissola de forma directa; es el caso de su Autorretrato tocando la espineta, cuyos elementos fundamentales remiten al Autorretrato de aquella en la colección Spencer. Hay que recordar que Anguissola representaba en esas fechas el modelo de dama de la pintura, al que Fontana seguiría añadiendo notas propias; si Amilcare Anguissola vio en el talento de su hija una oportunidad para el bienestar de la familia, Próspero también encontró en el de la suya un medio para prolongar la vida de su taller y del sustento familiar.
La apertura de caminos de Anguissola podía amparar los pasos de otras artistas, sobre todo en Bolonia, que ya había conocido los casos tempranos de Caterina Vigri o la escultora Properzia de´Rossi (fuera de la ciudad, podemos citar a Barbara Longhi o Diana Scultori Ghisi).
Al margen del talento… una mujer debía entonces ser virtuosa conforme a las convenciones del momento y sugerir respetabilidad si pretendía desarrollar una profesión propia fuera del ámbito doméstico. Al referirse, en 1678, a Lavinia Fontana, Carlo Cesare Malvasia incide en que, pese a su fama y su reputación en Bolonia, no cayó en la soberbia sino que se mostraba humilde. Contrajo matrimonio, además, con un hombre acomodado: Giovanni Paolo Zappi, hijo único de una familia enriquecida de comerciantes que intentó, sin éxito, formarse en el taller de Fontana. Il Cielo non lo volea Pittore, decía Malvasia.
Después de casarse, Lavinia continuó desarrollando una activa carrera basada en la producción de retratos y composiciones religiosas. Con los primeros logró fortuna entre la sociedad boloñesa y romana; el citado Malvasia comparó su éxito con el de Van Dyck o Justus Sustermans.
Para sus efigies sedentes retomó las fórmulas y los atrezos teatrales de Passerotti, notable retratista boloñés conocido por perspectivas que prolongaban el escenario de las representaciones mediante un vano abierto al fondo, artificio que introducía juegos lumínicos y volúmenes que contrastaban con los perfiles de las siluetas del retratado. Ese recurso lo vemos en el propio Autorretrato tocando la espineta, pero también, y con más pericia, en el Retrato de caballero (Senador Orsini) o el de Constanza Alidosi, datado hacia 1595. Ella era una de las damas más aclamadas de Bolonia y su figura se dispone en escorzo, en una suerte de reposo activo; destacan también la complejidad del fondo y el alarde indumentario, las numerosas joyas, flores y la presencia del perrito faldero presente en numerosos retratos de damas.
Hemos de fijarnos también en las telas de La visita de la reina de Saba al rey Salomón, en realidad friso de retratos de las damas aristocráticas de Bolonia, exhibición de boato ante la visita de Vincenzo Gonzaga y Eleonora de Medici.
Sus fuentes y recursos en este tipo de obras fueron muy diversos. En el elaborado retrato de La familia Gozzadini ahondó en las propuestas formales del género en su modalidad sedente, introduciendo complejidad simbólica al incluir dos miembros fallecidos antes de la realización del cuadro. La disposición jerárquica y la gestualidad de cada figura convierten la composición en una suerte de cuadro de altar para el “culto” de una de las familias más prominentes de Bolonia.
Las fórmulas tardomanieristas de aquel conjunto se diluyen en su Retrato de familia, que nos presenta una escena doméstica de un grupo burgués y recupera soluciones de Passerotti, en línea con el naturalismo y la espontaneidad que cultivaba entonces Ludovico Carracci, que había tenido trato con Próspero Fontana. Ambos trabajaron en un altar para la Capilla del Rosario de la iglesia de San Domenico, junto a la propia Lavinia y otros autores; la inclusión de la artista pone de relieve su posición artística en Bolonia y nos muestra que también se ocupaba de obras para espacios públicos, significativa novedad en la historia del arte.
Desde los ochenta se encontraba ya sumida en la ejecución de cuadros de altar de tamaño considerable: en cuarenta años de carrera, pudo realizar algo más de veinte, incluyendo algunos en Roma, su último destino desde, al menos, 1604. El número puede parecer pequeño en relación con los encargos que recibieron otros pintores de su generación, pero es un enorme logro para una pintora que, además, se adentró en terrenos hasta entonces inhóspitos para una mujer, como el de la pintura mitológica (por requerir la inclusión de desnudos). Algunas de sus composiciones, incluso, desafían los límites de lo erótico.
En 1611, tres años antes de la muerte de la artista, Felice Antonio Casoni acuñó en Roma una medalla celebrando su fama (medio siglo antes se hizo lo mismo, en Cremona, con Anguissola). En la de Fontana vemos su efigie en el anverso; en el reverso, se subrayaba su dedicación a través de una personificación de la pintura, con los atributos y símbolos mencionados por Cesare Ripa en su Iconología y un verso de Petrarca: Por ti un estado jubiloso se mantiene. De algún modo, si Sofonisba Anguissola posibilitó la práctica artística de las mujeres y forjó un mito femenino que perdura, para Lavinia Fontana la pintura fue, de modo natural, su modus vivendi y se convirtió en la primera mujer en ser reconocida como profesional, traspasando muchas fronteras.