Formó parte de Die Brücke, el primer grupo de expresionistas alemanes, cuyos miembros entendían que el pintor transforma en obra de arte la concepción de su experiencia y no hay reglas fijas para eso. Pero se apartó del colectivo ya antes de que se disolviera para seguir una trayectoria propia, sin compañías, al dudar de la autonomía del color y de la forma, pese a que durante algún tiempo estuvo muy influido por el fauvismo francés.
La evolución de Ernst Ludwig Kirchner lo llevó lejos de lo que hoy entendemos como expresionismo alemán: su arte está plagado de tensiones, audacias y contradicciones y escapa de etiquetas estilísticas. Pese a su temporal identificación con El Puente, él fue un solitario, en parte debido a las crisis nerviosas que en su caso incentivaron la I Guerra Mundial, los años de la posguerra y el terror del nazismo. Finalmente, la enfermedad y la desesperación le condujeron al suicidio en 1938, en Suiza.
Sus pensamientos convulsos se reflejan en la abundancia de visiones que encontramos en sus pinturas, en su tendencia a lo apocalíptico, en la potencia brusca de su paleta cromática y en el recurso a la distorsión de las formas para acentuar las emociones. Su primitivismo consciente y buscado se conjuga con la sofisticación técnica y un simbolismo enigmático, y los perfiles angulosos, ondulantes o abruptos parecen cargados de nervio, de pugnas entre lo intelectual y lo sensorial, un rasgo que distingue claramente su producción de la de quienes fueron sus compañeros en Die Brücke.
La carrera de Kirchner se puede considerar estructurada en dos etapas fundamentales, marcadas, la primera, por la fascinación por la gran ciudad entendida casi como infierno; y la segunda, por la búsqueda de un equilibrio, idealizado aunque precario, entre sociedad y naturaleza: lo observamos en sus paisajes alpinos de inspiración suiza, donde encontraría temporalmente paz a partir de 1915.
Otro rasgo fundamental de su producción es la reconciliación de contrastes en lo formal: su creación no es ilustrativa o literaria, sino que traduce la realidad, a veces de forma abierta y otras encubierta, en la superficie pictórica. En sus inicios, inspirado por una fe quizá algo ingenua en la eficacia social del arte, quiso destruir la ilusión y penetrar en el núcleo de las apariencias: la belleza superficial, para él, era un anatema.
Cayendo en las ideas del teutonismo, distinguió así arte románico y arte germánico: El arte románico obtiene su forma del objeto, de la forma natural. El artista alemán crea la suya a partir de la imaginación, de la visión interior, y las formas de la naturaleza visible solo son símbolos para él… Para el artista románico la belleza se encuentra en las apariencias; el otro la ve detrás de las cosas.
Los comienzos de Kirchner aún quedan bajo la influencia de las agitadas pinceladas de Van Gogh y su técnica con la espátula; como sucedía con sus compañeros de Die Brücke, los arabescos propios del art nouveau, el neoimpresionismo, los nabis Vuillard y Vallotton y Toulouse-Lautrec, así como la escultura polinesia, dejaron huella en su estilo. Munch también, pero no tanto en la vertiente formal de su obra como en la captación de sus atmósferas amenazantes. Ese manojo de referencias formó pronto parte de los enfoques personales creativos del artista.
Muy pronto, desarrollando los expansivos paisajes de color de contornos acentuados propios de Die Brücke, con su extraordinaria simplificación formal, comenzaron a surgir sus jeroglíficos nerviosos, sus cambios de perspectiva bruscos, encabalgamientos inesperados y audacias compositivas en forma de disposiciones en V, N y X. Esos rasgos se aprecian perfectamente en las cocottes de su Postdamer Platz (1914).
Sus escenas callejeras revelan que Kirchner fue un preciso observador de la vida urbana: estas obras, incluyendo la impresionante La Torre Roja de Halle (1915), se hallan entre lo mejor de su carrera, al mismo nivel que obras maestras como Desnudo femenino de medio cuerpo con sombrero (1911), Jinete de circo, genialmente inserto en un óvalo ornamental y el irónico autorretrato El bebedor (1915), en el que hay quien aprecia los rastros de Heckel.
Una segunda fase culminante en su obra llegaría después, con sus monumentales vistas alpinas de Davos, algunas con un aura de magia atormentada, como Stafelalp a la luz de la luna (1919). En sus visiones de la naturaleza la convierte en demoniaca, en símbolo oscuro de sí misma. Son claras las afinidades, sobre todo espirituales, con Friedrich y otros románticos.
Lo mismo podemos afirmar de Paisaje con luna invernal, del mismo año, con una muy lograda y expresiva disposición de colores. Desde mediados de la década de los veinte, muchas obras de Kirchner comenzaron a ofrecer una atmósfera bastante alegre que hay quien asocia a las estéticas de los libros infantiles. Trató de visualizar en pintura los fenómenos físicos ligados a los rayos lumínicos, como la interferencia y la polarización, y el resultado fue una disyunción formal que a veces evoca a Picasso, aunque el alemán tratara de evitarlo.
Esa alegría acentuada de algunas telas parece obedecer a un impulso de escapada a su estado psicológico y también físico: padecía una enfermedad intestinal aguda, visiones terribles (asociaba ángeles esparciendo plagas con aviones de guerra lanzando bombas de gas) y premoniciones de muerte. Sobre el verano de 1937 escribió que tenía un montón de planes y llegó a preguntarse si sería su último estío (lo fue).
Sus acuarelas, dibujos y, sobre todo, sus grabados, no son en absoluto menores respecto a sus pinturas; de hecho, en su arte gráfico sobre madera nos dio sus imágenes más delicadas. Con ellas quiso dominar y dar forma válida a la estructura lineal de sus dibujos, con un movimiento espontáneo que parecía semejante al de la escritura.