En este rebobinador volveremos a meter a Kant en campaña, pero solo para hablar de lo nuestro. El gran pensador de la Ilustración alemana, cuyo texto fundamental es la Crítica del juicio, formuló también teorías estéticas cruciales en el siglo XVIII y abordó las nociones de lo bello y lo sublime y la teoría del genio, ampliando sus sentidos.
Lo bello, para Kant, puede ser comprendido y asumido por el individuo a través de la razón y esa aprehensión lleva implícita una sensación de placer. Comprender, hacer propio lo que nos supera pero es mensurable, conlleva una sensación de poder que se convierte en disfrute, uno más intenso que lo bello en sí e inmediato.
Como es lógico encontrándonos en el Siglo de las Luces, asume el pensador la primacía de la razón, enfrentada a los mitos, la religión y el misterio, aunque no cayó del todo en el agnosticismo. Antes Locke buscó un camino para la existencia de Dios, que entendía como lo único seguro, garantía del orden del universo; reconociendo a su vez que si la divinidad hubiera querido que supiéramos, que entendiéramos los enigmas, hubiera hecho que estos formaran parte de nuestra filosofía y conocimiento natural, sin tener que recurrir para ello a las Sagradas Escrituras. De algún modo, Kant arrastra este pensamiento.
En cuanto a lo sublime, puntualmente empleó el término para referirse a la naturaleza, pero en general no ligó el concepto al paisaje sino a la matemática, al infinito. Entendió que la belleza producía placer y lo sublime, dolor o displacer; en este último caso, nos sentimos anulados en la contemplación: lo inabarcable, una catástrofe o ese infinito matemático nos hacen ser conscientes de nuestras limitaciones.
En la base de La crítica del juicio está el poder llevar la razón a lo bello, para que el juicio de esa belleza no quede sumido en la apreciación, en lo impreciso y en las zonas oscuras de la subjetividad. Para que el placer causado no sea una explosión puramente afectiva, relacionada con nuestras emociones vagas, debe ser sometido a lo racional; el gusto no puede ser un mero juicio subjetivo.
Según Kant, debe ser la razón lo que justifique el que algo bello lo sea para todos y no dependa de criterios personales, aun reconociendo que nunca los caminos del gusto alcanzarán el rol universal de los enunciados de la ciencia. Proporcionó a los artistas, en este sentido, un utillaje conceptual, aunque no desarrollara propiamente una teoría estética: se acercó al arte desde la órbita de un científico, pero ofreció un lenguaje sistemático a partir del que dicha teoría podía elaborarse. Retomaría su estela Schiller, que no fue un filósofo pleno al modo kantiano, sino un poeta y un esteta capaz de convertir el lenguaje abstracto de Kant en emoción vibrante, porque a su capacidad reflexiva se unía la creadora.
Y en este punto es cuando hablamos de la teoría del genio. Kant no compartía la noción de genialidad propia del romanticismo: para él el arte no debía crear problemas, sino ofrecer sencilla placidez. La ciencia -entendía- ya nos ofrece lo necesario para comprender la realidad y la moral nos indica el comportamiento correcto, así que a la estética le queda servir para ofrecernos felicidad, no preocupación.
Consideraba que la creación artística había de proporcionar comodidad, descanso de nuestro comportamiento encorsetado ante la sociedad (conforme al imperativo categórico). En esto, Matisse, ese fauve, estaba de acuerdo: deseaba crear un arte que sirviese a todos y en el que todos nos sintiéramos cómodos.
Resumiendo, creía Kant que ante el arte solo se nos pide que nuestras capacidades estén relajadas, aunque activas, y que nos dejemos llevar. Y en la contemplación… solo interesa la forma. Si aceptamos la perfección de la forma y esta nos produce placer, podemos afirmar que nos encontramos ante un objeto bello.
Compartió Kant con Goethe la idea de que se puede alcanzar la verdad a través de la naturaleza y el arte y la de que todo lo que puede ser pensado puede ser representado.
Lo que se realiza para alcanzar la perfección es el acto moral y suyo es el ámbito de la voluntad; el ámbito de la naturaleza es el de la necesidad y la causalidad (en ella todo es previsible). Voluntad y mecánica del mundo parecen esferas antitéticas, en teoría irreconciliables. Aparentemente, porque Kant soluciona su dualidad afirmando que el objeto científico ha de ser asimismo moral (todo en él se supedita a la moralidad).
¿Y el arte? Alberti decía que lo auténticamente bello es el cosmos, en el que prima la unidad sobre la variedad, y Kant hace suya esa idea para explicar que la perfección del universo sirve a la superación del individuo, que a su vez es el único que puede comprenderlo. El hombre, a través de su moralidad, busca conseguir su gran fin: lograr la felicidad, y en ese terreno es donde el arte hace su aportación y así el mundo, dirigido hacia un fin (con una finalidad orgánica y objetiva), es perfecto.
De este modo puede comprender Kant la perfección de una flor o un colibrí, a los que atribuía belleza pura. Esto no quiere decir que el mundo gire en torno a un orden establecido y pulido: rechaza ese concepto porque la ciencia no puede determinar si existe. Cada una de sus ramas configura y analiza sus propios elementos, pero no puede responder por más campos que por el suyo: la botánica puede estudiar las flores, pero no por qué atraen a las abejas. En el mundo de la razón pura, las ciencias quedan parceladas y no hay posibilidad de crear una visión unitaria que abarque todas las áreas (las formas a priori espacio-temporales las admite la razón por cuestiones prácticas).
A su vez, Kant observa que la obra de arte es el ámbito de la voluntad y de la finalidad, una finalidad subjetiva estética y no objetiva orgánica. Puede representar, a veces, la perfección del objeto, entendiendo perfección como unidad dentro de la variedad.
Contempla la posibilidad de que la divinidad sea un supremo artista que ha hecho el mundo y ha introducido en él finalidades: así, podríamos contemplar el universo como obra de arte y considerar que este sirve para entender la naturaleza como tal (y la obra de arte como algo natural; Schiller decía por eso que nos encantan las creaciones artísticas que, a pesar de su artificio, parecen naturales).
Y podemos acordarnos ahora de Goethe, que miraba el paisaje con ojos del experto en minerales, del experto en zoología y climatología, también con los del artista, el filósofo, el poeta… No está de más, porque Kant publicó su Crítica a la razón pura en 1781, la de la razón práctica, en 1787 y la del juicio en 1790 y el viaje a Italia del autor de Fausto tuvo lugar entre 1786 y 1788. La lectura de Kant le proporcionó al escritor ese aparato conceptual del que hablábamos que podía ayudarle a expresar lo que sentía.
Precisamente Goethe encontró la posibilidad de la belleza en la Catedral inacabada de Estrasburgo porque vio su germen y contempló su arquitectura como organismo vivo. En Italia, comenzaría a sensibilizarse con el asunto de la forma, eje de la Crítica del juicio kantiana: interesa la forma del objeto que le concede belleza, que provoca placer al contemplarlo, y no su historia.
Introdujo Kant una estética formalista, entendiendo la forma como elemento constitutivo, origen de totalidad. Compartió además con el poeta la idea de que se puede alcanzar la verdad a través de la naturaleza y el arte, y la de que todo lo que puede ser pensado puede ser representado.