El retrato ecuestre del general Prim que guarda el Museo del Prado se ha atribuido en ocasiones a Eugenio Lucas Velázquez y en otras, y más recientemente, a Henri Regnault; en este último caso sería una copia reducida de una imagen anterior del mismo autor. Datado en 1868-1871, guarda una historia curiosa, y también relevante: parece ser que el propio general Prim (recordamos, militar y político liberal que en esos años adquirió enorme influencia al favorecer la entronización de la Casa de Saboya tras la Revolución de La Gloriosa, para ser pronto asesinado) le encargó inicialmente la realización de una pintura con estas características al mencionado Regnault, artista aún a medio camino entre la factura realista y las inclinaciones románticas; corría el verano de 1868 y este autor francés, que entonces contaba con veinticinco años, empezaba a despuntar.
Eran frecuentes las visitas de ese artista a España, del que le atraía su teórico exotismo romántico, visión aún vigente en la década de 1860, y también la escuela española de pintura; conviene hacer memoria de que, solo tres años antes de ese encargo, Manet había acudido a Madrid para conocer el Museo del Prado (y a Velázquez) y había llamado después la atención de los pintores de su país por la triada formada por el sevillano, Goya y El Greco. Además de, en buena medida, la crítica, seguirían esa senda Carolus-Duran o el propio Regnault.
Este último llevó a cabo aquel retrato, pero Prim lo rechazó y el autor parisino acabó trasladándolo a su ciudad y exponiéndolo en el Salón de 1869 con el título de Le Général Prim arrive devant Madrid avec l´armée revolutionnaire espagnole. La pieza fue allí muy alabada y sería adquirida para las colecciones del Museo de Luxemburgo (hoy pertenece a los fondos de Orsay); hay una razón para esa disparidad de valoraciones: la gran distancia existente entre lo que se consideraba un retrato oficial digno en Madrid y en la capital francesa. En el siglo XIX coincidieron en nuestro país grandes retratistas (además de Goya, Federico de Madrazo, Antonio María Esquivel, Vicente López o Carlos Luis Ribera), pero su talento quedó parcialmente constreñido por la clientela local, escasa y de no muy altas pretensiones; a esas cortapisas habría que sumar las derivadas de plasmar la renovada relevancia de un militar pujante, sobre todo en esa primera mitad de esa centuria, pues Prim buscaba mostrarse como hombre de Estado, seguramente más austero o contenido en su expresión.
La composición de Regnault, de grandes dimensiones, despuntaba por una moderna originalidad: no exhibe a este personaje en combate, como antes habían hecho Sans Cabot o Mariano Fortuny, sino en su entrada triunfante en el Madrid de la Revolución, y destaca en el conjunto el caballo, seguramente inspirado en un ejemplar andaluz que encontró en las caballerizas reales, adonde acudiría en varias ocasiones para realizar sus bocetos. Ofrece un gran tamaño, al igual que su jinete, respecto a las figuras que se aprecian en el fondo (con ecos goyescos), y parece señalar al de Reus como instigador de los acontecimientos de 1868.
Quienes entienden que la obra en los fondos del Prado corresponde a Eugenio Lucas Velázquez, que había nacido en Madrid en 1817 y en la capital moriría en 1870, creen que la pieza del francés no le pasaría desapercibida. Este pintor, el español, era talentoso en su réplica a la obra de otros, fuese de autores nacionales queridos fuera de nuestras fronteras en ese tiempo (los mencionados Velázquez y Goya, también Ribera) o en la de ejemplos algo más lejanos, como el del mismo Regnault. Se ha discutido qué rasgos específicos habría tomado del modelo del artista galo y cuáles habrían salido de su mano e invención, y, de ser ese el caso, es complicado dilucidarlo con exactitud, entre otras razones, por lo agitado y bohemio de su vida y por sus viajes, que sabemos que realizó aunque la huella documental de ellos sea limitada: uno de estos pudo tener a París como destino, y lo habría efectuado en la década de 1860.
Lázaro Galdiano dejó testimonio (y viniendo de él, podemos tenerlo por respetable) de que pudo leer correspondencia, de carácter personal, entre Eugenio Lucas y Manet; de esa relación podría deducirse que el español ayudó al precursor del impresionismo en los detalles del traje de su figura de Lola de Valencia. La misma fuente, la de Lázaro, aporta que Lucas Velázquez acudió a la misma ciudad, París, para aclarar ciertas dudas al escritor Théopile Gautier, que estaba convencido de que una obra suya era, en realidad, del autor de Las Meninas.
No se trata, como vemos, de pruebas concluyentes. Esta tela fue adquirida hace más de ochenta años, en 1943, por el entonces Museo de Arte Moderno y, hasta los setenta del siglo pasado, se tuvo como salida de manos de Regnault, pero desde entonces se sembraron dudas en favor de Lucas Velázquez, nunca del todo solventadas por la semejanza en la ejecución respecto al trabajo primero del galo.
A la hora de señalar, si así fuera, qué pudo interesar a Lucas Velázquez del retrato de Regnault, Calvo Serraller y Juan Pablo Fusi, en El espejo del tiempo, no se detenían solo en la estética: aunque de ideología liberal, el madrileño estaba muy vinculado a la reina Isabel II, y es probable que experimentara aprensión cuando abandonó el trono, una sensación que pudo agudizarse por su salud frágil y por una situación familiar complicada (había formado, en realidad, dos familias). En todo caso, le pudo atraer cómo el francés planteó su obra -manejaban cierta mirada común: les interesaban, cómo no, Velázquez y Goya- y su carácter de heredero de una tradición gala significativa en el tratamiento de asuntos épicos, que representaban Gros, Delacroix o Géricault. Walter Friedlander se refirió a esa tradición como un romanticismo barroquizante y colorista, y de ella formaba parte la presentación aislada de la figura heroica. En esa senda, Regnault se había permitido pintar a Prim despeinado y sin llevar sombrero, en un instante de plena agitación, y también con un gesto de firmeza que, por su honda determinación, podría resultarnos adusto.
La versión que pudo desarrollar Lucas Velázquez no transformó esencialmente el modo de Regnault de presentarnos la figura de Prim, engrandecido al ser abordado desde un punto de vista bajo (esta circunstancia alimenta aún más las dudas), pero la factura de la composición del Prado es mucho más desenfadada y suelta que la del Museo de Orsay, siendo mucho menor también su formato (76 x 62,5 cm frente a 315 x 258 cm). Algunos expertos, como José Manuel Arnáiz, investigador y restaurador, creen que esta versión debió realizarse a partir del boceto del francés; quizá, incluso, con su acuerdo y colaboración. La tesis favorable a la autoría de Lucas Velázquez la apoya el hecho de que, respecto a los bocetos de Regnault, la imagen del Prado refleja algunas variaciones significativas, como la separación más amplia de las patas delanteras del caballo y, especialmente, la disposición de las bridas que le sujetan el pecho, que ofrecen una curvatura inversa a la que tienen en los otros bocetos y en el cuadro definitivo de Regnault. También la plasmación de las facciones resulta diferente.
En cualquier caso, ambas composiciones, sean las dos del mismo artífice o no, proporcionan modelos de retrato de tipo épico-militar en aquel momento inéditos en España y ofrecen un trasfondo propicio a muchas lecturas de índole histórico y cultural.
BIBLIOGRAFÍA
Díez, J.L (dir.). Pintura del Siglo XIX en el Museo del Prado: Catálogo General. Museo Nacional del Prado, 2015.
Juan Pablo Fusi y Francisco Calvo Serraller. El espejo del tiempo. Santillana, 2013.