El término melodrama ya sabemos que procede del teatro musical, que su aplicación se ha extendido al cine, la televisión y a muchos medios de expresión contemporáneos y que en este tipo de piezas se buscan efectos sentimentales típicos de nuestra época, en cuyo arte es también constante la hibridación de lenguajes.
La de Jean-Baptiste Greuze (1725-1805) es una pintura efectista de carácter sentimental en la que la explotación de las emociones es un recurso esencial, revolucionario, porque la sociedad había intentado hasta ese momento huir de ellas, entendiéndolas como fuentes de error intelectual, debilidad y desorientación.
La pintura galante, que tuvo en Watteau a su gran representante, estaba asociada al placer, pero el sentimiento es bastante más difuso que aquel: puede ser amargo o dulce y entusiasma a los artistas desde el siglo XVIII en su complejidad, sus cambios y sus mezclas. No solo está asociado, lo sentimental, a nuestro tiempo, sino también y fundamentalmente a la clase social burguesa, organizada en torno a la familia cuando esta ya no tiene carácter heráldico, como en el Antiguo Régimen. Otro gran cambio social se produjo entonces, y este atañe a la concepción de la infancia. Si en la pintura anterior solía retratarse a los niños como seres casi deformes, aún contaminados por el pecado original, que debían crecer cuanto antes, a partir de Rousseau, los infantes (y las mujeres) se contemplan desde una favorable mirada por considerarse más cercanos a la naturaleza.
Un ejemplo evidente de esa evolución en el entendimiento de la infancia lo encontramos en El escolar dormido (1757), escena de género, naturalista, en la que se subraya con luz sobre el fondo oscuro la imagen de un niño que duerme ante un libro de texto, sobre una mesa de madera. Hay que recordar, además, que en este mismo tiempo se insistía en la instrucción y la alfabetización social, bandera de la burguesía revolucionaria.
El muchacho se duerme ante el cansancio de someterse a aquellas presiones sociales y sorprende su espontánea naturalidad: en el arte occidental son muy frecuentes las representaciones de durmientes, cuyo cuerpo podemos diseccionar, no así su psicología, que se nos niega mediante la mirada ausente. No es necesario insistir en que, salvo contadas excepciones, hasta este momento se presentaba a los niños como eros, o de carne y hueso pero con rostros de adultos, como en las representaciones de infantes reales.
Esta obra produce una emoción muy contemporánea: subraya la ternura infantil, su naturalidad y encanto. Greuze fue uno de los primeros pintores en captar este tipo de escenas y utilizar sus éxitos en el Salón para reivindicar su papel como autor costumbrista, género considerado aún de segunda categoría.
De 1756 data La indolencia, título que coincide con el de una de las actitudes que no soporta el laborioso burgués, que construye su vida en torno al orden y el trabajo. Se inspira Greuze en la pintura italiana de carácter naturalista y doméstico que hurga en lo sórdido de la realidad con propósitos morales en los siglos XVII y XVIII. Representa a una criada que parece cansada, semejante a una rotunda matrona italiana, en una escena que rezuma desorden: lleva un zapato puesto y el otro no y se encuentra absorta en sus pensamientos, como las mujeres que pintará Hopper.
Aquí la anterior piedad interior de tantos retratos femeninos y la atención al más allá se convierten en musaraña: no hay vigor, sino vaguedad. Nos presenta el francés un melodrama muy moralista, no ético: su pintura trata de indagar en las costumbres y descubre que la pereza no lleva a nada; además, realiza una descripción precisa y amorosa de un conjunto de objetos que carecen de valor: la garrafa, la alacena, las vasijas, el tarro de barro… cobran relieve.
La lavandera (1761) remite, en contraste, a lo que más estima el burgués: la limpieza como signo de autoestima y autocontrol. Destacan en esta obra el naturalismo y los claroscuros; una criada bien vestida, una vez hecha la colada, se lava los pies. Se trata de una mujer evidentemente hacendosa y esta imagen tiene un carácter casi sacro.
En ese mismo año se fecha La boda pueblerina (1761), en alusión a los matrimonios heráldicos, por interés, que implicaban el negocio de una dote, significativa para la supervivencia en el medio rural. Hasta entonces, las pinturas de temática vinculada al campo se realizaban en pequeño formato y sin composiciones complejas, para resaltar la superioridad del burgués, pero en el siglo XVIII se produce también una revolución en este sentido.
Este es un cuadro grande, con doce personajes, en el que lo intrascendente se convierte en tema histórico, con una estructura piramidal perfecta a la que se suma otra composición superpuesta: la barroca ondulante; esto es, utiliza Greuze dos sistemas compositivos distintos para una “humilde” escena de costumbres.
La composición piramidal da importancia al cuadro y crea una jerarquización; la ondulante, más musical, fluida en referencia al devenir de la vida, trata de conmover al espectador: todo está medido al detalle, mezclando lo revolucionario y lo clásico.
El renacentista Alberti decía que en el género de la pintura de historia, el más relevante, no debían superarse la decena o docena de figuras para evitar crear confusión y que debe quedar un espacio vacante que sirva de encuadramiento: Greuze aplica aquí rigurosamente esas reglas y también un tratamiento lumínico que remite a La vocación de san Mateo de Caravaggio. Nos ofrece, además, todo un muestrario de sentimientos: la madre coge con cariño el brazo de su hija, la hermana llora, otra de las mujeres está a punto, los niños se aburren, las criadas hablan…
Es fácil observar cómo en el lado derecho queda representado el interés; en el izquierdo, el bien. Personajes rústicos adquieren la importancia de dioses: tenemos que fijarnos en el gesto declamatorio del padre del novio, que influirá en creaciones posteriores y tiene su precedente en Poussin, en la gestualidad y elocuencia muda de sus personajes.
Piedad filial (1763), por su parte, tiene como centro a un patriarca expirante, se estructura en una composición piramidal culminada por un culebreo de cabezas y las líneas diagonales paralelas en la escalera y el lecho resaltan la gravedad de la escena.
La muerte se nos presenta aquí trivializada y cotidiana, no heroica ni sublime, vulgarizada ante la acción del hijo mayor alimentando a su padre. Otra hija lee y otro más arropa al progenitor; solo rompe el cónclave familiar una criada que se sale del esquema compositivo y mira la escena con extremo distanciamiento.
Escena bien distinta es La maldición paterna (1765), que muestra la pelea entre un padre y su hijo, que marcha a la guerra. La maldición del primero es un acto atávico y fundamental que implica la desvinculación del vástago con su familia. Otra vez encontramos una composición piramidal vertebrada a partir de los brazos del padre y los del hijo; una hija quiere evitar la maldición misma bajando los brazos al hombre y el resto de los hermanos protegen al primogénito, mientras la madre lo abraza y él hace un gesto que indica su deseo de detener la pelea.
Cuando los jóvenes del medio rural de la época deseaban viajar, vivir aventuras y escapar al destino marcado, no siguiendo atados a la línea biológica del campo, se inscribían en las levas militares, y cuando eran los primeros hijos los que huían, la partida podía hundir económicamente a la familia, de ahí la gran discusión. Las mujeres encarnan, otra vez, el afecto, la devoción y la piedad frente a la aventura y la maldición propia de los hombres.
Esta obra tiene su continuación en El hijo castigado (1778): el padre del primogénito ha muerto y este, que ha retornado a la guerra, se culpa de su anterior huida. Al comienzo de la modernidad, la culpa deja de ser objetiva para ser subjetiva, un tormento psicológico interior que este hombre porta sobre sus hombros encorvados. No se trata, en este caso, de una muerte justa atendida por la piedad filial, sino trágica, porque trae consecuencias sobre la conciencia del hijo (melodrama), que ha cometido una falta moral. El mismo título hace más hincapié en ese aspecto que en la propia muerte del padre.
Finalizamos el repaso a estas escenas en contraste de Greuze con La dama de caridad (1772-1775). Ante una Hermana de la Caridad, una dama y una niña de aspecto distinguido visitan a un moribundo para ayudarlo económicamente. La niña le entrega una bolsa de dinero y la han llevado al lugar para que conozca la desdicha, en favor de su educación. Se trata de una pintura, en el fondo, didáctica: tras el melodrama hay una moraleja.