El término paragone -comparación, en italiano- se extendió en el Renacimiento con el fin de reclamar la superioridad jerárquica de ciertas artes sobre otras: el mismo Leonardo elaboró uno entre la pintura y otras disciplinas (poesía, música, escultura y arquitectura), recalcando la supremacía de la primera y, de paso, la necesidad de una mejora en el reconocimiento social y económico de los pintores. También la pintura era el arte predominante en Nueva York en el tiempo de auge de los expresionistas abstractos.
Como todos sabemos, esas barreras se fueron diluyendo en la segunda mitad del siglo pasado, y hoy no podemos decir que los collages superen a las instalaciones ni la performance a ambos (o viceversa), pero en el siglo XIX y a comienzos del XX sí se dio un paragone acentuado entre la recién nacida fotografía y la propia pintura, un paragone atípico, dado que existía aún cierta resistencia a considerar la primera como arte. Esa relativa tensión se resolvió de forma rápida en Francia, donde las instantáneas se expusieron por primera vez, junto a pinturas y esculturas, en el Salon de 1857 -menos de dos décadas después de la invención del daguerrotipo-, mientras, en Estados Unidos, en 1917 Stieglitz aún no se sentía validado como creador. De hecho, no existe ningún registro de las fotos rechazadas para la muestra de Artistas Independientes de Nueva York de ese mismo año, en la que fue excluida la muy célebre Fuente de Duchamp. Esa exposición, por cierto, se inspiraba en las organizadas por la Sociedad Francesa de Artistas Independientes, que carecía de jurados y no concedía premios para no convertirse en otro Salon des Refusés.
De manera que en Estados Unidos aún se discutía si la fotografía era o no una más de las Bellas Artes cuando estalló la I Guerra Mundial y cuando Stieglitz cerró su galería 291, pero lo que los filósofos debatían los museos lo daban por hecho: la galería Albright-Knox de Búfalo, en Nueva York, se hizo en 1930 con una colección de trabajos precisamente de Stieglitz, y en 1940 el MoMA creó un departamento propio para esa disciplina, con Steichen como comisario. Aún así, en 1958 sugería todavía William Kennick que las fotos eran un caso límite de obras de arte; seguramente aludía a las distancias entre una instantánea familiar amarillenta y una salida del objetivo de un artista. Puede que esa controversia no surgiera de inmediato en Francia, al ser los primeros daguerrotipos probablemente más caros que un retrato en miniatura efectuado artesanalmente sobre marfil.
Cuando el pintor Paul Delaroche supo de la invención de Louis Daguerre, se dice que certificó que la pintura había muerto (se desconoce cuáles fueron sus palabras exactas). Él llevaba a cabo obras de temática histórica, aún el género más prestigioso en las academias, y su actividad apenas podía peligrar a causa del invento, pues básicamente manejaba acontecimientos del pasado; además, estaba más interesado en narrar pictóricamente buenos relatos que en reproducir fielmente esos episodios. Quizá la fase de comparaciones entre las posibilidades del pincel y la cámara perviviera de 1839 a 1930, cuando a la foto se le concedió en general -y tras bastante esfuerzo- la categoría de arte.
Todos entendemos que Delaroche se refería a lo poco razonable que puede resultar aprender -costosamente- a pintar para crear imágenes del mundo cuando con un solo clic, no necesariamente hábil, del obturador, puedes capturar recuerdos sin dibujarlos, excediendo en fidelidad realista a todo empleado del lienzo. William Henry Fox Talbot, pionero del medio fotográfico, quiso inventar algo con lo que la naturaleza se retratase a sí misma, de ahí que se refiriera a su medio como lápiz de lo natural. Evidentemente, no todo consiste en pulsar un botón: un daguerrotipo es una placa metálica recubierta de partículas de haluro de plata depositadas por medio vapor de yodo. Se proyecta una imagen, lo que establece un proceso químico, y dicha imagen queda fijada en unos segundos de exposición; hay algo extraño en el modo en que una semejanza completa podía perfilarse en esa placa, plasmando detalles invisibles a la vista, a diferencia de las creaciones de Fox Talbot, que empleaba negativos de papel.
Entender que, por esa capacidad, la cámara es superior como instrumento de representación a la mano y los ojos nos conecta, insospechadamente, con una tradición desaparecida en el Renacimiento, según las teorías de Arthur C. Danto en Qué es el arte; recuerda el filósofo que Hans Belting la expuso bien en Bild und Kult: durante la Edad Media, los fieles no demandaban imágenes logradas por un artista, sino derivadas de la intervención mística. Decir que una pintura parece hecha con una cámara fotográfica equivale a decir que podríamos creer que la naturaleza la hubiese pintado y el artista no tuviera un papel importante.
Curiosamente, Delaroche ayudó a lograr que a Daguerre le dieran una pensión gubernamental, y merece la pena atender a sus razones: El proceso de Daguerre satisface completamente todas las exigencias del arte, llevando los principios esenciales del mismo a una perfección tal que debe convertirse en un tema de observación y estudio incluso para los pintores más sofisticados. En 1851 Ruskin percibió, según declaró en el Times, que si desde Rafael los artistas habían tratado de pintar en sus cuadros algo bonito en vez de algo probado, las tornas cambiaban en favor de la representación únicamente de lo que se veía, con independencia de las reglas convencionales del lienzo. Eso sí, la cámara solo muestra lo que el ojo ve; servía para establecer el criterio de verdad visual y su importancia para el arte residía en su capacidad de enseñar la verdad visual en un caso concreto: por eso las imágenes de caballos de Muybridge fueron copiadas en cuadros (a pesar de que no den fe del modo auténtico en que trotan; de lo contrario no habríamos tenido necesidad de estos experimentos. Responden a preguntas como si las cuatro patas podían tocar el suelo a la vez, prueban lo que el ojo no llega a percibir por falta de tiempo). Estos trabajos influirían en Thomas Eakins, los futuristas o Degas, él también amante de la foto. Algo parecido ocurre con los retratos: la cámara los ha desfamiliarizado, y para muestra Richard Avedon; la verdad óptica no se corresponde con la perceptual.
Cita Danto a Clement Greenberg a la hora de dar con las claves de la evolución de la pintura contemporánea y sus lazos con la fotografía: De Giotto a Courbet, la primera tarea del pintor había sido crear una ilusión de espacio tridimensional. Esta ilusión estaba concebida más o menos como un escenario, animado por un incidente visual, y la superficie del cuadro como la ventana por donde se divisaba el escenario. Pero Manet empezó a tirar del telón de fondo del escenario hacia delante, y los que vinieron después de él siguieron tirando hacia delante, hasta hoy, en que ha llegado justo a dar contra la ventana, bloqueándola y ocultando el escenario. Todo lo que el pintor ha dejado ahora para trabajar es, por decirlo de algún modo, un cristal más o menos opaco.
BIBLIOGRAFÍA
Arthur C. Danto. Qué es el arte. Paidós, 2013
Arthur C. Danto. Después del fin del arte. Paídós, 2010