Es posible que se trate de uno de los artistas contemporáneos cuya consideración crítica haya evolucionado más en un tiempo escaso; también de uno de los que han modificado nuestra forma de estudiar la historia del arte anterior a la luz de su pintura.
Las mismas interpretaciones y lecturas, diversas y discutibles, a las que su obra ha dado pie las ha generado su trayectoria: en Francia se extendió la idea de que, tras su primera individual en la Galería Pierre en 1934 (en la que sus composiciones sorprendieron, pero no llegaron a venderse), Balthus se retiró de la escena pública hasta su decisiva gran muestra en el Centre Pompidou de París, en 1983-1984. No fue del todo así, porque se sucedieron varias exposiciones suyas con menor eco en ese medio siglo, pero sí podemos decir que entonces el pintor era desconocido para muchos, aunque ilustre para algunos.
En el fondo, al margen de su popularidad, quizá Balthus haya sido siempre carne de admiración de minorías clarividentes, aunque ha tenido una recepción más amplia en Estados Unidos, gracias al impulso del galerista Pierre Matisse. El MoMA le brindó otra individual en Nueva York entre 1956 y 1957, cuando el mismo museo dedicaba una exhibición a Jackson Pollock, y la crítica de entonces dio la misma relevancia a ambas. Asimismo se refería, esa crítica, a su estilo como duro y realista y llegaba a atribuir connotaciones mágicas a su obra.
En 1968 llegó a la Tate, con una nueva retrospectiva, pero la muestra del Pompidou en los ochenta marcó época (a lo mejor lo sigue haciendo). A partir de esa presentación parisina, las creaciones de este autor le sirvieron a los artistas adscritos a la posmodernidad para generar nuevas interpretaciones, como decíamos, de la historia del arte anterior y, aunque hoy no sigamos contemplando el Renacimiento o a los realistas franceses desde su mirada, su producción no ha perdido vigencia: podemos considerarlo un contemporáneo nuestro, pese a que su carrera despegó en la década de los veinte.

A diferencia de la mayoría de los pintores de su generación, dejó a un lado la dicotomía entre lo figurativo y lo abstracto para interpelar al espectador con sus narraciones y su sentido del tiempo, tanto en sus muy conocidas escenas de instantes congelados como en las pinturas en las que se sumerge en el pasado artístico: de Piero della Francesca a Cézanne, a quienes, a su modo, actualizó. Otro de los autores, en este caso coetáneo, a quien más admiró fue a Alberto Giacometti: confesó Balthus trabajar bajo su mirada estimulante, pese a que su idea personal de la pintura no encajara en ninguna tendencia.
No quiere decir esto que permaneciera ajeno a las corrientes artísticas de su tiempo (incorporó a su obra novedades de los movimientos figurativos de los veinte y los treinta), pero lo hizo de manera natural, sin premeditación. Sus figuras no se nos muestran atrapadas en un contexto histórico, en un juego de planos vanguardista o entre intersecciones de líneas duras o manchas de color, sino inmersas en atmósferas oníricas en las que una violencia soterrada parece amenazar la calma aparente.
Inmovilizar en el acto de leer o soñar es prolongar el privilegio de un tiempo entrevisto.

Creció Balthus en un ambiente propicio tanto al oficio artístico puro como a la divagación creativa: su padre era historiador del arte; su madre, pintora y, tras separarse los dos, ella mantuvo una relación con Rainer María Rilke, que se preocuparía de la formación intelectual del joven. Por cierto, el poeta publicó sus dibujos, cuando Balthus sólo contaba doce años, en el libro Mitsou: quarante images par Baltusz (y de ahí el apodo que pervivió).
Quizá porque en sus primeros años pudo vivir en ese entorno cultural rico, y aproximarse a la creación desde la autenticidad, se mantuvo siempre contrario a la pseudointelectualidad ligada a aquel arte contemporáneo que despreciaba la naturaleza y exaltaba la individualidad: él quiso acercarse al enigma de lo sencillo y que su trabajo reflejara la noción, en su caso medular, de “lo abierto”. Ser y estar en el mundo era para Balthus formar parte del todo, más allá de barreras de tiempos y lugares, pero sin perder de vista la conciencia de la muerte. Para Balthasar Klossowski (su nombre original), como para otros artistas que conocieron las dos guerras mundiales, la pintura era un asidero frente a la destrucción, la garantía única de lo bello.
Antes nos referimos a Piero della Francesca, Cézanne y Giacometti; también influyeron en su obra el arte japonés, que conoció gracias a libros de ilustraciones (y ahí queda su autorretrato orgulloso como rey de los gatos); otros primitivos italianos, Poussin, Courbet, Chardin o el arte popular. Bonnard fue uno de sus primeros maestros, pero los que de verdad lo serían le esperaban en el Louvre.
Esas figuras de referencia para Balthus, podemos deducir, tuvieron en común su deseo de identificarse con los motivos que representaban, sin caer en la mera mímesis. Del mismo modo, él no mira con nostalgia ni los paisajes ni las infancias o adolescencias que se desvanecen, sino que las entiende como parte de un todo con el que los que contemplamos podemos entrar en comunión; un todo sin tiempo ni lugar.

Buena parte de sus imágenes (ganan los óleos) corresponden a retratos de niñas que caminan hacia la adolescencia, o de adolescentes en transición hacia su edad adulta, pero en sus primeros pasos realizó igualmente paisajes y naturalezas muertas, menos definidas en sus contornos que los retratos. En estas otras obras el espacio pictórico parece convertirse en escenografía en la que se invita al espectador a entrar, rasgo que continuó desarrollando después; un ejemplo claro es La calle.
Las convenciones son sólo aparentes: su clasicismo en lo formal le permitió provocar por otras vías, a través de visiones psicológicas, sueños e insinuaciones complejas, de interpretación pocas veces evidente. Era consciente de que sus trabajos no podían producir indiferencia: fascinaran o generasen rechazo, su deseo era que perturbaran por la teatralización de lo psicológico, el intimismo o la introducción de lo trágico o lo veladamente erótico en lo cotidiano.
Entenderemos mejor sus retratos infantiles partiendo de su inspiración en cuentos populares, sobre todo la Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll y Pedro Melenas de Heinrich Hoffmann. Sus figuras (Teresa soñando, La partida de naipes), ensimismadas o hastiadas, reclinadas, prolongan el tiempo… con su inacción. Según el artista, inmovilizarlas en el acto de leer o soñar es prolongar el privilegio de un tiempo entrevisto. El libro, entonces, es una llave que permite abrir el cofre misterioso con perfumes de la infancia.
Pero haya o no libro, sobre todo cuando no lo hay, en esas niñas hay tanta inocencia como abismo; su infancia y la de todos de algún modo queda en Balthus suspendida, hecha eterna en ese letargo, propicio a caer en mundos interiores. Detectamos más reflexión y vértigo vital en ellas que picardía: Se ha dicho que mis niñas desvestidas son eróticas. Nunca pinté con esa intención, que las habría convertido en anecdóticas. Superfluas. Porque yo pretendía justamente lo contrario, rodearlas de áurea de silencio y profundidad.

BIBLIOGRAFÍA
Balthus. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, 2019
James Lord. Balthus. Elba, 2012