Antes de presentar su Fuente en 1917 y revolucionar la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York, años antes, Marcel Duchamp ya incorporaba a sus obras objetos que tenían función y uso en la vida cotidiana, los hacía suyos e introducía en ellos cambios. Aquellos ready-mades, que iban más allá del collage, eran manifestaciones antiartísticas contrarias al comercio, a la visión del objeto de arte como pieza museable y sacralizada. Si el collage consistía en una incorporación de objetos a un lienzo con intenciones plásticas, el francés reaccionó contra esos modos anteriores de concebir el arte e integró en sus trabajos enseres, a priori sin personalidad ni belleza, para que formaran parte de dicho arte. Y lo artístico es esa decisión.
Se trata, en cierto modo, de una posición anestética, caracterizada por la ausencia de sentido estético, y ese enfoque diferencia sus ready-mades de los collages. Paradójicamente resultan algo menos radicales los planteamientos de Schwitters o Rauschenberg cuando, practicando una evolución de dicho collage, pegan en sus obras fragmentos de objetos u objetos enteros.
La integración del utensilio común a la obra de arte, o su conversión en ella, puede realizarse de múltiples maneras y con muchas intenciones; ahora repasaremos algunas. En cualquier caso, se debe a la necesidad de establecer entre la creación y la realidad un contacto directo y ese propósito se logra, muchas veces, con mayor profundidad al emplear materiales deteriorados y humildes. En el camino, aunque no sea esa la intención primera, se abren nuevas posibilidades plásticas.
La integración del objeto común a la obra de arte se debe a la necesidad de establecer entre la creación y la realidad un contacto directo
Volviendo a Duchamp, él se había iniciado en la pintura y sus hermanos eran escultores. Al principio llevó a cabo óleos sobre lienzo tradicionales; sus objetos nihilistas, llenos en el fondo de ironía, llegarían mucho después. Y recordarlo no es baladí: la Fuente o el Botellero (siempre dudamos estas mayúsculas) no nacen de la nada sino que son fruto de la evolución de su pensamiento. Pensamiento: ahí está el valor de estos objetos, en los conceptos que guardan, y esa es la revolución que defendió Duchamp.
En estas obras, la apariencia final carece de valor absoluto: los objetos se deterioran y, de hecho, a fines de los sesenta el que fuera ajedrecista tuvo que autorizar la realización de copias sin que ello implicara ninguna consecuencia: los objetos materiales en concreto no importaban, sí los conceptos que con ellos quería expresar, y tanto da una u otra rueda.
A comienzos del siglo XX se asistía ya a la reproducción masificada de objetos y precisamente Duchamp fue uno de los primeros en materializar esa idea. Él se servía generalmente de los nuevos, recién comprados, y su revolución, evidentemente, ha tenido un gran impacto artístico en cuanto a la libertad combinatoria y la cuestión conceptual, aunque los procesos de pensamiento que le llevaron a ella sean, aún por muchos, incomprendidos: iba en contra del sistema y no tuvo intención de que sus obras acabaran en los museos ni entraran en el juego del consumo.
En los años veinte nació una acepción diferente en el uso de los objetos comunes en la obra de arte para provocar un choque en el espectador: la vía surrealista.
El Teléfono-langosta de Dalí (1936) se relaciona con el dadaísmo, pero no tiene una intención antisistema ni nihilista como aquel, sino que busca provocar relaciones sin sentido entre objetos dispares. Los surrealistas buscaban contrastes contrarios a la lógica y la razón, inesperados; contrastes que pusieran en funcionamiento la imaginación y nuestro lado subconsciente.
En esa línea, Dalí creó también su zapato de tacón lleno de leche: se trata de combinaciones casuales, sin racionalizar, con resultados extravagantes.
Meret Oppenheim, con los mismos objetivos, forró una taza de piel o una jarra de cerveza con cola de ardilla, también en los treinta. Planteaban así una reflexión sobre el objeto artístico, rompiendo con la magia del museo y provocando cierto conflicto en el espectador al situar lo creativo en la combinación de materiales despojados de su función. La perplejidad del que mira es un camino para llevarlo a otro nivel de percepción.
Hay que mencionar que no manejan, unos y otros, ningún tipo de limitación en cuanto a materiales, por eso a menudo estos artistas tuvieron que inventar sus propias técnicas de trabajo: Oppenheim tuvo que coser a la taza la funda de piel y la supuesta espuma de su jarra de cerveza estaba formada por resinas sintéticas.
Se originan, claro, problemas de conservación diversos, porque cada tipo de objeto y de material requiere un mantenimiento distinto y la mezcla íntima de unos y otros genera muchos desafíos en relación con su diferente reacción a la temperatura, la luz o la humedad.
Con sus objetos, dispares, los surrealistas buscaban contrastes contrarios a la lógica y la razón
Otro movimiento que buscó acercar el arte a la vida por la vía del objeto fue el Pop Art. Andy Warhol también incorporó en su obra objetos comunes, bienes de consumo convertidos en iconos, más o menos héroes de la vida cotidiana.
En los ochenta, Haim Steinbach recuperó, en parte, aquel espíritu; en Related and different (1985), integró una estantería de laminado plástico, unas zapatillas y candelabros de latón: objetos nuevos, puramente de consumo y con una función viva en el mercado no artístico. Supone una revalorización del poder del objeto en la sociedad de hoy; la conversión del bien de consumo en emblema de una época. Esa obra de Steinbach es considerada por algunos el germen de las instalaciones.
Volvemos atrás para citar al imprescindible Walter Benjamin, que teorizó sobre la pérdida del aura que caracteriza al objeto único y la apertura de expectativas que implica para el espectador la reproducción mecánica.
Se dio cuenta –hay que subrayar que cuando murió, en Portbou, corría 1940– de que el objeto reproducido no tiene aura y de que en él no existe la magia de reconocer lo bien hecho, sin embargo creyó en la efectividad de la idea de que el artista pudiera seleccionar el objeto común y transformarlo en obra de arte a partir de su intención.
Y terminamos hablando de un español: Joan Brossa. En uno de sus poemas-objeto vemos un garrote vil en el que se supone que va a sentarse un invitado ante la que sería su última cena. Se dejó influir el catalán por el surrealismo y el arte conceptual, que ya no son movimientos puros, se mezclan, y en este caso nos proporciona una imagen escalofriante (y de carácter crítico con la pena de muerte). La calidad de los materiales y el lujo de la mesa puesta contrasta con la dureza y tosquedad del garrote vil: otro contraste para hacer pensar.