Si tenemos que poner nombre, y común apellido, a los creadores del clasicismo barroco en la pintura, corriente fundamental del movimiento junto al naturalismo y al propio barroco decorativo, tendremos que acordarnos de los primos Aníbal, Ludovico y Agostino Carracci. En las últimas décadas del siglo XVI, cuando el manierismo se agotaba y la Contrarreforma requería de los artistas una labor de propaganda en favor de la fe católica, esa disciplina, la de la pintura, evolucionó hacia el realismo como reacción ante el antinaturalismo anterior y a los intereses de la Iglesia de Roma, que buscaba la conquista de las almas mediante la emoción suscitada por la obra de arte en la sensibilidad de quien la contemplaba.
Pero ese deseo de realismo tuvo diversas interpretaciones: el naturalista Caravaggio vinculó su obra a lo concreto y particular, entendiendo que todo lo real, bello o feo, es digno de ser representado; sin embargo, para Aníbal Carracci lo representado debe ser real, pero no todo lo real debe ser representado, pues el artista ha de corregir con su mente la naturaleza, obviando en ella imperfecciones o irregularidades para mostrar una realidad ennoblecida y verosímil. Como clasicista, buscó el equilibrio entre lo natural y lo ideal, representando las cosas, no como son, sino como deberían ser, aunque sin alejarse de lo posible. Al considerar la inteligencia como fuente única de conocimiento verdadero, la producción de este autor devino expresión conceptual: creó arquetipos, representaciones genéricas de personajes, sentimientos o expresiones que ideó partiendo de lo concreto.
Ese sentido intelectual de lo clásico no era característica individual de Aníbal, sino nota común de los tres Carracci: de Ludovico (1555-1619), maestro de sus dos primos y de obra hondamente religiosa; Agostino (1557-1602), seguramente el menos dotado artísticamente de los tres; y el más influyente y talentoso Aníbal citado (1560-1609). Naturales de Bolonia, esa ciudad influyó en su forma de entender la pintura: en el siglo XVI, esta era una villa rica económicamente y con amplia vida intelectual; aunque no tenía escuela pictórica propia, sí se desarrollaba allí una pintura de rasgos tardomanieristas en la que confluían influencias de Venecia, Florencia, Parma y Umbría. En ese ambiente, estos autores concibieron el clasicismo pictórico como continuación de la gran tradición del arte italiano anterior y desde la intelectualidad.
Hacia 1582-1585 fundaron la Accademia degli Incamminati, plenamente desarrollada en la década siguiente: allí se enseñaba pintura y otras bellas artes y se iniciaba a los discípulos en las humanidades; esto nos ayuda a comprender el sentido académico que tuvo el clasicismo desde sus orígenes y su asimilación tanto por los discípulos de los Carracci como por sus seguidores, pues además de formar a un número importante de artistas, su estilo coherente dejó huella, en buena medida gracias a escritos que fijaron contenidos teóricos, sobre todo en Italia y Francia. Siguieron su estela clasicista Reni, Domenichino, Guercino, Poussin o Claudio de Lorena.
Por esa carencia de personalidad inicial de la escuela de Bolonia, Aníbal Carracci buceó en el Renacimiento buscando modelos de perfección y principios estéticos: admiraba el dibujo de Miguel Ángel, el equilibrio de Rafael, el color en Tiziano o la sensualidad de Correggio, y asimiló esas referencias considerándose heredero del espíritu clásico. Esas son sus influencias, pero lejos de configurar con ellas un estilo ecléctico, les dotó de una significación particular atendiendo a la intención ideológica, la presencia de lo real y la base religiosa que hemos citado.
La elaboración mental de la que es fruto la pintura de Carracci puede hacer difícil la captación inmediata de sus valores y requiere cierta preparación cultural del espectador: no busca impresionar, sino hacer pensar; un trabajo de la razón y no de los sentidos. Sus clientes, quizá por ello, pertenecieron al clero y la nobleza: dichas clases sociales no aceptaron por completo, como sabemos, las rupturas de Caravaggio y vieron en el clasicismo un medio para incorporar la tradición a las nuevas necesidades expresivas.
Esa presencia de la razón es obvia en las composiciones del boloñés, efectuadas con gran rigor sobre esquemas geométricos, y marcadas por el orden, la claridad y el equilibrio. No busca la conmoción, por eso expresividad y movimiento siempre quedan tamizados por la mesura y la serenidad de la escultura clásica influye en la tipología de sus modelos. En su luz uniforme no hay contraste: su fin es reflexivo y no sensitivo, y su técnica es dibujística, por lo que el dibujo tiene de mental y sintético, lo que determina su escasa preocupación por la profundidad.
En cuanto a temática, sus composiciones fueron mitológicas y religiosas conforme a la doctrina de la fe católica; incluso las primeras, aparentemente profanas, poseen un sentido ejemplarizante. En todo caso, destacan sus aportaciones al paisaje, una naturaleza de claridad y reposo; este género había alcanzado autonomía por primera vez en el siglo XVII, dada la vinculación a la realidad de la pintura de la época.
Uno de los comitentes fundamentales en la carrera de Aníbal Carracci fue el cardenal Farnesio y su primer encargo fue la decoración del gran salón de su palacio romano. En la galería lo acompañaron Aníbal y Agostino, y mediaron en su programa el humanista Fulvio Orsini y monseñor Agucchi, secretario pontificio; se eligió un tema simbólico: el triunfo del amor divino sobre el humano. Bóvedas, muros y testeros se dividen en recuadros en los que se insertan narraciones mitológicas separadas por figuras y medallones realizados en grisalla que hacen pensar en las de Miguel Ángel en la Sixtina; se trata de la técnica del quadro riportato. El cuerpo central de la bóveda está ocupado por el Triunfo de Baco, que, sentado en el trono, junto a Ariadna y varios amorcillos, lleva la felicidad a la Tierra. Todo es orden y serenidad en su cortejo solemne.
El impacto que en este autor produjo su conocimiento directo de la pintura veneciana durante su estancia en esa ciudad, entre 1588 y 1590, se transluce en su interpretación del tema de la Bacanal, tan habitual entre los pintores del Cinquecento. Su composición en los Uffizi, fechada en torno a esos años, muestra a Venus con la espalda desnuda en una actitud que remite a imágenes de Tiziano; la asiste un sátiro, que le ofrece fruta, y la acompañan dos cupidos. La composición se estructura en triángulos separados por la propia figura de la mujer, en diagonal, y la impronta del cromatismo veneciano se advierte, asimismo, en su Paisaje con pescadores del Louvre: varios grupos de pescadores se disponen sobre una amplia extensión de terreno que se articula en planos escalonados hacia el fondo.
Otra de las composiciones capitales de este autor es Paisaje con la huida a Egipto, realizado hacia 1604 para el palacio romano Doria-Pamphili, que en el siglo XVII pertenecía a la familia Aldobrandini. Es su trabajo más bello en esta tipología, por su equilibrio compositivo y por el silencio y recogimiento que sugiere, pasando el tema a un plano superior. Las figuras ofrecen un aspecto majestuoso y evocación clasicista.
En cuanto al asunto religioso, la radical transformación que Aníbal Carracci pudo llevar a cabo en este campo se advierte en su Piedad (1606) de la National Gallery de Londres, una de sus últimas visiones de este tema, plena de dolor contenido y dramatismo. Las figuras resultan notablemente pesadas, sensación acentuada por el rico colorido. Unos años anterior, ejecutado al poco de su llegada a Roma en 1597-1598, es su Cristo en la gloria con santos, en el que aparece orando el cardenal Odoardo Farnesio, guiado por su patrón, san Eduardo; María Magdalena y san Hermenegildo, Cristo, san Juan y san Pedro, cuya basílica vemos al fondo. Responden las figuras a modelos arquetípicos.
Hacia 1599 realizaría, en temple sobre tabla, una composición mitológica que formaba parte de un clavicordio del Palacio Lancellotti de Roma. Se inspiraría en un antiguo camafeo romano y en Rafael, dada la atención que Aníbal prestaba entonces al mundo clásico como consecuencia de su participación en la decoración del Palacio Farnesio.
Y al tiempo que daba sus últimos retoques allí, se empleó en Quo vadis, domine? (hacia 1602), sobre la milagrosa aparición de Cristo a san Pedro. De sencilla composición, seduce por su riqueza tonal y por la belleza idealizada de ambos personajes, cercanos a Rafael y los modelos romanos, que han llegado a interpretarse como anticipos de la pintura neoclásica.