Miguel Ángel no tenía simpatía por la pintura al óleo; de ella decía que era adecuada para vagos como Sebastiano del Piombo y le parecía, como a Platón, menos pura que la escultura por su magia, por simular la apariencia de las cosas, por crear fantasmas y, sobre todo, porque en ella –opinaba– destaca el color sobre la idea.
Imaginaos qué hubiese pensado del impresionismo, él, que encontraba en los paisajes juegos de niños y en los retratos pábulo para la vana curiosidad. Entraba en contradicción, así, con la mayor parte de la escuela italiana del siglo XVI y con Durero, y era muy contundente al degradar la tela respecto a la escultura: La pintura me parece mejor en tanto se parezca a la escultura, y la escultura me parece peor en la medida en que se acerca a la pintura.
Así que el conflicto personal que vivió al aceptar la obligación de decorar al fresco las bóvedas de la Capilla Sixtina, en 1508, por encargo de Julio II, debió ser intenso, y se refleja en sus cartas: Esta no es mi profesión (…) Pierdo el tiempo sin resultado alguno. Que Dios me ayude.
Antes todo había comenzado bien: en 1505, este pontífice llamó a Miguel Ángel a Roma para realizar con él proyectos grandiosos, sobre todo su mausoleo en el Vaticano. El papa y el artista se entendían… cuando no se llevaban mal, porque los dos tenían un carácter violento, bullicioso y algo engreído, y el proyecto de panteón era –tenía que ser– grandioso, con más de cuarenta estatuas y numerosos relieves en bronce.
Pero el papa, hombre voluble, abandonó el proyecto después de que el escultor hubiese trabajado durante meses en las canteras de Carrara, y al parecer se echó atrás aconsejado por rivales envidiosos de Miguel Ángel, como Bramante. Era toda una afrenta, y el artista huyó de Roma negándose a regresar.
La reconciliación llegó el año siguiente, cuando ambos se encontraron en Bolonia, y parece que fue forzada por Julio II, que le impuso una nueva tarea imprevista y arriesgada: pintar al fresco –él, que no sabía nada de esta técnica– la bóveda de la Capilla Sixtina.
Puede que también Bramante estuviese detrás de esta idea, pensando que Miguel Ángel se negaría, o aceptaría para terminar firmando una obra inferior a las de Rafael, que en 1509 comenzaría a derrochar genialidad en la Stanza della Segnatura. Efectivamente, Buonarroti intentó eludir el honor cuanto pudo y llegó a proponer al de Urbino para esa labor, pero la obstinación del papa le hizo, finalmente, comenzar.
Era el 10 de mayo de 1508. Bramante le ofreció el andamiaje, pero él ya no estaba para bromas: construyó el suyo y, puestos a rechazar, también rehusó la ayuda de pintores fresquistas llegados de Florencia para asesorarlo. Se encerró con ayudantes escasos y fieles y, no solo pintó la bóveda, también los muros de la Capilla. Enfado japonés.
El centro de la bóveda lo forman nueve escenas del Génesis que describen la soledad de un Dios de físico atlético llevado por una nube de espíritus; soledad que remedia con la creación del hombre a su imagen y semejanza y de una mujer que lleva en sí a toda la humanidad: estos primeros humanos son templos hechos carne, con miembros descomunales, y portan el germen de las pasiones y castigos descritos después; esto es, la tentación, el pecado original y el diluvio.
En los ángulos de las cornisas encontramos veinte Ignudi, verdaderas estatuas vivientes, hermanos espirituales o amantes del artista entreverados de feminidad y masculinidad, a juzgar por los rostros y la musculatura, que pululan en todas las posiciones presas de pasiones terrenas.
Se entronizan los doce profetas y sibilas, penetrados por igual de duda y saber, y debajo de los ventanales quedan los precursores y ancestros de Cristo sumidos en la angustia y la pena. En los cuatro ángulos de la bóveda se narra la historia del pueblo de Dios en sus episodios siniestros: David matando a Goliat, Judit portando la cabeza de Holofernes, Moisés levantando la serpiente de bronce, Amán colgado… Este ciclo finalizará años más tarde, con el Cristo que fulmina con el rayo en el Juicio Final: lo que les espera a todos.
Queda claro en cada imagen que la escultura era, para Miguel Ángel, el ideal de la pintura. Quizá había aprendido de Sócrates que el objeto del arte era representar el alma, lo más íntimo, y los hombres y mujeres que pinta no le interesan más que por lo que hay de eterno en ellos. Lo fugaz y cambiante de la fisionomía, el encanto delicado de la vida… interesaban a otros pintores pero no a él, que no quiere fantasmas que seduzcan los sentidos, sino ideas eternas.
Los hombres y mujeres que pinta no le interesan más que por lo que hay de eterno en ellos.
Las pinturas de Miguel Ángel son grandiosas, sobre todo, por ser imitaciones de sus esculturas, pero también por conjugar brutalidad material e idealismo sereno, misticismo cristiano y belleza pagana, almas platónicas en cuerpos de atleta. De los frescos de la Sixtina dijo Romain Rolland: Es una obra terrible que no se puede mirar a sangre fría si quiere llegar a comprenderse. (…) Nada de paisaje, nada de naturaleza, nada de aire, nada de cariño, casi nada humano en ella.
Lo que aquí hay de bestial y de divino, de silvestre y puro, no se había pintado antes, por eso Buonarroti salió vencedor, defraudando las esperanzas de los enemigos que anhelaban su fracaso y solventando sus propias dudas, porque, cuando trabajaba en el episodio del diluvio y el fresco comenzaba a enmohecerse, pensó en dejarlo todo. Giuliano da Sangallo arregló esa vez el problema, y decimos esa vez porque hubo muchas más tentativas de huida, algunas debidas a las prisas del papa.
En agosto de 1511, Julio II dijo misa en la Capilla y en octubre de 1512 toda la obra estuvo acabada. Solo cuatro meses después, el pontífice murió: había castigado a Miguel Ángel obligándole a pintar en vez de esculpir, pero él fue castigado no pudiendo disfrutar apenas de la obra maestra que había patrocinado.
Una respuesta a “Almas platónicas en cuerpos de atleta. Miguel Ángel en el andamio”
Juan franco
Que maravilla. No se puede expresar el arte de Miguel Ángel con palabras.