El cosmos según el telescopio del Prado

La pinacoteca estrena recorrido temático, centrado en la astronomía

Madrid,

Hay muchas maneras de mirar el Prado… y algunas pasan por el cielo. El Museo ha estrenado hoy un nuevo camino para invitar al público a profundizar en sus colecciones: recorridos temáticos que esta vez no responderán a jornadas especiales (como la Mundial de la Juventud o el Día del Orgullo, que ya han centrado itinerarios anteriores), sino a la invitación a profesionales de distintos campos, ajenos al estrictamente artístico, para que ofrezcan sus propias lecturas de estos fondos.

La primera se la debemos a la doctora en astrofísica del CSIC Montserrat Villar, que propone en “Reflejos del cosmos” un viaje en el espacio (nunca mejor dicho) y en el tiempo para examinar cómo nuestra percepción e interpretación del firmamento ha evolucionado a lo largo de los siglos, a medida que avanzaban los hallazgos científicos y que estos tenían su repercusión en la producción de ciertos artistas.

Las piezas seleccionadas por Villar vienen a incidir en el carácter temprano del interés humano por el cosmos, en el terror y la reverencia que nos ha suscitado el infinito y en nuestra inquietud y reverencia hacia la eternidad; también se subrayan los lazos de aquellos descubrimientos con cuestiones políticas, religiosas y económicas, en un recorrido compuesto por veinte obras que se articulan en cuatro secciones pero que, como ha apuntado la investigadora, podrían ser muchas más.

La primera, El mito de la Tierra plana, hace hincapié en las ideas falsas que hemos creado en torno a aquella creencia: los pensadores griegos más significativos, como Aristóteles o Erastótenes, manejaron teorías sobre la esfericidad de nuestro planeta y aunque es mantra habitual que en la Europa medieval se tenía la convicción generalizada de que la Tierra era plana, lo cierto es que aquel conocimiento científico de los griegos se mantuvo vivo. Es complicado atisbar qué porcentaje social podría tener acceso a él, pero sí sabemos que, incluso en el primer medievo, los pensadores más influyentes y probablemente la mayoría sabían que era esférica, como se deduce de la lectura de los textos de san Agustín, santo Tomás de Aquino o el monje benedictino Beda el Venerable; la gran duda residía, fundamentalmente, en el tamaño de esa esfera y se discutía, asimismo, si podía existir vida en las Antípodas.

Llegado el siglo XVII, cobró fuerza la posibilidad de que la Tierra no fuese un globo perfecto sino elipsoidal y, en el XVIII, los científicos se dividían entre quienes creían que estaba achatado por los polos (Isaac Newton) o por el Ecuador (Cassini). Para averiguar quién tenía razón, la Academia de Ciencias de Francia envió dos expediciones al Virreinato de Perú y a Laponia que confirmarían que el grado polar ofrecía mayor longitud que el ecuatorial.

Forman parte de este primer apartado El paso de la laguna Estigia de Patinir, en el que la línea del horizonte marca el fin del mundo; el exterior del Tríptico del Jardín de las delicias de El Bosco, cuya bóveda cristalina, que todo lo cubre, podría aludir a las “aguas de encima” que cita el Génesis o Las siete artes liberales de Giovanni dal Ponte, obra en la que aparece, sentado a los pies de la Astronomía, Ptolomeo, quien planteó un modelo de cosmos cuyo centro ocupaba una Tierra esférica inmóvil.

El Bosco. El tercer día de la Creación (exterior del Tríptico del jardín de las delicias) , hacia 1490-1500. Museo Nacional del Prado
El Bosco. El tercer día de la Creación (exterior del Tríptico del Jardín de las delicias), hacia 1490-1500. Museo Nacional del Prado

El segundo capítulo del recorrido, Mitos en las estrellas, recuerda los lazos entre héroes, dioses y criaturas mitológicas, sus aventuras y desamores, y las constelaciones; estas son, hay que hacer memoria, alineaciones casuales de estrellas sin relación física entre sí, surgidas en épocas distintas, pero muy útiles en el pasado para definir épocas u orientarse en los viajes. El citado Ptolomeo, en su Almagesto, elaboró un catálogo en el que incluía un millar de astros organizados en casi medio centenar de constelaciones, número que se incrementó enormemente desde el siglo XVIII (desde 1922 se reconocen ochenta y ocho).

Dan fe de que muchos personajes de la mitología clásica quedaron asociados a esos cuerpos Rubens (Perseo liberando a Andrómeda, Diana y Calisto) o una escultura anónima italiana del XVIII que representa a Ariadna, a quien Baco haría eterna enviando al cielo su corona.

Imagen de la sala 29 en la que se expone Diana y Calisto de Rubens. Foto © Museo Nacional del Prado
Imagen de la sala 29 en la que se expone Diana y Calisto de Rubens. Fotografía: © Museo Nacional del Prado

La luna centra la tercera sección de “Reflejos del cosmos”. Hasta el siglo XVII, se creyó que ofrecía una superficie pura, lisa, y como tal era alegoría de castidad (Artemisa, Diana); Galileo y Kepler estudiaron sus océanos y tierras secas y Cigoli, Zurbarán, Pacheco, Murillo y sobre todo Rubens atendieron al satélite. El debate fue intenso entre quienes mantenían su carácter inmaculado, aceptando como mucho que sus manchas tuvieran que ver con ilusiones ópticas o variaciones lumínicas, y quienes creían que era maciza y opaca, de superficie áspera y sucia, como demostraban los hallazgos, telescopio mediante, del mismo Galileo.

Este, como Kepler, defendió ya la correcta idea de que su luz cenicienta se debía a que la Tierra la alumbraba con los rayos solares que reflejaba hacia ella; esto es, que nuestro planeta es iluminado e ilumina, proyecta luz. Una controversia paralela, de carácter muy distinto o quizá no, tenía que ver con la Concepción Inmaculada de María y Sevilla fue uno de sus focos (ese carácter inmaculado se declararía dogma de fe en 1854).

Muchos pintores barrocos pintaron lunas, en definitiva, y la mayoría lunas perfectas… la excepción fue, como decíamos, Rubens en su Inmaculada Concepción. Al tanto de los avances científicos, representó una Virgen de pie sobre una bola maciza y opaca, tosca e imperfecta. Su satélite es el de Galileo.

Giambattista Tiepolo. La Inmaculada Concepción, 1767-1769. Museo Nacional del Prado
Giambattista Tiepolo. La Inmaculada Concepción, 1767-1769. Museo Nacional del Prado

El último capítulo del recorrido remite al hallazgo fundamental del telescopio. Copérnico publicó en 1543 Sobre las revoluciones de las esferas celestes, donde reforzaba con cálculos nuevos la idea de un cosmos heliocéntrico que propuso por vez primera Aristarco de Samos. La Tierra se movía: rotaba una vez cada 24 horas y giraba en torno al sol una vez al año junto a la luna, teoría que sería rechazada por la Iglesia y también por los ortodoxos de la cosmología aristotélica.

Fue, de nuevo, Galileo quien introdujo el telescopio como instrumento para estudiar el cielo y quien descartó el modelo geocéntrico de Ptolomeo; le valió el arresto, pero sus hallazgos no tendrían, claro, marcha atrás. Es posible que Rubens lo conociera y retratara (hay quien ha identificado al astrónomo en su Autorretrato con un círculo de amigos de Mantua) y, en todo caso, fue el artista amigo de Elsheimer, a su vez miembro de la Accademia del Leincei romana, dedicada al análisis de las ciencias naturales por métodos nuevos. Ambos forman parte de esta última etapa de “Reflejos del cosmos”.

La exhibición ha sido posible con el apoyo de American Friends of the Prado Museum y las aportaciones de The Arthur and Holly Magill Foundation.

Adam Elsheimer. Ceres en casa de Hécuba, hacia 1605. Museo Nacional del Prado
Adam Elsheimer. Ceres en casa de Hécuba, hacia 1605. Museo Nacional del Prado

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