La forma del agua: el engranaje maestro

01/03/2017

La forma del agua, Guillermo del ToroYa sabemos que en el cine de Guillermo del Toro existen realidades poco estimulantes, personajes de buen corazón y vidas tristes aplastados por los malos (con escasos matices, porque no se preocupa de esquivar el maniqueísmo en la tradición de cierto cine clásico) y puertas y ventanas que pueden conducir (solo a los buenos) a mundos liberadores de fantasía donde también existe el peligro pero, sobre todo, la aventura y la posibilidad de autenticidad.

En La forma del agua esos elementos básicos se mantienen vigentes, pero ha perfeccionado los hilos que enlazan a los personajes, las circunstancias que los cruzan, las lecturas actuales de la trama y los mensajes de los intersticios, así, aunque nos cuente una historia de amor en la que no existe apenas intimidad ni despliegue sentimental, todo acaba funcionando: la humanidad es el tema de una aventura en la que todos pierden pero quedan redimidos los que practicaron la empatía y la comprensión. Una aventura que comienza, como tantas veces, con la irrupción de un extraño.

Su desarrollo es sencillo, pero cada uno de los personajes, principales o secundarios -y existe un amplio despliegue-, juegan un rol intencionado en el conjunto y comunican su mensaje. Como decimos, son muchos, pero importan cuatro, todos solitarios cada uno a su manera: Elisa (Sally Hawkins), una limpiadora muda y observadora con la candidez de Amelie pero los pies en tierra, su amigo Giles (Richard Jenkins), un adorable anciano homosexual con quien mantiene una amistad alegre; la estupenda Zelda (Octavia Spencer), la única compañera de trabajo que quiere sinceramente a Elisa y, además, padece a un marido vago que habla poco y para mal -las referencias a la cuestión del feminismo están muy presentes en la película- y desde luego un anfibio que responde con cariño al afecto y con furia a la violencia, a la que los malos (Richard Strickland) le tienen acostumbrado.

Entre este ser y Elisa se establece una relación antes empática que amorosa, porque Del Toro convierte su comunicación más en una declaración de aceptación al diferente y de compasión (en tiempos de Trump) que en los prolegómenos de un noviazgo, solo al final esbozado. El agua, en la que al principio Elisa disfruta a solas al bañarse cada mañana, es el escenario de sus encuentros, el medio donde estos dos rechazados encuentran la relajación y la oportunidad de sentirse queridos frente a un entorno (terreno) que o los rechaza o se aprovecha de ellos. Sus encuentros primeros y la ilusión de los dos están genialmente abordados; la cercanía mayor resulta, después, más fría.

Como siempre en el cine tan reconocible de Del Toro, los efectos especiales están estupendamente conseguidos y favorecen, no que el espectador se distancie de la trama al no sentirla íntima, sino muy contrario, la emoción y el embeleso: le ayudan a participar de la magia.

Son muchos los lugares comunes y obviamente no estamos ante una historia veraz, sino metafórica: no se pretende otra cosa que hacernos formar parte de una fábula en la que a ratos compartimos inocencia con Elisa y, en otros, se nos exige pensamiento adulto y maduro. También se nos coloca ante figuras que no parecen reunir ninguna condición necesaria para ser felices, pero lo son, y se nos transmiten sensaciones conmovedoras sobre el poder de las buenas compañías. No hay originalidad, sí disfrute y llamadas de atención sobre la necesidad de compasión.

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