En tiempos de luz menguante, la vanitas del comunismo

14/06/2018

En tiempos de luz menguantePocos meses después de que llegara a salas La muerte de Stalin de Iannucci, esa comedia sin autocensura dedicada a los secuaces del dictador y sus ridículos empeños por heredar su poder, se estrena en cines otro filme, este alemán, que nos sitúa en los momentos previos a la debacle de otro líder comunista, y a la caída de la Unión Soviética en general: En tiempos de luz menguante, del director Matti Geschonnek, más prolífico en la televisión que en el cine.

El título puede parecer algo engolado, pero corresponde al de la traducción en castellano de la novela en la que esta película está basada: una historia de Eugen Ruge, que aquí publicó la editorial Anagrama hace unos cinco años y que también merece bastante la pena. En cualquier caso, es cierto que, fijándonos en la iluminación, la obra de Geschonnek está dominada por la penumbra, en los exteriores, en los interiores y corriendo por las venas.

En tiempos de luz menguante es una de esas historias en las que basta una celebración familiar para hacer estallar conflictos engordados a fuego lento en los que se entrecruzan los agravios personales y los políticos. Es el argumento habitual de las novelas de Yasmina Reza y lo hemos visto en filmes muy recientes como Sieranevada, Las furias, Corazón silencioso… El planteamiento no es novedoso, tampoco el ambientar la trama en un salón como casi único escenario.

La originalidad de la película deriva de su contexto (los últimos años del comunismo en Europa) y de las explosivas circunstancias del jerarca radical y su familia (el hartazgo y la tragedia de su esposa y descendientes frente al férreo convencimiento de ese mandamás nonagenario al que todos fingen adular y, salvo algún cándido ejemplo, todos aborrecen). Y el gran acierto de Geschonnek es haber traslado al filme un importante catálogo de metáforas que invitan a ver la película más de una vez: esa mesa de comedor, enorme y vetusta, que se derrumba, cual Unión Rusa, después de que el anciano creyera haberla dejado asegurada con cuatro clavos; el lagarto embalsamado que el cumpleañero regala a su noqueado nieto,  los jarrones y flores que todos le ofrecen sin osar, alguno, introducir la diferencia; la cosificación cotidiana a las mujeres en un régimen que, en la teoría, garantizaba la igualdad… Y, sobre todo, el hecho de que aquella mesa se desplomara antes de que nadie pudiera comer.

Bruno Ganz aporta carisma y un punto de brillantez (Llevad esas verduras al cementerio, dice a quienes le regalan flores) a un personaje, por lo demás, rígido hasta lo pétreo en sus ideas, intolerante, respetuoso con el servicio y con la juventud solo de boquilla. Falsas son las pleitesías que recibe sin habérselas ganado como falsa es la armonía que trata de mantener su familia, que, cuando no puede quedar mucho para la muerte del patriarca, comienza a otear el sinsentido del sufrimiento, de los hijos muertos y del hambre mientras se enviaban naves al espacio. Y pierde el miedo a hablar, e incluso a cruzar el muro.

Tanto el dictador, que lo era hacia dentro y hacia fuera, como los personajes que por compromiso lo felicitan están perfectamente construidos por Geschonnek, que compone aquí algo parecido a un cortejo fúnebre, una sucesión de danzantes en torno a la muerte con fogonazos de lucidez tardíos.

 

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