Las furias: vendaval familiar

12/11/2016

Las furias, Miguel del ArcoUn vídeo familiar antiguo, tras una función teatral, en el que la voz casi salida de ultratumba de José Sacristán nos avisa de que las furias existen y pueden apoderarse de aquel que haga daño a su familia es el punto de arranque de Las furias, la primera incursión cinematográfica de Miguel del Arco.

Se trata de un drama familiar con tintes bien logrados de humor (una de sus grandes bazas) en el que asistimos al que podría ser el acto final de desgarramiento de un clan minuciosamente hecho trizas con el paso de los años, como Del Arco nos deja ver poco a poco a medida que nos presenta a un matrimonio diluido (él, actor que lo fue todo, ella psicóloga) y la vida en difícil equilibrio de sus tres hijos, que no casualmente se llaman Héctor, Casandra y Aquiles y que, ya adultos, no han podido huir de la influencia constante de sus padres.

En Las furias lo teatral no se queda en la anécdota de los nombres y la profesión paterna, en realidad lo inunda casi todo: una trama marcada por esos personajes mitológicos de las furias, que parecen guiar con sus caprichos vengativos las acciones de hijos y padres y que obsesionan a la hija de Casandra; los escenarios, con una mansión familiar junto al mar como lugar casi único de la tragedia, y también las interpretaciones apasionadas, a veces rayando en el exceso, sobre todo la de esta adolescente.

Es fácil pensar en Agosto o en La señorita Julia, pero Las furias resulta original en su guión, que contiene, a veces, intervenciones agudas y nada convencionales, y también en la puesta en escena (que aquí no es tal) de cuestiones que afectan a todos, como el peso de los genes, la posibilidad o imposibilidad de escapar a ellos o el modo en que la infancia y la relación con sus padres puede marcar la personalidad a futuro de cualquiera. Es interesante que estos temas, que por ser atemporales nos unen a Grecia y a los clásicos, se aborden con poca piedad; que el desenlace, en lo que a esta familia atañe, no recomponga los platos rotos para ser artificialmente feliz (más allá del recurso corriente a la esperanza del bebé que nace, presente también en la reciente El porvenir).

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