El rebobinador

Los pintores italianos y el Mediterráneo: donde pervive el misterio antiguo

En la pintura moderna los paisajes no reflejan solo lugares reales, sino también trasposiciones al lienzo de viajes imaginarios: paraísos privados o espacios interiores. La Grecia donde nacieron Giorgio de Chirico y su hermano, Alberto Savinio, es una tierra lejana para ellos en su madurez, en el tiempo y el espacio, y la anhelan en sus pinturas, donde los templos se levantan sobre montañas y playas desiertas y los puertos acogen a barcos a punto de zarpar o de arribar. Pese a diferencias de estilo, las obras de ambos profundizan en sus raíces culturales y evocan continuamente los lugares del clasicismo y los mitos antiguos (dioses, héroes, Dioscuros, Argonautas…).

Los dos eran viajeros errantes desde su juventud. Atenas, Venecia, Milán, Múnich, París, Florencia, Turín, Roma, Ferrara… las ciudades fueron sucediéndose en un vagabundeo que se detuvo para ambos en París, entre el final de los veinte y los principios de los treinta. Tras años en varias ciudades italianas, De Chirico regresó a la capital francesa, iniciando una etapa marcada por una relación compleja con los surrealistas, devotos de su periodo metafísico y hostiles hacia sus nuevos caminos, deudores de un clasicismo recuperado y lleno de lirismo. Encontramos en sus nuevas pinturas maniquíes, caballos a la orilla del mar, gladiadores… dispuestos en escenarios impregnados de luz mediterránea y espíritu apolíneo; son estas imágenes portadoras de un mundo antiguo proyectado en el presente de la vida moderna.

En el periodo anterior había llevado a cabo un giro clásico: en los veinte, colaboró con la revista Valori Plastici y estudió a fondo a los maestros antiguos, como Uccello, Piero della Francesca, Rafael, Tiziano… hasta Courbet e Ingres. Las huellas de esas referencias pueden encontrarse en Bañista. Retrato de Raissa (1929), donde apreciamos, asimismo, alusiones a la monumentalidad de Picasso; se trata de un retrato de su primera esposa, Raissa Gourevitch, quien, desnuda y de espaldas, se gira hacia el espectador como si acabara de advertir su presencia. Ella, por cierto, fue actriz y después arqueóloga y poseía numerosos libros de cultura griega.

Giorgio de Chirico. Bañista (Retrato de Raissa), 1929. MART Rovereto
Giorgio de Chirico. Bañista (Retrato de Raissa), 1929. MART Rovereto

En Caballos a la orilla del mar capta en parte el aire salobre del Mediterráneo. Representados a menudo en pareja, los animales galopan en playas o permanecen quietos, en paisajes antiguos, a veces con acrópolis de fondo, donde coloca el artista fragmentos de estatuas o arquitecturas. Los caballos fueron uno de sus motivos más amados, por causas seguramente autobiográficas y mitológicas y culturales. Savinió contó que la primera obra de su hermano expuesta al público representaba un caballo, pero sabemos también que le impresionó el episodio de “locura” de Nietzsche en el que ese filósofo, querido por De Chirico, abrazó a un ejemplar.

Giorgio de Chirico. Caballos junto al mar, 1927
Giorgio de Chirico. Caballos junto al mar, 1927

El abandono del temple, propio de su etapa clásica, y el regreso al óleo condujeron a este autor a una paleta de rojos, pardos, celestes y grises plateados que desembocarían en una pintura más luminosa. Compartió con Savinio el cultivo del asunto mítico del viaje, en clave autobiográfica: no es casual que el título de una de las obras más célebres de Giorgio, La partida de los Argonautas, reaparezca más de una década después en Alberto. Ulises y Polifemo es una de las numerosas composiciones de este último dedicadas a Homero, que le inspiró en su pintura y en su dramaturgia. Los motivos de la partida, las idas y regresos, se abordan entrelazando las fuentes antiguas con invenciones oníricas y surreales: composiciones de objetos, juguetes y formas geométricas.

Alberto Savinio. Ulises y Polifemo, 1929
Alberto Savinio. Ulises y Polifemo, 1929

Ambos, Savinio y De Chirico, conocieron a Carlo Carrà en Ferrara en 1917, cuando este estaba hospitalizado en la Villa Seminario. De Chirico, soldado como él, vivió en esa ciudad desde 1915 a 1918 y también Savinio residió allí hasta julio de 1917. En los veinte, la llama del futurismo ya se había diluido en su obra, que desde 1916 evoca un primitivismo matérico o transmite una sensación de atemporalidad. Finalmente, también él recupera el legado de los maestros antiguos, reflejado plenamente en Las hijas de Lot (1919), pero ya presente en los estudios sobre Uccello y Giotto a los que se dedicó desde 1914.

1920 fue para Carrà un año crítico: escribe y dibuja, pero no finaliza sus pinturas. Dijo experimentar “el hábito de buscar la armonía en las cosas que nos rodean, porque percibimos que cuando nos apartamos de la naturaleza desaparece, junto con la justa valoración de la vida, todo orden y proporción”. Decidió partir, justamente en busca de esa armonía: en el verano de 1921, su viaje pictórico volvió a empezar en la frontera entre la tierra y el mar, en Moneglia (Liguria), y continuó por las atmósferas silenciosas de las playas vacías y las lagunas de Camogli (1923), Forte dei Marmi (1926) y Venecia; allí donde el sonido de las olas acompaña el día a día.

Pino cerca del mar (1921) supuso el inicio de las representaciones de paisajes marinos de Carrà, entre lo onírico y lo encantado: se trata, en definitiva, de paisajes del alma. Tras los años de la guerra, en estas imágenes encontró cierta calma: transmiten melancolía sin dejar a un lado las atmósferas suspendidas de su periodo metafísico. En torno a Fonte dei Marmi, en una casa entre pinares que él mismo diseñó, buscó convertir un paisaje en un poema visual lleno de espacio y de ensueño.

Carlo Carrà. Pino cerca del mar, 1921
Carlo Carrà. Pino cerca del mar, 1921

Carrà reconoció que el mar siempre ejerció una poderosa atracción sobre su espíritu: Marina con árbol (1930) y La barca (1928) desprenden solemnidad y quietud, firmeza en las formas y ecos primitivos. La división del espacio en estos trabajos responde siempre a una armonía numérica entre las partes que el pintor aprende con Uccello y Della Francesca; incluso sus figuras humanas parecen tributos a la antigüedad. Concretamente, la figura central de Nadadores es una cita directa de la postura de Adán en el fresco de Masaccio dedicado a su expulsión del paraíso.

Venecia también fue un motivo recurrente en su producción de la segunda mitad de los veinte, pero él se fija en sus lugares más solitarios: Si es cierto que el ideal de la vida humana es la paz con uno mismo y con los demás, dijo, ninguna ciudad llega a ser tan civilizada y espiritual como esta. Como ocurrió con los paisajes de Toscana y Liguria, donde los muelles y las marinas se convierten en lugares arquetípicos sumidos en atmósferas intemporales y melancólicas, la síntesis de Carrà no permite reconocer inmediatamente los lugares venecianos, salvo algunas excepciones (Venecia y la Salute). Las notas metafísicas del primer Carrà se mantienen en sus paisajes, virando hacia el lirismo en los treinta.

Massimo Campigli, por su parte, había nacido en Berlín en 1895, moriría en Saint-Tropez en 1971 y se convertiría en uno de los artistas que mejor reflejó en su obra la esencia de la cultura antigua mediterránea. Explicó que una de sus influencias más duraderas fue la del arte etrusco, que en 1928 provocó un giro en su pintura, tras una visita al Museo de la Villa Giulia en Roma. Hasta ese momento lo egipcio (la geometría y la precisión) habían ocupado todo su interés: En mi pintura, las mujeres monumentales dieron paso a las mujercitas. Quedé cautivado por esa humanidad pequeña, sonriente y que hace sonreír. El sereno sueño de estas otras odaliscas de terracota sobre sus sarcófagos, su manera de estas muertas, me parecieron envidiables. En mis pinturas entró una felicidad pagana.

Massimo Campigli. Los gitanos, 1928
Massimo Campigli. Los gitanos, 1928

Tras aquel encuentro con lo etrusco, Campigli (cuyo nombre real era Max Ihlenfeld) llevó su obra hacia un lenguaje simbólico que simplificaba las formas, privilegiando la vista frontal e imitando la sequedad y la luminosidad del fresco, simulándolas con óleos diluidos. Su paleta se basa en tonos tierra y blancos, que se encienden con toques de azul, rojo, verde o amarillo. El espacio es sugerido por escasas líneas finas.

En Los gitanos observamos referencias concretas a la antigua Roma que había recogido Campigli en Rumanía, tras una visita a la capital italiana. La figura recostada, que recuerda el motivo de la Ariadna dormida, vuelve a aparecer más relajada en La canícula. Siembra este autor sus imágenes de alusiones arqueológicas y culturales, clásicas y arcaicas, y sus figuras, normalmente femeninas, presentan expresiones misteriosas y sonrisas silentes (Busto con jarrón azul).

Sus hieráticas mujeres, aisladas o en grupos compactos, evocan las antiguas imagines maiorum o los patrones del arte funerario etrusco y romano republicano; sin embargo, esas posturas aparecen también en escenas más cotidianas, como los harenes o los grupos de bañistas al sol.

En definitiva, escogiendo caminos propios según sus propias biografías, cada uno de estos autores supo extraer lo imaginario de la realidad y el encantamiento del pasado en los paisajes del presente.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Redescubriendo el Mediterráneo. Fundación MAPFRE, 2018

 

 

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