La vida de Giovanni Segantini fue breve -apenas superó los cuarenta años, en la segunda mitad del siglo XIX-, pero suficiente para convertirse en uno de los grandes pintores alpinos de estas montañas, quizá por su amor por la agricultura y la vida natural.
En los avances del divisionismo (la aplicación de la división del color a partir del prisma óptico), encontró una expresión artística moderna que podía iluminar los Alpes con una nueva luz y colores vibrantes y despertar el anhelo por la experiencia de la naturaleza virgen.
Nacido en Arco, en el Tirol, en un entorno humilde, perdió a sus padres a temprana edad y se formó en Milán, en la Escuela de Brera. Comenzó llevando a cabo escenas de la vida urbana, para más tarde centrarse en los paisajes de la región de los lagos de Brianza, en el norte de Italia -allí ambientó una de sus composiciones más célebres, Ave María a trasbordo (Ave María en la orilla), donde disecciona la materia en luz y color, logrando un resplandor de aire sobrenatural-. Apátrida, junto a su esposa Bice Bugatti y sus cuatro hijos se trasladó a Savognin, donde pudo empaparse de la cultura campesina local y diseñar sus primeras pinturas monumentales de los Alpes suizos.
Terminó estableciéndose con su familia en el pueblo de Maloja, en la Engadina, y pasó los duros inviernos en el Val Bregaglia. Elaboró entonces sus enormes lienzos al aire libre, ascendiendo cada vez más ladera arriba hacia las cumbres, y logró su apogeo con el legendario “Tríptico Alpino”, que preparó en estudios de gran formato. La creciente idealización que le motivaba llevó las telas de Segantini a un reino donde las montañas se le antojaban un paraíso terrenal; dicen que sus últimas palabras fueron “Voglio vedere le mie montagne” (Quiero ver mis montañas).

Uno de los grandes asuntos de su producción fue la relación simbiótica entre humanos y animales, y el esfuerzo de los agricultores en su trabajo diario (lo vemos en Cosecha de heno, de 1889; Esquileo de ovejas, de 1886-1888; o Retorno del bosque, de 1890). El granero supone, una y otra vez, un lugar de refugio que promete en sus composiciones protección en la oscuridad inminente; la madera y la paja también garantizan calor. Sólo en su obra muy temprana La cosecha de calabazas (1884-1886) la industrialización, a través del ferrocarril, rompe por primera y única vez la representación idealizada del idilio rural, que inevitablemente dialoga con las miradas hacia el mismo tema de Millet y Courbet, pero también con las de Liebermann.
Esa labor del campo ejerce sobre los espectadores una atracción hipnótica derivada de su carácter de proceso interminable y su repetición siempre igual: a la formación de un almiar de heno seguirá su decrecimiento, y reunir con el rastrillo y cargar ese heno se hace sólo para repartirlo a las reses durante el invierno, uno tras otro.

Daubigny veía en estas acciones sucesos anónimos, con pequeñas figuras en el paisaje, mientras Segantini sitúa una sola figura en el primer plano, apelando a las emociones: la nostalgia o la compasión. Mantenía trato diario con esos agricultores o pastores y generalizaba sus experiencias individuales hasta encontrar en ellas signos de un destino colectivo.
Cuanto más asciende en las montañas, más luminosas se vuelven sus obras y más individual su manejo del color, la forma y el motivo. Una de sus últimas composiciones encarna esa vivísima luminosidad: la inacabada Paisaje de montaña (1898-1899), en la que la cualidad mística de éstas se quiere transferir a la imagen; sus delicadas pinceladas de color puro se fusionan en una verdadera explosión de luz.

En las alturas, Segantini experimentaba más luminosidad, más claridad, más aire. Los enclaves escarpados eran un lugar místico para él, aunque su primer terreno fue el de la llanura (después los fondos de valle con sus lagos, hasta que finalmente se asentó en las altas mesetas, ese reino de carácter aún indómito que desplegó como emblema de armonía universal).
La naturaleza en la obra del italiano es divina, nunca mortal, tanto que en sus trabajos tardíos e inconclusos se acerca a la cima perdiéndose en una premonición de monocromía y abstracción. La montaña es aquí último cobijo, y la reducción del motivo a unos pocos elementos pictóricos y su concentración en un número limitado de gradaciones de color lo condujeron a un punto en el que la disolución de la materia en paleta y luz, en energía invisible, no está lejos.


