El rebobinador

Böcklin (de entre los muertos)

Nació en 1827, murió en 1901 y gozó en vida de fama y reconocimiento haciendo sombra a las vanguardias de París, pero después cayó en un absurdo olvido hasta ser reivindicado por los surrealistas. Nacido en Basilea, la obra de Arnold Böcklin conjuga elementos románticos y realistas, pues del romanticismo evolucionó hacia el naturalismo, aunque sus mejores obras las llevó a cabo desde la óptica simbolista, siendo una de las figuras suizas fundamentales de este movimiento surgido en el último tercio del siglo XIX, como reacción al impresionismo y el postimpresionismo.

Böcklin. Alexander Michelis, 1846
Böcklin. Alexander Michelis, 1846

Böcklin estudió arte en Düsseldorf y pintó desde 1840 hasta su muerte. Era hombre de amplia cultura, se relacionó con historiadores alemanes como Burckhardt y, pese al éxito que conoció, sus inicios fueron complicados, dado su rechazo a los caminos marcados. Tras ser profesor de arte en Alemania, en 1850 se marchó a vivir a Italia, donde, con el tiempo, sería reverenciado por De Chirico.

En una de sus obras más tempranas retrató a Alexander Michelis (1846), en una pintura que prueba su filiación romántica en la senda de Runge, su aproximación intensa y obsesiva al primer plano del rostro y su voluntad naturalista de captar la psicología del modelo. Los ojos, considerados por los románticos ventanas al alma, están en el caso de Michelis cerrados para enfatizar el ensimismamiento del retrato.

Un año posterior es Ruinas del castillo, donde vemos a un Böcklin juvenil y romántico. Se trata de un paisaje crepuscular, en la línea de los de Friedrich o Schinckel, aunque la diferencia de épocas la percibimos en que su recreación de la naturaleza es más exuberante y su precisión más realista en los detalles orográficos y botánicos.

Los paisajes del suizo suelen ser sublimes, recónditos e inaccesibles, de naturaleza espontánea y peligrosa, dramatizada por una luz rasante y cambiante. La luna, la noche, las ruinas y el cielo agitado hablan de su raíz romántica.

Böcklin. Ruinas del castillo, 1847
Böcklin. Ruinas del castillo, 1847

En Ninfa huyendo del acoso de Pan, toma un asunto tradicional de la pintura clásica, pero lo trata de forma distinta, exaltando lo dionisiaco, las pasiones y los instintos elementales, no lo apolíneo. Pan, dios del desenfreno, está muy presente en su producción y también en la cultura germánica (Schopenhauer, Freud, Nietzsche…); aquí vemos también como los tonos del paisaje son cada vez más naturalistas. Pese a su aspecto pintoresco, esta pieza tiene un carácter teatral y operístico y sumerge las figuras entre la vegetación (la ninfa, lo sabéis, se convertirá en cañas). Aquí el suizo se inspira en una tradición pictórica muy distinta de la francesa: reivindica a Rubens, la pintura galante, Venecia y Tiziano.

En Pan en los cañaverales (1856-1857), también captó un tema de filiación romántica: la melancolía, el mal de Saturno asociado a los artistas, un asunto central en Durero y bastante cultivado en el siglo XIX. Contrapone la energía instintiva y sensual del lado más animal del hombre y su pasión melancólica, desde una forma de narrar más sofisticada que la didáctica tradicional. No lo hace explícito, pero se trata de una recreación romántica del amor frustrado de Pan por la ninfa convertida en caña: toca su flauta.

Entre cañaverales sobre los que hay floración también pinto una Venus abandonada (1860). Sus golpes de luz no se relacionan con elimpresionismo y crean una zona difusamente iluminada. Al centro queda la figura femenina de la Venus espectral, a modo de estatua entre la maleza. La capacidad de Böcklin de generar misterio influye, asimismo, en los impresionistas.

Destaca también la naturaleza en Pan asustando a un pastor (1859): combina paisaje rotundo y elementos mitológicos. Siempre hace referencia a maestros del pasado y busca tornar presente el terror en la naturaleza a través de apariciones terribles de seres reales o imaginarios. En una versión un año posterior, la figura de Pan casi se identifica con una formación rocosa, como si fuese una proyección de nuestra mente hacia la naturaleza.

En Asesinato en el parque (1859), nos presenta una villa italiana envuelta en un frondoso jardín y al borde del mar. Aparecen dos figuras en una barca y un hombre que rapta a una mujer. Los piratas han asaltado la villa y matado al dueño, y la luz rasante del atardecer da a la escena un aire melancólico. Combina acción y trasfondo nostálgico.

En 1861 retrató Böcklin al cantante Karl Wallenreiter (1861) con una partitura enrollada y mirando al infinito. Lo representa como sería su personalidad: sensible, refinado e intelectual, con aspecto de hombre culto. La influencia de Tiziano es plena en la técnica y la postura de la figura.

Sus inquietudes culturales las llevaría Böcklin también al terreno de esa técnica y, en Retrato de un joven romano (1863), experimentó con el uso de la encáustica, acorde al tema de la obra. Entre sus pinturas de más clara influencia italiana encontramos dos retratos de su esposa, Angela Böcklin; ella era precisamente italiana y la captó al modo de las madonnas rotundas de los siglos XVI y XVII, aunque su captación psicológica sea más refinada, y con una redecilla roja en el pelo, en una versión más íntima.

Villa al borde del mar (1864) constituye una adaptación del Monje junto al mar de Friedrich. En esta villa rodeada de cipreses palpita el misterio, luces y sombras; una joven solitaria mira al infinito o medita, sugiriéndonos soledad y melancolía en un paisaje casi metafísico. Pintó otras versiones, como una de 1865 en la que la villa parece un templete jónico y una figura sola y soñadora junto al mar apoya la cabeza melancólicamente en su brazo. El estilo de Böcklin tiende al hiperrealismo en los detalles.

Böcklin. Villa al borde del mar, 1864
Böcklin. Villa al borde del mar, 1864

En María Magdalena llorando ante Cristo muerto introdujo elementos, no solo de la tradición latina o meridional, que también, sino de la vertiente más expresionista de los maestros renacentistas alemanes, como Holbein. Este Cristo yacente remite a Mantegna y la Magdalena muestra su dolor de forma muy patética; su blancura enlaza con los mármoles blancos que a su vez contrastan con el velo negro.

Böcklin. María Magdalena llorando ante Cristo muerto, 1867
Böcklin. María Magdalena llorando ante Cristo muerto, 1867

 

Böcklin. Dragón en un desfiladero rocoso, 1870
Böcklin. Dragón en un desfiladero rocoso, 1870

El tema de Asesino perseguido por las furias (1870) es muy insólito. Las furias, tres en la mitología clásica, se presentaban tras los asesinatos para torturar al asesino y ser su funesta compañía, su culpa, un sentimiento muy abordado en el siglo XIX, pero más en la literatura (Dostoievski) que en las artes plásticas. Esta época se caracteriza por la depuración arqueológica del pasado y la reflexión sobre la cultura clásica: el paisaje es turbulento, en consonancia con la acción terrible, y de nuevo da Böcklin mucha importancia a la luz.

Igualmente insólito es Dragón en un desfiladero rocoso (1870). De entre las rocas asoma un dinosaurio, bastante distinto al dragón representado junto a san Jorge. Este es un ser prehistórico, sublime (ahora pensad en cómics y películas de hoy que remitan a esta imagen, y en lo romano de su calzada).

En 1871 pintó Böcklin Cabalgada o El otoño de la muerte; hay que recordar que ese año empezó la Guerra Francoprusiana a la que siguió la caída de Napoleón III y la Comuna de París. En lo artístico, se dio la paradoja de que París, en declive político, era capital de las vanguardias. Una diagonal de luz cruza desde la izquierda a las ruinas de la derecha y, en contraluz, un jinete se aveza ante una nube gris. Se cruzan un eje de luz y otro de fuerza y movimiento, dando lugar a una escena muy animada y un clima fantasmal.

De entonces también datan algunas de sus representaciones de la melancolía como una mujer semejante a una matrona, en la tradición de Tiziano y Reni, con un aire alucinado y siniestro, y un año después realizó Böcklin su autorretrato más inquietante, junto a la muerte tocando el violín. El artista lucha con su fin, no solo el físico, sino el que implica el olvido. El tratamiento es muy naturalista.

También asombra Muerte de Cleopatra. El tema lo trataron maestros italianos de los siglos XVI y XVII, y Böcklin lo hace subrayando la pletórica belleza de ella mientras una serpiente acaba con su vida. Es una escena terrorífica, turbia, llena de desesperación. Como Gericault, crea un antifaz de sombra sobre sus ojos e ilumina la boca en espasmo mortuorio.

Terminamos con su obra fundamental: La Isla de los Muertos (1880-1886), que tuvo un enorme impacto en De Chirico. Un alma moribunda es conducida por Caronte hacia una isla con cipreses elegiacos en su centro en la que hay varias villas; algo en ella remite a los cementerios venecianos. Pintó varias versiones con los mismos elementos, algunas más naturalistas que otras, pero la primera es la más fantasmagórica.

Böcklin. Isla de los muertos, 1880-1886
Böcklin. Isla de los muertos, 1880-1886

 

 

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Una respuesta a “Böcklin (de entre los muertos)”

  1. Néstor

    Muy bueno

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Comentarios