El rebobinador

Berenice Abbott y el cuerpo de Nueva York

Para huir, para rehacerse, para escapar, para medrar económicamente… Desde hace más de un siglo, Nueva York ha sido la meca de nativos y extranjeros, de refugiados, de quienes huyen de las peores situaciones o de sí mismos buscando un futuro más amable o gente a la que sentir propia.

Ese fue el caso de Berenice Abbott, que primero cambió Ohio por la Gran Manzana y después esta por París, donde trabajó junto a Eugène Atget, quien le enseñaría a contemplar la capital francesa como un cuerpo desplegado ante ella. Más tarde regresó a Nueva York, coincidiendo con el crack de 1929, abandonando a sus amigos dadaístas para documentar la ciudad. Lo hizo por encargo de la WPA (Works Progress Administration), organismo que dio empleo a los parados durante la Gran Depresión, entre ellos a 100.000 artistas.

Berenice Abbott. Flatiron Building, 1938 © Berenice Abbott / Commerce Graphics, courtesy Howard Greenberg Gallery, NY
Berenice Abbott. Flatiron Building, 1938 © Berenice Abbott / Commerce Graphics, courtesy Howard Greenberg Gallery, NY

En aquella etapa convulsa, Nueva York se volvió moderna tras la cámara de Abbott gracias, en buena medida, a su elección de perspectivas: miraba desde arriba, como un francotirador, a una ciudad que parecía oscilar como un barco haciéndose a la mar. Desde la ventana de un autobús o desde el segundo piso de un apartamento en Hester Street, fotografiaba escenas íntimas, y, encaramada a rascacielos, vistas distantes que casi producen vértigo. Es sabido que se colaba en los edificios, llamaba a la puerta y se introducía en casas de extraños para divisar las calles como lo haría un gigante.

Podemos decir que, nuevamente, contempló Nueva York como si fuera un cuerpo o un artefacto tan ordenado como imprevisible: una prolongación de su voluntad. En su objetivo, el edificio Flatiron parece la proa de un barco surcando las nubes y en fotografías como Cañón nos invitó a mirar hacia un cielo blanco enmarcado por rascacielos, una pasarela entre edificios a la altura del cuarto piso, toda la construcción como un artefacto natural que parece haber crecido del suelo allí.

Abbott se encontraba en su medio en este bosque arquitectónico, en las limpias líneas de acero. En estas imágenes no encontramos figuras humanas, pero sí podemos decir que están presentes sus deseos: son reflejo evidente del poder del dinero y del trabajo, de la imaginación y el orden. Pero también de la exclusión: la autora era una forastera (pobre) llegada de Ohio que, cuando tomaba estas fotografías, dependía de un programa del Gobierno. Nos enseña la cara vulnerable de la grandiosidad de estos edificios; parecen juegos de construcción. En Azoteas del distrito financiero, sus vistas parecen maquetas y las personas que en ellas se insertan, cortadas a medida, enmarcadas por el espacio, pequeñas, vulnerables y abiertas a la destrucción.

Cuatro años antes de que Abbott apretara el disparador para tomar la imagen La Bolsa de Nueva York, en la que esta aparece como un templo griego con gente en primer plano insignificantemente pequeña, había hombres tirándose desde las cornisas de los edificios de oficinas: en la zona se registraron un centenar de suicidios tras el quiebre de la Bolsa, que, como sabemos, arrastró al país con ella. En 1933 había doce millones de parados en Estados Unidos, más de millón y medio en Nueva York, donde la mitad de las fábricas cerraron y hubo numerosos disturbios.

Abbott se fija en el epicentro y muestra el distrito financiero desde una distancia neutral: Wall Street y el East River, una vista aérea; abajo, un mar de ventanas oscurecidas y las personas como insectos vagando entre torres de ladrillo y cemento. En esas imágenes la ciudad parece abandonada, despoblada, enorme e inaprehensible. En realidad, hace trucos con el tiempo: su Nueva York es moderna y, sin embargo, arqueológica; vemos la ciudad como si lo hiciéramos desde el futuro y calles, río o puentes no son simplemente documentos históricos, sino un paisaje “extranjero” desvelado por un visitante curioso. Los edificios se asemejan a templos, monumentos o elementos de la naturaleza; las calles excavadas por su ojo dirigen nuestra atención hacia detalles que hablan más de lo previsto o hacia patrones que se repiten y apuntan a una sociedad que se retrata en lo que ha dejado atrás.

Es sabido que se colaba en los edificios, llamaba a la puerta y se introducía en casas de extraños para divisar las calles como lo haría un gigante.

Berenice Abbott. Vista aérea de Nueva York de noche, 20 de marzo de 1936. International Center of Photography. © Getty Images/Berenice Abbott
Berenice Abbott. Vista aérea de Nueva York de noche, 20 de marzo de 1936. International Center of Photography. © Getty Images/Berenice Abbott
Berenice Abbott. Cañón: Broadway y Exchange Place, 1936. The Miriam and Ira D. Wallach Division of Art, Prints and Photographs, Photography Collection. The New York Public Library, Astor, Lenox and Tilden Foundations © Getty Images/Berenice Abbott
Berenice Abbott. Cañón: Broadway y Exchange Place, 1936. The Miriam and Ira D. Wallach Division of Art, Prints and Photographs, Photography Collection. The New York Public Library, Astor, Lenox and Tilden Foundations © Getty Images/Berenice Abbott

Ese abandono adquiere una cualidad íntima en La Séptima Avenida mirando hacia el sur desde la Calle 35, donde el acero y el hormigón se presentan de nuevo como parte de la naturaleza y esa avenida, enmarcada por las formas oscuras de los edificios, tiene el fulgor de un río en el que flotan los coches.

Mientras la Depresión se tragaba barrios, Berenice se encaramaba por encima de esta reliquia viviente a la cúspide del Empire State para captar Vista aérea de Nueva York de noche, una imagen llena de oscuridad, de formas y de un mar de ventanas cuadradas, la línea de la avenida iluminada por el flujo del tráfico. Es la visión de una humanidad invisible, la ciudad como un reflejo rutilante de las estrellas que nadie en Manhattan puede ver. Se trata de una visión de lo que, en el fondo, todos los neoyorquinos saben: que son pequeños e invisibles pero forman parte de algo grande, luminoso y en movimiento.

En La estación Pensilvania (1935), dicha estación se convierte casi en una jaula, en un invernadero luminoso bañado por la luz que se cuela por el tejado abovedado: seis millones de personas poblaban Nueva York entonces, pero ninguna aparece aquí. En el fondo, estas imágenes hablan de la América de la Depresión en términos más fríos y crudos que obras de sus contemporáneos centradas en escenas de dolor y pobreza; su tratamiento de los objetos irreductibles que nos sobrevivirán resuena como una denuncia del mundo material, del progreso a costa de la vida.

Y sus fotografías de puentes son como muestras de esqueletos de animales ya extinguidos o andamios precarios que no conducen a ningún sitio. En El puente de Brooklyn, Water Street con New Dock Street, Manhattan surge al fondo como un espejismo mientras el frente está dominado por un almacén cerrado y nuevas construcciones. De hecho, es a través de los puentes como estas majestuosas escenas apocalípticas dejan paso a la vida.

Podemos decir que las fotografías de Nueva York de Berenice Abbott la definen a ella y, aún hoy, también a la ciudad: la hemos imaginado y comprendido, en parte, a través de sus ojos. La persona sola, las multitudes de solitarios, la majestuosidad y brutalidad del imperio del acero…

En El metro elevado, líneas de la Segunda Avenida y la Tercera Avenida, ella se situó bajo las vías elevadas y fotografió una figura solitaria moviéndose a media distancia, como una sombra en una pintura de Giorgio de Chirico. En otra de sus imágenes, los soportes de los arcos semejan una plaza porticada, la luz moteada atraviesa el hormigón y una figura oscura cruza mientras la brillante e irregular luz del sol se derrama sobre el suelo a través de la sombra de las vigas y el acero. Según una conocida frase de Abbott, “la fotografía tiene que caminar sola”.

Berenice Abbott. La estación Pensilvania, 1935
Berenice Abbott. La estación Pensilvania, 1935

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