El rebobinador

Avigdor Arikha, las huellas de lo vivido

Avigdor Arikha contó más de una vez que, en marzo de 1965, se levantó una mañana con la necesidad irresistible de dibujar al natural; lo había hecho ocasionalmente en su juventud y como pintor abstracto, pero esta vez lo movía una pasión inesperada, y dibujó durante semanas y meses, con tinta y pincel: gestaba un nuevo comienzo.

En los meses anteriores, había experimentado el artista cansancio, incluso repulsa, hacia su obra abstracta: su carrera le parecía ahora mal encauzada, contraria a sus inclinaciones personales. La abstracción como paradigma moderno le parecía agotada y condenada a la repetición: se dio cuenta de que su obra se nutría solo de otras pinturas y no de la experiencia visual directa. En sus palabras, yo no había vinculado el acto de pintar al hecho de ver y descubrí —fue un golpe terrible— que nuestra cultura era manierista, como lo era Roma cuando Caravaggio comenzó a trabajar allí. Percibió que esa circularidad era una condena y que la pintura debía extraer su fuerza de algo distinto, nunca de sí misma.

Procuró replantear su trayectoria desde sus orígenes (aquellos basados en el aprendizaje de Cézanne y el academicismo contemporáneo) y se centró en ese dibujo al natural, renunciando intencionadamente, y de forma indefinida, a la pintura; él mismo habló de colour-deprivation. Su necesidad, justamente, de color le condujo a un par de recaídas en la abstracción (en el propio 1965 y en 1968) y también intentó pintar del natural, pero aún no le satisfizo.

Avigdor Arikha. Miss A. Nude Seated on a Bed, Profile, 1990
Avigdor Arikha. Miss A. Nude Seated on a Bed, Profile, 1990

Acechaba sus motivos procurando pasar inadvertido cuando eran modelos humanos (por ejemplo, usuarios del Metro de Nueva York) y trataba de capturar sus gestos, las posturas fugaces de empleados, jubilados, personas que leen el periódico o charlan. Su nueva fuente de inspiración era la calle, también los medios de transporte, los hospitales, las salas de conciertos… donde algo atraía su atención de forma inmediata y espontánea hasta el punto de necesitar dibujarlo rápidamente, del mismo modo que Cartier-Bresson fotografiaba instantes decisivos. Y no solo fuera de su estudio.

Se prohibió trabajar a partir de fotografías casi como exigencia ética, porque entendía que ese sería un atajo para sortear dificultades y estas son esenciales en la vitalidad del proceso. Opinaba Arikha que la verdad de la obra de arte no se encuentra solo en el resultado, más o menos preciso, pues entonces la pintura sería veraz del modo en que lo es una instantánea y también importan las condiciones de producción, el camino. En ese punto, seguía la estela de su admirado Samuel Beckett: Él me dio la ética de la estética. Para él, cada punto, cada palabra, tenía que estar justificada.

Avigdor Arikha. Perfil de Samuel Beckett, 1970
Avigdor Arikha. Perfil de Samuel Beckett, 1970

Su esfuerzo por capturar la verdad a través del lápiz o del pincel tenía que ver con su esfuerzo por preservar “la huella de lo vivido”: Algo me atrapa. Una vista, una situación. Y trato de trabajar sobre ello, de captarlo. Eso quiere decir retenerlo, no dejar que desaparezca. Y yo lo retengo por medio del lápiz o el pincel. Lo que sucede entonces es que, en la furia del trabajo para retenerlo, entro en un proceso que busca la verdad de esta situación. Eso significa cómo es —cómo es, no qué es—.

Avigdor Arikha. Tomatoes in a Basket, 1991
Avigdor Arikha. Tomatoes in a Basket, 1991

Para él, dibujo y pintura debían ser como la luz de las estrellas muertas. Y nunca pensó que el trabajo a partir del natural tuviera nada de pasivo: al contrario, implicaba un estado de intensidad o trance, de concentración, y eso no sucede con frecuencia. Consideraba Arikha cada momento de la vida como irrepetible y el conjunto de ella como un proceso irreversible, así que, como autor que se aferraba a las huellas de lo vivido, debía prohibirse regresar sobre sus pasos. También las pinceladas son irrepetibles, de ahí que no enmendara (retocara) su trabajo.

Entre 1949 y 1951, había estudiado la técnica de la pintura al fresco y, aunque nunca la empleó, la exigencia de trabajar de manera directa e inmediata y la imposibilidad de corregir sus trazos dejaron huella en su producción.

En total, fueron ocho años los que Arikha se dedicó únicamente a dibujar del natural, grabar y estudiar Historia del Arte hasta que, en 1973 y a su regreso de una estancia en Israel, sintió, de nuevo con gran fuerza, la necesidad de pintar… del natural, claro. Hay que recordar que, hasta el siglo XIX, se consideraba el dibujo una actividad liminar respecto a la pintura; aquel podía ejecutarse del natural y la pintura se nutría de dibujos previos; en el dibujo se permitía subrayar los trazos, en el lienzo, se minimizaban las pinceladas.

La modernidad acabó con esas distinciones, atribuyendo a la pintura muchos de los rasgos hasta entonces exclusivos del dibujo y, tras su crisis de 1965, nuestro autor se concentró en este y en una técnica en concreto: tinta y pincel. Ambos permitían salvar el abismo entre el tratamiento abstracto de la superficie y la observación del natural; entre abstracción y realidad en definitiva. También eran un puente entre dibujo y pintura, si concebimos las tintas como pequeñas pinturas en blanco y negro.

Avigdor Arikha. Apple, Half-Peeled on a Black Plate, 1976
Avigdor Arikha. Apple, Half-Peeled on a Black Plate, 1976

Descubriría el artista una nueva forma de trabajar con el color: La manera en que pinto ahora no tiene nada que ver con lo que aprendí. En cualquiera de mis pinturas, el color es agotado hasta el final, como una superficie, no está roto. Es muy explícito. Yo no era capaz de hacerlo antes. Lo que me llevó a hacerlo fue el dibujo. Fue el dibujo con pincel y tinta, tinta sumi, el que me enseñó cómo usar el color más tarde.

Tras aquellos primeros trabajos que encarnaban la vertiente más pictórica del dibujo, Arikha optó por caminar en la dirección opuesta: con técnicas secas, lineales, como el graffiti o la punta de plata, con la que emuló a los maestros del Quattrocento. Alternaba lo duro y lo blando, entendiendo que cada instrumento y cada técnica define un mundo expresivo. Sirviendo a sus necesidades creativas y recuperando su conexión con la tradición cromática anterior a la modernidad, adoptó dos principios básicos: el primero, como corresponde a una pintura basada en la observación empírica, era la reconstrucción del color local, el relativamente constante de los objetos bajo diversas condiciones de iluminación; el segundo es la economía en la paleta: nunca utiliza más de cuatro o cinco colores a la vez.

Esa simplificación, además, corresponde a las necesidades de un pintor que trabaja del natural y crea su armonía cromática sobre la marcha, componiendo al tiempo que percibe.

Avigdor Arikha. Marie-Catherine, 1982. Retrato en el Centre Pompidou
Avigdor Arikha. Marie-Catherine, 1982. Centre Pompidou

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Arikha. Fundación Colección Thyssen-Bornemisza, 2008

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