Fue autodidacta; de lejos, el más representativo de los pintores naïfs, y ejerció una influencia fundamental en artistas europeos posteriores por su querencia por las composiciones planas, el cromatismo vivo y la temática imaginativa u onírica de sus pinturas.
Tras su paso por el Palazzo Ducale de Venecia el año pasado, el próximo 22 de marzo el Musée d´Orsay abrirá al público “El Aduanero Rousseau. La inocencia arcaica”, una muestra que, sin dejar de subrayar la singularidad de la producción de Rousseau en su tiempo, examinará algunas de sus fuentes de inspiración, desde el academicismo hasta la nueva pintura, y la enlazará con trabajos de artistas que le fueron contemporáneos. También analizará la vinculación de sus obras con esa Arcadia perdida y bucólica asentadísima en el inconsciente colectivo que la creación contemporánea, aunque pueda parecer lo contrario, no dejó de lado.
La muestra ha sido comisariada por Guy Cogeval, presidente de los museos de Orsay y de la Orangerie, y Gabriella Belli, directora de la Fondazione Musei Civici di Venezia, y por Beatrice Avanzi y Claire Bernardi, conservadoras en el Museo de Orsay, y tendrá precisamente al arcaísmo como hilo conductor de su recorrido, compuesto por obras fundamentales del pintor pertenecientes a los fondos de Orsay y la Orangerie, lienzos cedidos por colecciones internacionales y trabajos de Seurat, Delaunay, Kandinsky o Picasso y de artistas menos conocidos.
Se cree que la exuberancia de sus escenas, muchas ambientadas en selvas o en parajes naturales, estuvieron inspiradas en las descripciones que de la naturaleza mexicana le hicieron soldados que regresaron de aquel país tras la campaña francesa en apoyo del emperador Maximiliano, cuando Rousseau entró en contacto con ellos al abandonar sus estudios de secundaria para realizar el servicio militar. Es muy factible que sea así dado que él apenas viajó fuera de Francia.
Tampoco tuvo el artista el oficio de aduanero como tal; ese apodo, que le puso Alfred Jarry, procede de su empleo como recaudador en una oficina de arbitrios de París, y fue ya al jubilarse, en 1885, cuando optó por dedicarse plenamente a la pintura.
Pese a carecer de formación artística, desde sus inicios (tardíos) manifestó una gran destreza tanto en la estructuración de sus composiciones como en el empleo del color, y cuando expuso por primera vez en el Salón de los Independientes, ya en 1886, se labró la admiración de figuras esenciales de la pintura contemporánea como Seurat o Gauguin. También lo alabaron Kandinsky, Picasso (que le compró dos obras), Signac o Delaunay. Estos dos últimos formaron parte además del grupo de solo siete personas que acudió a su entierro.
En sus comienzos Rousseau pintó fundamentalmente escenas parisinas y retratos, y entrando ya en la década de 1890 comenzó a poner en pie el estilo tan personal por el que hoy nos resulta más conocido, realizando obras muy originales y tan maduras como llenas de fantasía: escenas tropicales en las que mostraba figuras humanas acompañadas de bestias salvajes encantadas, inspiradas en animales de zoológico o en álbumes infantiles, como el creador reconoció.
Su producción coincidió en el tiempo con el apogeo de los impresionistas, el surgimiento del fauvismo y las primeras experimentaciones cubistas, pero su obra, como puede apreciar cualquier profano en una primera contemplación, no puede catalogarse en ninguna de esas corrientes. Quizá esa libertad de Rousseau a la hora de cultivar un muy propio primitivismo exótico, un libre albedrío patente en la dificultad de clasificar su obra, explique las enormes críticas que recibió. Ignorante, la más suave.
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