Se preguntaba Baudelaire, tras acudir a una exposición, a qué podía deberse el hecho de que la escultura se hubiese convertido, en los últimos años del siglo XIX, en un arte fatigante y anodino, “tan aburrido como el Código Civil”. Consideraba que, olvidando su antigüedad salvaje, esta disciplina se había hecho complementaria y servil y ya no sabía producir más que bibelots de chimenea y Venus alegóricas, así que la irrupción de Rodin representó para él el “fogonazo final de algo a punto de morir”. El que para muchos fue el mejor escultor después de Miguel Ángel puso en pie una obra titánica que ocupa un papel de bisagra entre una concepción clásica de la estatuaria y otra moderna, radicalmente distinta.
Figura voladora (1890), que se conserva en el Musée Rodin de Meudon, no es una de esas habituales estatuas de tono enfático y sentimental que el francés había presentado en exposiciones anteriores a ese año, que destacaban por su patetismo y que lo convirtieron en un escultor de renombre, aunque algo empalagoso para la sensibilidad contemporánea. Pertenece a una obra secreta que reservó para su uso personal, un proyecto de una riqueza y audacia completamente modernas. Se trata de una pieza de tamaño pequeño y tema ambiguo: un torso sin cabeza en una posición infrecuente, formando un ángulo de 45 grados con el suelo, sujeto al pedestal por el muñón de un muslo y con la otra pierna, también inconclusa, alzada como si fuese una banderola.
Rodin elaboró un modelado en barro cocido, un boceto para trasladarlo luego al bronce, y llevó esta técnica a nuevas y emocionantes soluciones llenas de frescura y de potencia simbólica que ponían fin a trescientos años de academicismo. Dijo el escultor: Cuando por primera vez vi la arcilla fue como si hubiese ascendido al cielo.
Con sus dedos agilísimos, el francés fue un verdadero genio del barro, lo que significaba mantenerse en el principio defendido desde el manierismo de que el dominio del escultor seguía siendo el de la idea, esto es, el de la espontaneidad creativa y la originalidad en la invención, lo que, en la práctica, se traducía en un método de trabajo donde la pieza terminada no tenía por qué ser obra del artista que la había ideado, instaurándose así una forma “delegada” de creación.
Uno de los signos de identidad de Rodin es la textura erosionada de la “piel” de sus bronces, cuya rugosidad en el acabado le da una áspera tosquedad, de primitivismo intencionado, obtenida a través de una microestructura de pequeñas hondonadas, como ligeros estremecimientos; de una profusión de perfiles encabalgados y roídos por contrastes de luz y sombra.
Una vibración pictórica, casi impresionista, desvaloriza los contornos y proporciona a la forma plástica un relampagueo rubensiano que anula la firmeza de la silueta y nos hurta la percepción del bulto en cuanto tal. Es lo que Focillon bautizó como espacio-medio, para referirse al estilo abierto, epidérmico e inseparable de los efectos atmosféricos y lumínicos que espejean sobre la piel de la escultura.
EVADIENDO EL SUELO, CONTRA LA TIRANÍA DE LA MATERIA
Hacer una estatua ingrávida es el sueño de muchos escultores y Figura voladora representa esa ambición rodiniana: la articulación anatómica pierde importancia a favor de la motricidad interior y el espacio circundante, que “tira” de la pieza en alguna dirección y la obliga a habitar en un estado de transitoriedad permanente.
Como explicó Steinberg, Rodin no se limitó a modelar un cuerpo en movimiento, sino que dio cuerpo a la idea misma de dinamismo, en tanto que la forma final no está determinada por la anatomía sino por la trayectoria. Por esa razón, como el propio artista explicó a Degas, su Hombre que avanza no tuvo brazos: Porque un hombre anda con las piernas. Allí donde la anatomía deja de comunicar, la idea de trayectoria se vuelve un estorbo.
Además, en su Figura voladora Rodin actúa contra la tendencia natural del bronce a caer, pues la escultura, por su condición de sólido y su sometimiento a la gravedad, obliga al creador a trabajar con una tensión entre la forma que quiere dar a su material y la pesadez natural de la materia. Michelet se refería a este asunto como la “fatalidad del vientre”, esa implacable pesadez de los cuerpos que los mantiene adheridos a la tierra. Pero el Pigmalión que todo escultor lleva dentro aspira a contradecir esta tendencia del sólido a su caída inercial, a la muerte, y Rodin plasma la energía del mundo en estos torsos efímeros y gloriosos o en bailarinas que se alzan sobre las puntas de sus pies (Movimientos de danza, 1910) tan despojadas de su peso propio, con una independencia tan aérea, que parecen propulsadas al espacio por un movimiento abstracto y poderoso.
Desde 1890, cuando hace Figura voladora, Rodin empezó a practicar un método de trabajo mucho más libre. Reniega de las reglas establecidas que dictan que el escultor ha de pasar de la idea al modelo y, solo entonces, de este a la obra, y desdeña la idea de obra acabada. Esa estrategia, que va en contra de todo determinismo narrativo, se materializa en la propia Figura voladora, que da la sensación de estar saliendo del caos y tomando forma en un estado de suspensión.
Por todo esto a Rodin le gustaba esculpir manos, y de hecho en su taller abundaban representaciones de estas partes del cuerpo humano: la mano humana vive en un estado de permanente transitoriedad y carece de postura canónica.
El poeta Rilke, que durante su estancia en París fue secretario del artista, supo entender esta fluidez musical: Hay manos en la obra de Rodin, manos independientes y pequeñas, que viven sin pertenecer a cuerpo alguno. Manos que se yerguen, irritadas y malignas, manos que parecen ladrar con sus cinco dedos erizados. Hay manos que caminan, que duermen, y manos que se despiertan; manos criminales, cargadas de pesadísima herencia, y manos que están fatigadas, que no quieren ya nada, que se han echado en un rincón cualquiera como bestias enfermas.