Vivió 102 años y comenzó a crear en la veintena, así que Dorothea Tanning es autora de una obra razonablemente prolífica y prolongada en el tiempo, pero también insuficientemente conocida al haber quedado a la sombra de los grandes autores surrealistas, sobre todo del que fuera su marido, Max Ernst.
Por eso, el Museo Reina Sofía reivindica ahora su figura en una retrospectiva no planteada en sentido lineal –luego explicaremos por qué– que ha sido organizada en colaboración con la Destina Foundation y comisariada por Alyce Mahon y que el año que viene viajará a la Tate Modern. Esta recuperación de Tanning como pionera de cierto tipo de figuración surreal y precursora de algunos desarrollos del arte posterior coincide en el centro (por poco tiempo) con su revisión del Dadá ruso, un movimiento que no podemos considerar estrictamente precedente del surrealismo pero que, sin duda, abrió caminos luego transitados por el círculo de Breton.
La antología se articula en ocho salas dedicadas a otras tantas nociones clave en la producción de la estadounidense, pero alguna de ellas sobrevuela el conjunto de la muestra, como la idea de umbral o de lo que está en proceso, constantemente abordada por la artista dadas las conexiones de su pensamiento con el existencialismo (Borja-Villel ha mencionado hoy sus puntos de cercanía a Kafka o al cine de Robert Bresson).
Otra idea fuerza en la pintura de Tanning, que la diferencia de otros surrealistas, es la del potencial de la puerta, o las puertas, como vías de entrada a universos infinitos y de escapatoria de los espacios cerrados. Los interiores tienen mucha importancia en su obra, y en relación con ellos, también la esfera doméstica y la crítica a la familia patriarcal, sobre todo en los años cincuenta. Lanzó Tanning sus diatribas hacia todo lo cuadriculado y lo ordenado: sus danzas y sus amantes en dionisiaco movimiento son punzadas contra la convención. Y, sin embargo, teniendo claro que toda voluntad de poner vallas al caos humano era risible, no planteó una mitología individual totalizante y nunca trabajó por imponer sus postulados más allá de sus telas y sus esculturas blandas.
No se ha planteado esta retrospectiva atendiendo a un criterio cronológico porque tanto temas como formas aparecen y reaparecen a lo largo de su carrera: hay evolución, pero no linealidad, y esa también es una ruptura importante con el canon. Por esa razón no son raros en esta muestra los saltos temporales, como tampoco lo son las obras que desarrolló en colaboración con otros artistas.
Las 150 piezas que la componen, algunas llegadas de colecciones privadas de medio mundo y rara vez expuestas, descubrirán al público a una surrealista diferente que, contemplando en 1937 la exhibición “Arte fantástico, dadá y surrealista”, que Barr comisarió en el MoMA de Nueva York, advirtió los mundos (artísticos) infinitos de la posibilidad, lo extraordinario que podía albergar lo cotidiano.
También encontraremos a una poeta tardía, que publicó su primer libro de poemas breves y explícitos con 94 años y que se calificó a sí misma como “la más vieja de las poetas emergentes”. En otro de sus textos, en línea con aquella vertiente existencialista de la que hablábamos en su personalidad, se preguntaba por qué en los cumpleaños nos felicitamos por el mero hecho de seguir con vida.
Podemos contemplar, a partir de mañana en el MNCARS, pinturas, dibujos, collages, instalaciones y esculturas que recogen las aventuras de Tanning en este lado del espejo y en el otro, vertiginoso, aunque ella no pretendiera tanto inquietar al observador como seducirlo. Un retrato, temprano, delicado y a lápiz, abre el recorrido, y otro, tardío, expresivo, colorista y más descarnado lo cierra: Woman Artist, Nude, Standing.
Entre ellos median cincuenta años y espacios privados y públicos con fuentes literarias, cuerpos arqueados o amontonados en un desorden digno de Sardanápalo, figuras que se dejan llevar por sus deseos o atraviesan paredes.
Nacida en Illinois, Tanning se inició como artista en Chicago y Nueva York en los treinta para, a finales de esa década, viajar a París y conocer a los surrealistas. La guerra, aquella vez, la llevó de vuelta a su país, pero no frenó sus impulsos por lo onírico: lo vemos en Birthday, uno de sus autorretratos más significativos.
Lo tituló así Ernst, con quien se casó cuatro años más tarde, ante los ojos de Man Ray, Joseph Cornell, Duchamp o Tanguy. Y con su marido, y con Duchamp y algunos más, compartió pasión por el ajedrez, como advertimos en Endgame, donde la reina con zapatos de satén destruye a un alfil-obispo; en Portrait of Max in a Blue Boat o en el filme de Hans Richter 8 x 8: A Chess Sonata in 8 Movements, donde Ernst, con un tablero, busca a Tanning por Nueva York.
Hablando de juegos, la infancia y la transición al mundo adulto también son tema fundamental en muchas obras de esta artista. Más de una vez pintó a niñas-mujeres que no han perdido la capacidad de asombro y que comienzan a tomar conciencia de su sexualidad, y luego a familias subyugadas por padres autoritarios, hogares y comedores que son prolongaciones del mar o de mundos fantasmales: lo extraño y lo violento en la familia, que quizá no deje de ser su núcleo natural.
Alguno pensaréis que donde hay juego y sueño tiene que haber baile. Tanning diseñó escenografías y vestuario para varios ballets de Balanchine y pintó cuantiosas obras de pinceladas fluidas inspiradas en la danza, entre ellas Vidas de tango, en la que el color gana ya a la línea y los miembros de los danzantes se funden hasta ser indistinguibles.
En esa tendencia avanzaría: la llevó a su culminación en sus esculturas blandas hechas con máquina de coser, en las que lo artesanal ganó a lo industrial en tiempos de minimalismo, y en sus escenas finales de deseo dionisiaco, en las que los cuerpos se hacen flores carnosas.
Dorothea Tanning. “Detrás de la puerta, invisible, otra puerta”
MUSEO NACIONAL CENTRO DE ARTE REINA SOFÍA. MNCARS
c/ Santa Isabel, 52
Madrid
Del 3 de octubre de 2018 al 7 de enero de 2019
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