El destino me ha bendecido, o quizás maldecido –decía Brassaï– con muchas inclinaciones diferentes, todas igualmente poderosas, y cada una exigiendo lo que es suyo.
Tras su paso por Barcelona y antes de que se presente en San Francisco, la Fundación MAPFRE abre al público en sus salas madrileñas de Recoletos, el próximo 31 de mayo, la primera retrospectiva de Brassaï en España en los últimos veinticinco años; una muestra que ha sido comisariada por Peter Galassi, conservador de fotografía en el MoMA durante dos décadas, y que repasa su producción a través de una docena de secciones temáticas, que no cronológicas, porque refiriéndonos a este artista no podemos hablar de evolución sino de profundización en una serie de asuntos que le fascinaron, como más adelante veremos.
Su obra ahonda en el conflicto en la relación entre la fotografía y las Bellas Artes en las primeras décadas del siglo pasado; de hecho, él fue antes pintor que fotógrafo, también esculpió y en vida alcanzó mayor prestigio con sus dibujos que con sus fotos, que solo alcanzaron el reconocimiento debido desde los setenta. Por eso, se consideraba Brassaï a sí mismo fundamentalmente artista y el descubrimiento, hasta cierto punto casual, de su talento con la cámara no fue para él un hallazgo grato, en principio.
Hoy, sin embargo, sus dibujos y pinturas –MAPFRE exhibe una selección y una escultura– resultan casi una anécdota en su producción: consideramos al húngaro (aunque Brasov, la ciudad donde nació, pertenece ahora a Rumanía) el gran fotógrafo del París nocturno, cuyas imágenes entroncan tanto con la literatura de Baudelaire en torno a la vida moderna en París como con el arte bohemio de los inicios de siglo. Su padre era catedrático de literatura francesa y Brassaï, quizá por su influencia, fue un hombre culto y leído, buen conocedor de la vanguardia. Su familia lo apoyó económicamente a la hora de abrirse camino en París y también le animó a consolidarse como pintor; como Picasso, que, cuando ambos se conocieron, lo empujó en la misma dirección, llegando a decir que Brassaï estaba explotando una mina de sal –en referencia a la fotografía– cuando podía explotar una de oro.
En cualquier caso, su poética y sus modos de mirar están tan presentes en su escasa obra pictórica como en la fotográfica, y de ellos da cuenta esta exposición. No extraña que Brassaï se enamorara, en la segunda mitad de los veinte, del ambiente de París, sobre todo del de Montparnasse, tras asentarse en la capital francesa: había nacido en 1899 en lo que aún era el Imperio Austrohúngaro, a cuyo ejército sirvió siendo muy joven, y su primer entorno representaba un mundo muy distinto al que él, con sus imágenes, ayudaría a crear.
Pronto compartió amistad con artistas de vanguardia y se dejó atrapar por la ciudad nocturna y la vida cotidiana de los bajos fondos. En París apenas pintó nada, salvo en el periodo de la ocupación alemana, y se ganó la vida como periodista, oficio que le permitió descubrir su aptitud para la fotografía, una técnica que siendo pintor, y como tantos otros, había minusvalorado por su carácter utilitario y su falta de valor estético.
El auge, en los años veinte y treinta, de las revistas que pasaron de acompañarse de ilustraciones a nutrirse de fotografías le permitió dar su gran salto y descubrir una vocación que mantendría hasta su muerte pero con la que no se sentiría del todo cómodo.
Era una etapa –conviene siempre recordar su contexto– en la que Brassaï y sus compañeros estaban creando un arte nuevo, el de la fotografía descriptiva, que escapaba de los esquemas más rígidos de la documental; de hecho, sus imágenes muestran unas relaciones entre los parisinos y su entorno tan ricas como las que podemos encontrar en una novela, y él mismo tuvo también brillo como escritor. En este asunto profundiza Muñoz Molina en un texto en el catálogo: La lengua indescifrable de sus primeros tiempos como extranjero en la ciudad la fue adquiriendo a través del método doble y parcialmente insensato de leer a Proust y de prestar atención a los gritos de los vendedores ambulantes y las conversaciones de los desconocidos en los cafés.
Tardó un año Brassaï en dominar la técnica de la fotografía, pero en el final del año 1930 ya se encontraba cómodo con su estilo, directo y honesto, y no introduciría en él variaciones, solo desarrollo, en las décadas siguientes. Nunca le interesó la espontaneidad, el movimiento, ni el poder del instante; buscaba lograr en sus imágenes la estabilidad: de la vida cotidiana extraía iconos, aunque le interesaran los recortes abruptos y los enfoques nada convencionales. Por esa misma razón, porque no buscaba transmitir ligereza aunque sí autenticidad, no utilizó la popular y cómoda Leica de 35 mm sino una cámara con placas de vidrio que solía colocar sobre un trípode.
Aunque también fotografiara (y mucho) de día, su gran musa fue la ciudad de París de noche, tanto vacía como poblada por gentes nocturnas, y en ella se volcó en los treinta. Tuvo, además, la suerte de que el editor correcto, Charles Peignot, le encargara el libro Paris de Nuit, pero su fortuna con las editoriales terminó ahí, porque su siguiente libro iba a estar dedicado a las clases populares parisinas y no tuvo éxito, tanto que Brassaï solo publicó aquellas imágenes unidas cuarenta años después, titulándolas Plaisirs.
En el mismo año, 1932, en que se publicó aquel Paris de Nuit, colaboró el artista, de la mano de su amigo, el crítico griego Tériade, en el primer número de la revista Minotaure, fotografiando a Picasso y sus estudios. Y él, uno de los autores que dio a la fotografía su expresión más rica y potente en la primera mitad del siglo pasado, también fue uno de los primeros artistas, y seguramente el primer fotógrafo, en entusiasmarse por los grafitis; temática a la que, ya en los cincuenta, se dedicaron varias muestras de su obra. Según Galassi, este tipo de imágenes, siendo fantásticas, no constituyen lo mejor de su producción, pero ejercieron una influencia significativa en otros fotógrafos, también en artistas como Dubuffet e incluso en grafiteros.
Como buen flâneur, alma callejera, tuvo predilección, más que por los grafitis pintados en la pared, por los arañados o grabados en muros en mal estado: un símbolo tempranísimo del collage que es esencia de la vida urbana contemporánea (regresamos a Muñoz Molina y su Andar solitario entre la gente). Un collage del que también forman parte sus gentes durmientes en posturas imposibles y lugares improbables, sus marginados, chulos y prostitutas: un mundo en los márgenes que, en palabras de Brassaï, representa el París más vivo y auténtico, aquel que conserva el folklore de su pasado más remoto.
Los marginados representaban para Brassaï el París más vivo y auténtico, aquel que conserva el folklore de su pasado más remoto
Aunque tuvo predilección por los humildes anónimos, a quienes convirtió en sujetos universales fijándose en Goya o Toulouse-Lautrec, también se dejó caer Brassaï por reuniones de la alta sociedad. Algunas de las imágenes que tomó en salones de alta costura, en el Ritz o en Maxim´s, varias inéditas, pueden verse en la Fundación, cerca de desnudos femeninos que transmiten tanta atención estética a la forma como sensualidad puramente carnal y de retratos francos y naturales de sus amistades, como Picasso, Dalí, Anaïs Nin o Henry Miller, que lo apodó El ojo de París. No creía el fotógrafo en obligar al modelo a comportarse como si el fotógrafo no existiera, sino en dejar que pose honestamente, sin obviar la presencia de la cámara.
Trabajando en la primera mitad de los cincuenta para Harper´s Bazaar pasó por España (también por Escocia, Marruecos, Grecia, Italia o Turquía) y algunas de las imágenes que llevó a cabo en nuestro país -en Madrid, Barcelona y Sevilla- están presentes en la exposición. En algunas de las barcelonesas, por cierto, retrataba a Miró como discreta parte de estampas urbanas.
“Brassaï”
FUNDACIÓN MAPFRE. SALA RECOLETOS
Paseo de Recoletos, 23
Madrid
Del 31 de mayo al 2 de septiembre de 2018
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