El viernes pasado os hablábamos del extenso programa de exposiciones que acompañarán, desde esta semana en Madrid, el desembarco de artistas peruanos en la próxima edición de ARCO: muestras que nos permitirán adentrarnos, no solo en su creación contemporánea, también en manifestaciones culturales surgidas hace dos mil años en torno al Río Grande de Nazca (desde el día 22, en el Espacio Fundación Telefónica) o en la riqueza de las iconografías pictóricas desarrolladas en el siglo XVIII en el entonces virreinato.
Un testimonio de ellas nos lo ofrece la nueva obra invitada en el Museo del Prado, que puede verse desde mañana y hasta el 24 de abril en la sala 16A del edificio Villanueva: el anónimo cuzqueño Matrimonios de Martín de Lozoya con Beatriz Ñusta y de Juan de Borja con Lorenza Ñusta de Loyola, que da testimonio del mestizaje generado por la presencia española en Perú (ahora explicaremos por qué) y que homenajeó también a la Compañía de Jesús, que había llegado al virreinato a mediados del siglo XVI. Así lo ha afirmado el embajador peruano en España, Claudio de la Puente Rybeiro, quien ha avanzado también que la presentación de esta pieza en el Prado es la primera de las actividades que conmemorarán el bicentenario de la independencia de Perú (el grueso de ellas se celebrarán entre 2021 y 2024).
La que es la primera pintura clásica peruana en exhibirse en el Prado procede del Museo Pedro de Osma de Lima, que alberga la colección de arte virreinal de Pedro de Osma Gildemeister: fundamentalmente pinturas y esculturas fechadas entre los siglos XVI y XIX, pero también mobiliario o platería.
Su iconografía compleja sería ideada por los jesuitas del Cuzco: vemos dos uniones matrimoniales separadas en el tiempo (por cuatro décadas) y en el espacio (una tuvo lugar en Perú y otra en Madrid). En ambas, contraen matrimonio descendientes de la dinastía incaica con sucesores de dos figuras fundamentales de la compañía jesuítica: san Francisco de Borja y san Ignacio de Lozoya.
La primera boda tuvo lugar en 1572 y unió a Martín García de Loyola, sobrino nieto de san Ignacio y vencedor del último rebelde inca, Túpac Amaru I, con la princesa imperial (o ñusta) Beatriz Clara Coya, que era hija de Sayri Túpac, hermano del anterior (hijos ambos de Manco Inca Yupanqui). La segunda se celebró en Madrid en 1611: se casaron la hija de García de Loyola y Clara Coya, Ana María Lorenza de Loyola Coya, y Juan Enríquez de Borja, que era nieto de san Francisco de Borja y también caballero de la Orden de Santiago, consejero de guerra de Felipe IV y capitán general de la Armada de Barlovento.
La presentación de ambas bodas lejanas en un mismo lienzo tiene una evidente finalidad propagandística: subrayar los lazos de sangre entre los monarcas incas y las grandes figuras de la Compañía de Jesús; de hecho, en la pintura san Ignacio de Loyola y san Francisco de Borja presiden la doble ceremonia e ilumina el conjunto un sol (Inti, la deidad más significativa en la mitología inca) que guarda el monograma de la orden jesuita.
En el fondo de la escena, ligada al estilo barroco por la solemnidad de su escenografía, quedan situadas en igualdad las representaciones lejanas de Madrid y Cuzco, planteando una paridad jurídica entre los reinos peninsulares y el virreinato (se elude cualquier referencia a episodios violentos de la conquista para presentar a Perú como territorio plena y armónicamente integrado al Imperio español, bajo la tutela jesuítica).
Esta misma composición se plasmó, en una primera versión, a fines del siglo XVII, en un gran lienzo destinado al sotacoro del templo jesuita de la que fue capital incaica, y después fue reelaborada en varias ocasiones para varios centros religiosos peruanos. La que vemos ahora en el Prado, como decíamos datada en 1718, se hace eco de las ideas dominantes durante el llamado renacimiento inca, que impulsaron los nobles indígenas y también parte de la aristocracia criolla y del clero.
Es muy probable que esta pieza, de 175 centímetros de altura, perteneciese a algún miembro de la dinastía incaica y también que se encargase para decorar su vivienda, porque su formato, aunque grande, es menor que el original y porque aparecen suntuosas aplicaciones doradas (propias, por otro lado, de la pintura andina de entonces). Quien fuera el comitente querría subrayar así, probablemente, tanto su linaje como su fidelidad al cristianismo propagado por los jesuitas (en cuyos colegios se formaban las clases altas nativas).
“La obra invitada: Anónimo cuzqueño”
Paseo del Prado, s/n
Madrid
Del 19 de febrero al 24 de abril de 2019
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