Corría enero de 2020 y la pandemia no se había instalado en nuestras vidas cuando el Museo del Prado presentaba claves de su próxima programación y anunciaba que las narrativas de sus exposiciones se ampliarán en dos direcciones: una mayor presencia de las mujeres artistas y un también mayor protagonismo del arte hispanoamericano. Una de las exhibiciones previstas, en esa última línea, era “Tornaviaje. Arte iberoamericano en España” y desde mañana podrá verse en la pinacoteca tras los obligados retrasos por la situación sanitaria.
Bajo el comisariado de Rafael López Guzmán, esta exhibición reúne más de un centenar de objetos y obras de arte llegados desde los países conquistados por España a nuestro país en la etapa virreinal, con el deseo de que el público se familiarice con manifestaciones culturales muy desconocidas para el público, pese a que no son, en absoluto, distantes a nuestra historia. Ese desconocimiento, ha explicado hoy Miguel Falomir, ha aparejado algunos prejuicios y malentendidos: se ignora, en general, que desde la conquista de América y hasta su independencia llegó a nuestros pueblos y ciudades un mayor patrimonio desde el otro lado del Atlántico que desde Flandes o Italia y que ese tráfico de obras no fue unidireccional, desde España hacia las zonas conquistadas, sino incluso más intenso en el trayecto opuesto. La muestra también pone de relieve que todas las regiones españolas participaron de este fenómeno (las obras expuestas proceden de veinticinco provincias), no solo Sevilla y Cádiz, más volcadas a ultramar.
Se ha querido que “Tornaviaje” recoja, asimismo, arte vivo, por eso la mayor parte de los trabajos que veremos no proceden tanto de museos o colecciones privadas como de aquellos lugares que las custodian desde que desembarcaron en nuestro país, lo que, a su vez, ha implicado una intensa labor de restauración.
Otro idea preconcebida que viene a desmontar este proyecto es el menor alcance estético del arte iberoamericano en este periodo en favor de su valor documental y antropológico, sin discutir estos: se incide en que no podemos juzgar estas obras atendiendo únicamente a una mirada europea, pues sus artífices fueron a menudo mestizos o indígenas y se elaboraron, por tanto, atendiendo a temas y técnicas en ocasiones ajenos a la metrópoli.
Nos esperan, así, en el Prado, obras que se conservan desde hace siglos en espacios culturales y religiosos españoles, formando parte de nuestro acervo histórico, y de las que a menudo se había perdido la memoria de su origen (de hecho, algunas formaron parte de las antiguas colecciones reales y compartieron espacios con pinturas de Velázquez y Rubens; hasta ahora no se había reparado suficientemente en ellas). Entre sus intenciones, reafirmar el dominio de la metrópoli o las aspiraciones identitarias de las élites criollas, o bien servir a fines estéticos, devocionales o documentales.
La exposición nos propone, por tanto, adentrarnos en la cultura de los virreinatos americanos, en las particularidades simbólicas e iconográficas de su arte y en la recepción que estas tuvieron por parte de la sociedad que acogería estas piezas. En el planteamiento general de la exhibición no se efectúan distinciones jurídicas o políticas entre las áreas de origen, para facilitar la comprensión del conjunto, pero sí se aporta abundante información sobre cada una de las obras, con el fin de que entendamos en qué contexto surgieron, por qué se destinaron a determinados espacios o el carácter de sus propietarios.
Se inicia la muestra recordando que tanto la ocupación como el conocimiento de América por parte de nuestro país fue un proceso lento, con capítulos convulsos, que generaría en el paso de las décadas y siglos una cultura híbrida patente en estéticas, técnicas artísticas y valores simbólicos. Contemplaremos antiguas cartografías de las zonas que se pretendió evangelizar o de las que se planeó extraer recursos naturales, como la plata de Potosí; de su Obrador procede una preciosa peana de la Virgen de la Caridad llegada a Villarrobledo. Y de la transformación de los modelos de convivencia entre los nativos y de los nuevos juicios sobre sus gobernantes a la luz de la colonización da cuenta un estupendo Retrato de Moctezuma.
Se han reunido asimismo representaciones de rasgos étnicos y oficios que testimonian una sociedad mestiza junto a retratos de quienes detentaban el poder político o eclesiástico; con toda probabilidad estas piezas sirvieran en España para comprender cómo era el Nuevo Mundo. No faltan, en ese sentido, imágenes de nobles y grupos familiares (De español e Yndia, nace Mestiza de José Joaquín Magón) ni pinturas de castas; caso aparte lo constituye la espléndida Los tres mulatos de Esmeraldas, de Andrés Sánchez Galque, creada para dar cuenta del acuerdo alcanzado entre la Audiencia de Quito y las comunidades de la costa de Ecuador, donde convivían indígenas y africanos que habían escapado de la esclavitud.
Se concede, igualmente, relevancia al peso específico del diseño urbano en el control de la población: plazas y mercados eran espacios para las interacciones de valores y entre estamentos; podemos subrayar las imágenes de la Plaza Mayor y del Volador de México.
Ejemplo patente de que las creaciones llegadas de Iberoamérica no carecen en absoluto de vigor estético, sino que cuentan con uno propio, nos lo darán las recogidas en los inventarios como pinturas finas: eran regalos afectivos u objetos de propaganda devocional que llegaron especialmente al norte de España y Andalucía, por ser estas zonas de origen de la mayor parte de los indianos enriquecidos. Sus procedencias habituales eran Lima y México y nos hablan de la diversidad de formatos, técnicas y temas de la pintura en América; una de los apartados de la exhibición subraya la calidad del emigrado Angelino Medoro o de autores muy bien considerados por mecenas indianos como Cristóbal de Villalpando, José de Ibarra, Morlete o Miguel Cabrera.
Dado que los templos bajo advocación de la Virgen solían considerarse casas que suponían espacios comunes para las distintas posesiones de la monarquía, en los retablos o sacristías españoles no era raro encontrar un lugar reservado al panteón americano donde se situaban verae effigies (copias fieles) que conectaban a familias a uno y otro lado del océano. Las devociones llegadas desde España fueron plasmadas por los pintores del Nuevo Mundo y a su vez retornarían a nuestro país, en estas obras, como tributo; generando simbolismos inéditos y un lenguaje visual compartido y compatible, a su vez, con las originalidades propias.
Hay que recordar que la defensa del misterio de la Inmaculada Concepción fue esencial para los Austrias y también un nexo comunicativo entre las identidades locales y corporativas americanas: protegieron la causa los virreyes de Perú y de Nueva España, como evidencian imágenes alegóricas en el Prado y sus variantes iconográficas, como las de los ángeles arcabuceros que aparecen con atributos de las virtudes de María. En cuanto al dogma de la transubstanciación eucarística, este también se trasladó a las devociones de cada territorio: una pintura representa a los patronos de Navarra, san Francisco Javier y san Fermín, flanqueando una custodia que iconográficamente sustituye al escudo del reino.
De tradición flamenca, las planchas de cobre alcanzaron entonces un notable mercado, por su mismo material y por las horas necesarias para que devinieran aptas como soporte pictórico. Más fáciles de transportar, y por tanto de coleccionar, ofrecen pinceladas minuciosas y un acabado pulimentado y elegante e incrementaban su valor si presentaban marco en plata, como la pieza guadalupana que preside el sitial del arzobispo en la sala capitular de la catedral de Santiago de Compostela.
Dado que hablamos de extensísimos traslados de obras de arte en bodegas de galeones, desde el Nuevo Mundo a residencias nobles o pudientes, catedrales y parroquias rurales, hemos de hablar de equipajes. El mobiliario recogido en “Tornaviaje” reúne tradiciones (occidental, indígena americana y asiática) e incorpora pinturas, textiles y joyas que permiten conocer su procedencia; del mismo modo, la plata que cruzó el océano en la etapa virreinal no quedó reducida a lingotes o monedas, sino que incluyó ricos objetos labrados ligados a actividades y costumbres americanas (la mancerina se usaba para beber chocolate, por ejemplo). Cabe mencionar que la venta de plata labrada y cajones de chocolate y vainilla donados por José de Aguilar permitió financiar la construcción del cenobio del convento del Corpus Christi de Granada.
La muestra finaliza recordando la pervivencia de rasgos prehispánicos en el arte de este periodo, pese a que algunas de sus creaciones puedan parecernos originalmente españolas: la caña de maíz se usó para tallar figuraciones cristianas, se mantiene la plumaria… El recorrido finaliza con dos piezas espectaculares que ilustran el concepto de viaje de regreso que titula el conjunto: el cocodrilo disecado que colgaba de una ermita tinerfeña recordando tanto la peligrosidad de la conquista como su éxito por mediación de la Virgen y una gran cruz procesional enviada por el deán de la Catedral de La Habana al canario Nicolás Estévez para un convento franciscano en su localidad. Esta última pesa casi cincuenta kilos y fue realizada por un platero aragonés emigrado; su filigrana conjugaba la plancha calada y una decoración a base de hilos trenzados, a diferencia de otras producciones americanas.
La presentación de “Tornaviaje” ha sido posible con la colaboración de otros cuatro museos madrileños (el Nacional de Antropología, el de América, el de Ciencias Naturales y el Real Jardín Botánico) y Falomir ha avanzado hoy que el Museo continuará trabajando en esa línea.
“Tornaviaje. Arte iberoamericano en España”
Paseo del Prado, s/n
Madrid
Del 5 de octubre de 2021 al 13 de febrero de 2022
OTRAS NOTICIAS EN MASDEARTE: