Una vez nacemos, no nos queda más remedio que avanzar, encontrar un punto hacia el que dirigir la mirada, un horizonte hacia el que encaminar nuestros pasos. Abandonar nuestro hogar, nuestras raíces, olvidar la angustia que nos acucia. Caminar es una liberación. Desafiar la gravedad sin dejar de someternos a ella. Caminar es ser, es existir, es pensar.
Franck Maubert. El hombre que camina.
No llegaron a conocerse, porque Rodin pertenece a una generación anterior a Giacometti y, cuando el suizo se instaló en París, había muerto hace años, pero ambos tuvieron como nexo la figura de Antoine Bourdelle, alumno y ayudante del autor de La catedral que sería maestro de Giacometti en la Académie de la Grande Chaumière, y sobre todo quedaron unidos para la historia por una compartida preocupación por asuntos claves de la escultura contemporánea que quizá nunca se haya puesto tan claramente de relieve como en la muestra que el próximo jueves la Fundación MAPFRE abre en Madrid.
En colaboración con el Musée Rodin y la Fondation Giacometti, y bajo el comisariado de Catherine Chevillot, Catherine Grenier y Hugo Daniel, “Rodin-Giacometti” hace hincapié en esos lazos entre dos genios separados, de forma muy evidente, por su tratamiento de la materia, pero unidos -ahora vemos que de manera también muy clara- por su atracción por diversos motivos (grupos, rostros, hombres que caminan) y por múltiples preocupaciones formales. También por su capacidad para representar emociones humanas, especialmente la fragilidad del hombre contemporáneo, buscando las esencias, la ausencia máxima de anécdota.
Sabemos que Giacometti conservó toda su vida libros sobre Rodin en los que realizó no pocos dibujos inspirados en sus obras (entre ellas, El hombre que camina), pero él fue también, en la etapa de mayor desarrollo de las vanguardias, uno de esos artistas que quisieron alejarse de su lenguaje, que consideraban tradicional, para hallar otro más moderno, libre y rupturista. Sin embargo, nunca dejó de admirarlo, y tras volver su mirada hacia Zadkine, Lipchitz o Henri Laurens, acercarse al neocubismo y después al surrealismo, regresó desde mediados de los treinta a la figura humana y hacia el maestro: en 1939 acudió a la inauguración del Monumento a Balzac y en 1950 llegaría a posar como un miembro más del conjunto de Los burgueses de Calais.
Cuando Giacometti, en definitiva, quiso vincular su arte tanto a lo real como a la contemporaneidad, encontró en Rodin en quien inspirarse; le interesó su búsqueda de la tactilidad y de la expresividad que esta conlleva a la hora de representar las pasiones: basta con detenernos en las huellas de sus dedos presentes en sus trabajos de ese periodo, que conceden vida al material, frente a las superficies del todo lisas de su periodo surrealista. Les unió asimismo su cultivada atención a la escultura antigua, su gusto por la estética del fragmento (en relación con ese propósito de expresividad) y su uso del pedestal, que Giacometti convertiría en elemento fundamental de varias de sus composiciones, acercándose a los ensamblajes de Rodin.
La muestra se plantea en la Fundación MAPFRE como una viva conversación estructurada en nueve secciones, dos de ellas vinculadas a motivos (Grupos y El hombre que camina) y el resto, a asuntos formales, a modos de trabajar. Y se inicia mostrando el espléndido conjunto en yeso de Los burgueses de Calais, que rodearemos, junto a varios ejemplos de grupos escultóricos de Giacometti: La Plaza, Cuatro mujeres sobre pedestal y El Claro, datados todos en 1950. El conjunto que realizó Rodin para conmemorar el sacrificio de esos ciudadanos de Calais en la Guerra de los Cien Años (se ofrecieron como rehenes a Eduardo III de Inglaterra para salvar su ciudad, asediada) destaca por ser ejemplo de su técnica de los perfiles: trabajó cada figura de forma independiente para ensamblarlas después, manteniendo la identidad de cada una sin por ello restar fuerza a la visión de conjunto.
Los proyectos de Giacometti, por su parte, no aluden a episodios históricos concretos sino que tratan de reducir la idea de grupo a lo esencial, representando a su vez la soledad inherente al individuo al margen de compañías. Sus grupos, por otro lado, tendrían más que ver con su interés por la escultura pública.
El recurso al accidente, o al fragmento, fue una de las grandes -o la gran- aportación de Rodin a la escultura contemporánea. No ninguneó a las partes, a los sucesos durante el modelado antes considerados errores sin valía, sino que los incorporó a sus procesos y a sus obras finales en aras, nuevamente, de la expresividad. Tras su temprano Hombre de la nariz rota (1864), nunca serían iguales los accidentes, y las hendiduras también concederían un sentido más pleno a la producción de Giacometti, a la humanidad fundamental de sus cabezas. Ambos mantuvieron, además, un modelado enérgico que nunca escondieron a la hora de subrayar la fragilidad (universal) inherente a sus figuras, una vulnerabilidad que sería santo y seña de la obra de Giacometti, cuyas esculturas parecen a punto de desaparecer aludiendo a lo efímero de nuestra existencia.
Otro de los apartados de la exposición hace referencia a su empleo de deformaciones, buscando expresividad en el caso de Rodin y un sentido intimista, de reflejo de las preocupaciones interiores, en el de Giacometti. Representaba el suizo sus motivos tal como los veía y definía las cabezas como masas en movimiento, formas cambiantes, nunca completamente comprensibles. Podemos destacar La nariz, en la que esa napia se ha convertido casi en un arma amenazante tras la barbarie de la II Guerra Mundial.
La Fundación MAPFRE ha reunido también las piezas de ambos más evidentemente inspiradas en el arte pasado. Rodin visitó muy a menudo el Louvre y conoció la estatuaria antigua en Italia (en algunas piezas se hace muy presente su admiración por Miguel Ángel), mientras que Giacometti comenzó a copiar a Durero, Rembrandt y Van Eyck a partir de ilustraciones para después, como Rodin, dejarse fascinar por el Louvre y por Italia. Sabemos que quedó conmovido por los frescos paduanos de Giotto, por los colores de Tintoretto y por… el arte oceánico, africano y cicládico del Museo del Hombre parisino.
Hace hincapié igualmente la muestra en que uno y otro trabajaron muy frecuentemente en series, con el fin de penetrar más en sus estudios de modelos, transformando el significado de sus piezas últimas. Decía en este sentido Giacometti, en 1957: Una escultura no es un objeto, es una pregunta, una cuestión, una respuesta. No puede ser acabada ni perfecta. El problema no se plantea siquiera. Y citaba a Miguel Ángel y al mismo Rodin para hablar de esa noción de lo inacabado: Durante mil años Miguel Ángel habría podido esculpir Piedades sin repetirse, sin volver atrás, sin acabar nunca nada, yendo siempre más lejos. Rodin también.
Cincuenta y ocho esculturas realizó este del rostro de la bailarina japonesa Hanako, con gestos que oscilan entre la placidez y la crispación máxima, y Giacometti, especialmente desde el año clave de 1935, trabajaría del mismo modo retratando a su hermano Diego o a la modelo Rita Gueyfier, en un intento nunca definitivo por captar lo verdadero.
El último de los desafíos formales compartidos por Rodin y Giacometti y analizado ahora en las salas de MAPFRE en Recoletos tiene que ver con el empleo del pedestal, que marca el establecimiento de relaciones peculiares con el espectador en función de su presencia o ausencia. Rodin pensó no emplearlo en sus Burgueses, despojando esta imagen ciudadana de su aura de intangibilidad, pero sí los empleó en otras esculturas, como el contundente Pie izquierdo sobre estípite con follaje y acanaladuras. En El pensamiento, por otro lado, ofreció una solución distinta: ejerce como pedestal una gran base pétrea de la que surge una cabeza; el conjunto alcanza así un poderoso sentido alegórico.
Para Giacometti, los pedestales eran a la escultura como los marcos a sus pinturas: además de aislar sus obras y distanciarlas del espectador, implican cambios perceptivos en las distancias y permiten la generación de diálogos propios entre bases y figuras.
La exhibición finaliza enlazando El hombre que camina de Rodin (y su origen, una pequeña versión de San Juan Bautista) con varios ejemplos de obras del mismo tema a cargo de Giacometti, más desgastados y frágiles, quizá más expresivos también. Franck Maubert subraya su lado intrigante: Hay que acercarse a él, luego recular, tomar distancia. Siempre permanece a una altura humana y siempre parece estar en movimiento. También aquí reside su fuerza. su presencia. El arte de Giacometti consiste en eso, en esas proporciones de una inmensa exactitud. Es la obra la que gobierna la mirada, no lo contrario.
Regresando al francés, hay que indicar que la de MAPFRE no es su única exhibición ahora en Madrid: la Fundación Canal presenta hasta mayo una selección de sus dibujos y recortes, piezas que en ocasiones eran experimentaciones previas a sus esculturas y en otras ejercicios lúdicos.
“Rodin-Giacometti”
FUNDACIÓN MAPFRE. SALA RECOLETOS
Paseo de Recoletos, 23
Madrid
Del 6 de febrero al 23 de agosto de 2020
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