Lo sabemos pero, a veces, no se insiste lo bastante: la historia del arte no es una sucesión de corrientes sino un enjambre de miradas, influencias mutuas, impulsos que otros recogen. A veces esas relaciones son bien conocidas, otras continúan dándonos sorpresas en forma de exposiciones que prueban, por ejemplo, que fuera de Florencia y Roma, en Nápoles, germinó un renacimiento pleno de originalidad que tendría proyección, lazos políticos mediante, en el ámbito más amplio de la monarquía hispánica.
El Museo del Prado abre hoy al público una muestra organizada junto al Museo de Capodimonte en la que, a través de pinturas, esculturas y bellísimos libros, se explora la relevancia de la capital de Campania como centro receptor y alentador de referencias artísticas en los primeros años del siglo XVI. Comisariada por Andrea Zezza, Riccardo Naldi y Manuel Arias, analiza la labor de autores españoles que recalaron allí en tiempos del Virreinato aragonés y, en muchos casos, regresaron a nuestro país habiendo digerido otros modos de mirar en la estela de Miguel Ángel, Leonardo o Rafael.
Con un diseño arquitectónico especialmente acertado que evoca las construcciones napolitanas del momento y, sin ceñirse como decíamos a una única disciplina, sino incidiendo en la convivencia de técnicas y materiales (de la pintura sobre lienzo o madera a la miniatura, de la escultura en mármol a la madera policromada), nos sumerge este proyecto en uno de los episodios más estéticamente lucidos y menos estudiados de la historia que compartimos españoles e italianos; vital para conocer, asimismo, los antecedentes del Renacimiento en nuestro contexto.
Poniéndonos justamente en situación, nos traslada la exhibición a los años en que, tras derrotar el Gran Capitán al ejército francés que pretendía hacerse con Nápoles, el propio Gonzalo Fernández de Córdoba se hizo cargo del gobierno de la ciudad en representación de los Reyes Católicos, confirmando a España como potencia hegemónica en Europa. Las décadas anteriores este núcleo había conocido una brillante etapa cultural que no acabó con la pérdida de su independencia política, al devenir centro de influencia del arte renacentista italiano en la península Ibérica; no había allí una escuela local, pero dado su cosmopolitismo se gestaron tendencias que recogían la maniera moderna, esto es, los avances de aquellos tres genios, y allí cosecharon sus primeros éxitos Bartolomé Ordóñez, Pedro Fernández, Diego de Siloé, Pedro Machuca (y, es posible, que también Berruguete), antes de convertirse en figuras esenciales del Renacimiento español. El periodo examinado es breve -desde aquellos inicios del siglo XVI hasta 1530, cuando finalizó la guerra entre Carlos V y el papado-, pero la calidad de buena parte de las piezas reunidas es extraordinaria.
Se inicia el recorrido recordándonos que, hacia 1500, era Nápoles la segunda villa más poblada de Europa tras París y que, desde tiempo antes del asentamiento de la corte de los reyes de Aragón, se reunían allí intelectuales que dieron forma a partir de ese momento a una suerte de humanismo monárquico (a diferencia del cívico, propio de otras ciudades de la península Itálica), que se enraizaba en el legado clásico. Desvinculados de la Iglesia y dedicados a la reflexión sobre política, sociedad y cultura, sus aportaciones resultarían vitales en la construcción del aparato gubernativo en la urbe españolizada. Entre ellos se encontraron Giovanni Pontano y Sannazaro, retratados respectivamente por Adriano Fiorentino (en bronce) y Paolo degli Agostini (en óleo sobre tabla); el estilo del primero remite claramente a la Antigüedad y a los bustos de Cicerón, mientras el segundo destaca por su sencillez y su ausencia de grandilocuencia. De uno a otro median algo más de dos décadas y una transición: de la rigidez clasicista a la captación de lo vivo.
Cuando se incorporó Nápoles al Imperio español, se convirtió tanto en puesto de propagación de nuestras costumbres en Italia como, lo avanzábamos, del lenguaje renacentista italiano a este lado del Mediterráneo. Allí coincidieron, en esos tiempos convulsos en la actual Italia, artistas romanos, lombardos, emilianos o toscanos y, también, ibéricos; en el momento en que viajó hasta Campania Fernando el Católico, homenajeado con pinturas y arquitecturas efímeras (1506-1507), se tiene constancia de la presencia en Nápoles del llamado Maestro del Retablo de Bolea (por su autoría sobre esas imágenes de la Colegiata de Santa María la Mayor de la localidad oscense) y de Pedro Fernández, que había pasado ya por Lombardía y que favoreció decisivamente la renovación de la cultura figurativa napolitana.
Del primero, cercano a Juan de Borgoña, no sabemos si era español o italiano, pero parece probable que se formara en el centro de Italia y sabemos que dicho retablo es la más antigua de sus piezas conocidas. La iglesia de Bolea era entonces un priorato de la Real Abadía de Montearagón, de la que fue abad comendatario un hijo del rey Fernando, Alfonso de Aragón, posible comitente del conjunto. Aquella cercanía al monarca sería la razón de su posterior aparición en Nápoles tras la conquista y de que el resto de su producción se sitúe en Italia, como las dos tablas de Atri que también pueden verse en el Prado, de influencia romana. Prestad atención al precioso misal que donó al mismo Fernando el Católico.
De Pedro Fernández, de origen murciano, disponemos de un buen número de obras y sabemos que, cuando el rey llegó a Nápoles, él ya se encontraba allí. Se formaría en Milán, donde pudo conocer la obra de Leonardo o Bramante, antes de trasladarse a Roma, donde quizá realizase su Flagelación de San Pablo Extramuros, con una decoración exuberante a la antigua. Después viajaría a Nápoles, posible cuna de su Adoración de los pastores, que se llevaría a España un sobrino del Rey Católico, Juan de Aragón.
De su mano, la de Fernández, podemos considerar que surge, en el sur de Italia, un estilo de Renacimiento maduro de raíz lombarda que cautivaría a los artistas ya asentados allí.
Avanzando en ese camino hacia la manera moderna, prueba la exposición que, en la transformación de las artes entre los siglos XV y XVI en Italia, la asimilación de los lenguajes de Leonardo o Giorgione supondría una ruptura formal con el pasado: la presencia de la naturaleza en las composiciones alcanzaría una nueva dimensión y las figuras ganan emoción y dinamismo. Por su parte, la divulgación de la obra de Miguel Ángel y Rafael llevó a la consolidación de un modelo de belleza tan complejo como idealizado en el que, además de buscarse la representación de lo natural, se pretendía revelar el don, divino, de la Gracia.
Aquella maniera que ansiaba la perfección tuvo sus raíces en Florencia, Milán y Venecia pero, en parte, fueron artistas españoles entrenados allí, que confluyeron en Nápoles tras la conquista, quienes la difundirían también en el sur, junto con autores como el escultor florentino Andrea Ferucci o el pintor lombardo Cesare da Sesto, quien fue amigo de Rafael y tuvo acceso a su taller.
Hablando del artífice de La Escuela de Atenas, llegó desde Roma a Nápoles, en las primeras décadas de ese siglo XVI, su Virgen del pez, que forma parte de los fondos del Prado y que encargó la iglesia de San Domenico Maggiore. Fue acogida con admiración por los pintores locales y supuso entonces un decidido paso en la evolución del cuadro de altar renacentista hacia una concepción unitaria, en la que las figuras se dotan de dimensiones monumentales y entablan relaciones que deducimos a partir de sus miradas y gestos, conformando una acción dramática.
Conjugaron su gracia con la poética de los afectos leonardesca y la expresividad de Miguel Ángel los escultores Bartolomé Ordóñez y Diego de Siloé, ambos burgaleses; el primero no pudo regresar a España porque falleció en Carrara, el segundo sí, y trajo, desde luego, una impronta italiana de veracidad y grandeza. Imprescindible resulta su San Sebastián inspirado en dibujos leonardescos, cuyo naturalismo incrementó jugando con los distintos grados de acabado de las superficies; de Ordóñez impresiona su Lamentación sobre Cristo muerto, todo un tributo a Donatello.
Se codean ambos con tres obras maestras de Girolamo Santacroce: esculturas en mármol de San Juan Bautista, La Virgen con el Niño y San Benito que, por su grado de detallismo, más parecen estar realizadas en marfil.
Contemplaremos, asimismo, pinturas de aire rafaelesco y acentuado movimiento de Pedro Machuca, el futuro arquitecto del Palacio de Carlos V granadino; interpretaciones libres del legado clásico a cargo de Polidoro da Caravaggio y, puestas en relación, la Alegoría de la templanza de Alonso Berruguete (en la colección del Prado) y su Salomé (en los Uffizi). Estudios recientes apuntan a que el de Paredes de Nava también pudo pasar por Italia: tendría actividad en Roma y Florencia y de él también enseña, igualmente, una escultura de San Sebastián llegada del Museo Nacional de Valladolid, muy distinta a la del mismo tema de Siloé, por su torsión casi espasmódica frente al lirismo de aquel.
Se cierra la exhibición examinando los caminos renacentistas que emprendieron, ya en nuestro país, algunos de esos autores que trabajaron en Nápoles, como Pedro Fernández, a quien debemos, junto a Antoni Norri, el Retablo de Santa Elena de la Catedral de Gerona; Diego de Siloé, que continúo dando prueba de su virtuosismo en Burgos y Granada; Machuca, principal abanderado aquí de Rafael, o Berruguete y su expresividad miguelangelesca. El cierre, de madera, lo pone Gabriel Joly, tallista seguramente originario de Picardía que trabajó en Aragón y del que, en la preparación de esta muestra, se halló un probable guerrero datado en 1532-1536.
“Otro Renacimiento. Artistas españoles en Nápoles a comienzos del Cinquecento”
Paseo del Prado, s/n
Madrid
Del 18 de octubre de 2022 al 29 de enero de 2023
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