(…) todas esas mujeres no están posando como una simple modelo aburrida. Están atrapadas en la trampa de esos sillones como pájaros encerrados en una jaula. Yo mismo las he aprisionado en esta ausencia de gesto y en la repetición de este motivo, porque lo que busco es captar el movimiento de la carne y de la sangre a través del tiempo. Y mi deseo es enfatizar la angustia de toda carne que, incluso en el momento de su triunfo, la “belleza”, siente temor ante los signos que anuncian las alteraciones del tiempo.
Una de esas señoras picassianas en los sillones que, desde su quietud, nos hablaron mucho, fue Olga Khokhlova, bailarina de los Ballets Rusos cuando tenían al frente a Diaghilev y primera esposa del artista, desde 1918. Se habían conocido en Italia el año anterior, de la mano de Cocteau (que sería testigo de su boda junto a nada menos que Apollinaire y Max Jacob) y permanecerían juntos hasta 1935, aunque legalmente continuaron casados hasta la muerte de ella en 1955.
Aquellos casi veinte años de su relación coincidieron con la llamada fase neoclásica del malagueño, pero, tras su paso por París, Moscú y Málaga, hoy ha llegado a CaixaForum Madrid la muestra que nos propone rebautizar esa etapa como periodo Olga, teniendo en cuenta que Khokhlova, que se presentó la primera vez ante Picasso como nieta del zar, fue entonces la modelo perfecta de su figuración, caracterizada en principio por las líneas finas y elegantes, de impronta ingresca, la suavidad y la ternura, y más tarde por la representación del dolor sin ambages.
“Olga Picasso”, que así se titula esta exposición, ha sido comisariada por Emilia Philippot, conservadora del Musée National Picasso francés; Joachim Pissarro, director de las Hunter College Art Galleries de Nueva York y Bernard Ruiz-Picasso, copresidente de la Fundación Almine y nieto del pintor y la bailarina. Y precisamente la iniciativa de organizar esta muestra centrada en los frutos artísticos de las vivencias de Picasso junto a Khokhlova surgió a partir del hallazgo del contenido de un baúl de ella, con las iniciales O.P., que se encontraba en una estancia vacía de la mansión de Boisgeloup, baúl heredado por Paulo, el hijo de ambos. La madre de Ruiz-Picasso le llamó la atención sobre él en los ochenta, advirtiéndole de que, aunque ella no entendiera el ruso, las cartas que ese cofre contenía, y sus fotos, algún día tendrían que ser estudiadas. Junto a ellas se guardaban objetos varios, algunos también en CaixaForum: zapatillas de ballet, crucifijos, almanaques…
Lo han sido, permitiendo reconstruir una historia artística y personal de la pareja que completa la conocida hasta ahora y que también nutre parcialmente esta exhibición, que recibe al visitante justamente con ese baúl y que intercala estas imágenes y misivas íntimas (así como un breve vídeo de Olga y Paulo en un instante de disfraz y juego) con pinturas, dibujos, cuadernos, grabados y una escultura, satisfactoriamente estructurados en un recorrido a su vez temático y cronológico, en el que imágenes y textos nos invitan a reconsiderar la evolución de la obra de Picasso entre los diez y los treinta a la luz de su contexto familiar, aunque sin obviar tampoco el peso evidente de las corrientes de vanguardia.
Elisa Durán, directora general adjunta de la Fundación “la Caixa”, se ha referido a la importancia de esta muestra en cuanto a su profundidad, su número de obras y al hecho de que muchas de ellas se exhiben en Madrid por vez primera; habría que añadir que su reunión suscita en el espectador emoción y vida, el impacto íntimo de quien se identifica con modos universales de mirar lo familiar, lo conocido y reconocido, en el apego y en el desapego, por más que nuestras relaciones con lo cercano puedan ser un pozo sin fondo de complejidades y las de Picasso también, como es de sobra sabido.
Conviene advertir, en la visita, las distancias que a veces separan la Olga más relajada de las imágenes halladas en el baúl de la que Picasso retrata, normalmente ensimismada y nostálgica, escribiendo o leyendo, quizá esas cartas familiares que le traían malas noticias (no vio a los suyos tras la Revolución Rusa); las formas múltiples que adoptó su figura a medida que avanzaba, hasta claudicar, su matrimonio con Picasso y toda la serenidad de las Maternidades, claramente influidas por el espíritu de la Antigüedad y el Renacimiento.
No faltan en CaixaForum los retratos de Paulo como Arlequín o Pierrot, en los que Picasso retomó los personajes de la Commedia dell´ Arte con los que él mismo se había identificado en su juventud, durante el periodo rosa, ni las representaciones más violentas y deformadas de Olga realizadas a raíz de su crisis matrimonial, en la etapa en que el artista inició su relación con la muy joven Marie-Thérèse Walter, pero también del impacto del entonces floreciente surrealismo. Nos referimos al desgarrador Gran desnudo en sillón rojo de 1929 y a El beso (caníbal).
Muy poco después, comenzaría Picasso a representarse a sí mismo como Minotauro ante sus relaciones complejas con las mujeres, a veces salvaje y cruel, otras ciego dejándose llevar por el encanto, en forma de luz, de una cándida Walther. Es posible también que sus corridas taurinas y sus crucifixiones de aquellos años podamos, desde sus cuerpos dolientes, relacionarlas (además de con su evidente simbología propia y con su peso en la producción del artista, como motivo temático) con sus tumultuosas experiencias amorosas de entonces, cuando el nacimiento de Maya estaba a punto de precipitar la ruptura con Khokhlova. Marie-Thérèse inspiró, además, su serie de bañistas pintadas en Dinard, de posturas livianas o deseantes y tonalidades suaves frente a los colores apagados y las formas afiladas o sólidas de sus obras inspiradas en su esposa.
La ruptura llegó, como decíamos, en 1935 y fue al año siguiente cuando llevó a cabo el autor sus dos últimos retratos de Olga, mirándose en un espejo negro.
Los nexos entre la trayectoria vital y la artística en el caso de Picasso, en esta etapa de su carrera y en otras, han sido el centro de infinitos estudios, pero la exhibición resulta pertinente por subrayar la convivencia estrecha del amor y la muerte, lo vital y lo cruel en su obra en un periodo de tiempo concreto en el que aún hablamos de un Picasso joven, en ascendencia creativa y social. Y es mucho lo que de la personalidad de Khokhlova nos queda por saber; acentúa esa sensación su habitual mirada ausente en los retratos, donde hay mucho de ambigüedad más allá de arquetipos femeninos (y de musas silenciosas).
“Olga Picasso”
Paseo del Prado, 36
Madrid
Del 19 de junio al 22 de septiembre de 2019
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