Solo unos meses después de que la Fundación Masaveu Peterson mostrara en el Museo de Bellas Artes de Valencia su colección de pinturas de Sorolla, ambas instituciones prolongan ahora su alianza con la exhibición, en la sede de la Fundación asturiana en Madrid, de un centenar de obras fundamentales procedentes del museo valenciano, fechadas entre los siglos XIV y XX, de la pintura gótica a Equipo Crónica.
Pablo González Tornel, director de este centro, señaló ayer que la mayor parte de los responsables de los museos realizan alguna vez el ejercicio de pensar sus fondos a través de un centenar de piezas, un propósito no sencillo pero gratificante cuando los resultados son satisfactorios. La muestra que hasta julio podemos visitar en la capital, que él mismo ha comisariado, respeta la estructura y densidad del Museo de Bellas Artes, cuya vocación, como la de tantos espacios como este, es enciclopédica: su acervo busca narrar la historia del arte occidental desde la Edad Media hasta nuestro tiempo.
En las salas de la Fundación Masaveu se han reunido piezas representativas de cada una de las etapas históricas compendiadas en el Museo, en un recorrido jalonado por grandes nombres pero que, a su vez, busca que esta exposición de fe de la riqueza de una colección muy amplia; hay que tener en cuenta que el de Bellas Artes de Valencia nació como Museo Provincial en 1837, para albergar los bienes muebles procedentes de la Desamortización de Mendizábal, y a partir de 1913 se le asignaron, además, otros fondos estatales en esta provincia. Su sede primera fue el convento del Carmen Calzado y, tras la Guerra Civil, se trasladó al Colegio Seminario San Pío V; posteriormente este edificio ha sido reformado y ampliado para responder a las necesidades crecientes de espacio.
La mayor parte de los artistas presentes en sus fondos son valencianos, pero sus obras se enriquecen con las de autores internacionales que recalaron en Valencia, fueron aquí reclamados dado el rol histórico y comercial de esta ciudad en el Mediterráneo, o bien cuyas composiciones han sido donadas o legadas al centro.
Dadas esas dinámicas relaciones comerciales que mantuvo Valencia al final de la Edad Media, pintores autóctonos, alemanes o italianos trabajaron aquí en los siglos XIV y XV. Podemos entender que la llegada de Llorenç Saragossà, requerido en 1373 por el gobierno municipal, marcó en el plano artístico el fin del periodo de adaptación de la que era capital del reino a su nueva situación de urbe cristiana, tras ser conquistada en 1238 por Jaime I. En este momento, despegó Valencia en lo económico y lo cultural, hasta convertirse en el centro más potente de la Corona de Aragón y su mayor puerto en la península Ibérica, y esa riqueza propiciaría, además, la presencia en la ciudad del florentino Gherardo Starnina o de Andrés Marçal de Sas, de origen sajón; en el ámbito local subrayaremos a Pere Nicolau, Gonçal Peris o Miquel Alcanyiç.
Es posible que, a mediados del siglo XV, llegara también a este puerto Jan Van Eyck, y el viaje de autóctonos como Lluis Dalmau a Flandes favorecería la consolidación de la técnica de la pintura al óleo y del estilo hispanoflamenco, realista y minucioso. Joan Reixach o Jacomart se encontraron entre los autores más valorados del momento, siendo el segundo llamado a Nápoles por Alfonso el Magnánimo, y la influencia de los citados aires flamencos se mantendría bien entrado el Renacimiento bajo el manto italiano. Destacan, en este comienzo del recorrido, una tabla bifaz de Peris que presenta la Verónica de la Virgen y la Anunciación y retratos de reyes de Israel a cargo de Reixach en los que, como se aprecia sobre todo en el de Salomón (en los ropajes y en el pavimiento de Manises), se da fe del buen momento en Valencia de las manufacturas de cerámica y seda.
Adentrándonos ya en el Renacimiento, hacia 1500 coexistirían en Europa dos modos de entender las artes: el realismo extremo propio del ars nova nacido en el ducado de Borgoña, del que son representantes Van Eyck o Van der Weyden; y la renovación de los cánones de la Antigüedad que tomó vigor en el contexto italiano. Ambos caminos se desplegarían en las ciudades mediterráneas, también en Valencia; acabaría triunfando, como sabemos, el rumbo italiano, pero durante muchos años artistas del norte y del sur fabricarían juntos imágenes que explican los comienzos de la Europa moderna.
En concreto en Valencia confluirían las obras de Bartolomé Bermejo, de estética flamenca, con las del italiano Paolo San Leocadio; también se importaron telas de Antoniazzo Romano y, llegados desde el taller de Leonardo da Vinci en Florencia, recalaron aquí en 1505 Fernando Llanos y Fernando Yáñez de la Almedina, y con ellos las novedades de la península Itálica. No podemos olvidar, tampoco, el desembarco de El Bosco y su Tríptico de los improperios en la ciudad, en este caso a través de las colecciones de Mencía de Mendoza, cuando contrajo matrimonio en segundas nupcias con Fernando de Aragón, duque de Calabria y virrey de la ciudad mediterránea.
De San Leocadio, introductor del Quattrocentro en nuestro país, podremos admirar en la Fundación Masaveu su Cristo portacruz, estupendo y detallista óleo sobre tabla; este autor llegó a Valencia en 1472 junto al cardenal Rodrigo de Borja, después papa Alejandro VI, y se encargaría de los frescos del ábside de la Catedral junto a Francesco Pagano.
Un capítulo importante de esta exhibición lo constituye la eclosión del Renacimiento. Hace algo más de ocho décadas, Gómez Moreno consideró águilas del Renacimiento español a Diego de Siloé, Bartolomé Ordóñez, Alonso Berruguete y Pedro Machuca, pero fueron más los responsables de que el camino italiano triunfara en nuestro país avanzado el reinado de Carlos V; las aportaciones de Leonardo, Miguel Ángel, Rafael o Tiziano tendrían eco a este lado del Mediterráneo en los pinceles de Luis de Vargas, Luis de Morales o Juan de Juanes.
Cuatro son las obras que han viajado a Madrid de este último, de cuyo supuesto traslado a Italia no hay pruebas concluyentes; maduró en Valencia. Trabajó en un periodo extenso, de 1525 a 1579, y se formó en el taller de su padre, alumno de San Leocadio; también conoció aquí la pintura de impronta leonardesca de los Fernandos, Llanos y Yáñez de la Almedina, y la de Sebastiano del Piombo, entonces muy admirado. Veremos un precioso Ecce Homo, idéntico a otro suyo conservado en el Prado, que destaca por el virtuosismo de su técnica y por una eliminación de referencias espaciales que aproxima al espectador la figura de Cristo, invitándole a compadecerse de su sufrimiento, esto es, a padecer con él.
El inicio del Barroco, como es sabido, vino marcado en su iconografía por la reacción católica a la reforma protestante, concibiéndose las imágenes sagradas como vía de acceso a la divinidad y promulgándose la noción de decoro (correspondencia entre contenido y forma) como eje de la imaginería religiosa. Carlos y Federico Borromeo o Francisco Pacheco teorizaron sobre la necesidad de persuadir sensorialmente las almas para reforzar la fe y se adoptó como vía, primero, la esencialidad formal propia de la contramaniera y, después, el realismo crudo de Ribera o Ribalta.
Si pensamos en naturalismo solemos hacerlo en Caravaggio, pero antes y a la vez de que lo cultivara el autor de La Virgen del Rosario lo encontramos también en otros nombres y en escenarios diversos: Sánchez Cotán, Navarrete el Mudo, el propio Ribera, Pedro Orrente… Avanzado el Seiscientos, el lenguaje barroco trascendió parámetros realistas de la mano del color vivo y el dinamismo de Rubens, el nuevo clasicismo de la escuela boloñesa o las escenografías de Pietro da Cortona.
En todo caso, Ribera fue uno de los pintores más diestros del arco mediterráneo en el periodo barroco y de él saldrán a nuestro encuentro tres excepcionales retratos, como medias figuras, de san Andrés y de los filósofos Pitágoras y Heráclito. Al santo lo reconocemos por su cruz insinuada y no mira al espectador, sino a lo alto, como mediador entre quien lo observa y la divinidad, contemplando lo que nosotros no podemos ver y certificándolo como verdadero; Pitágoras sí nos interpela con la dirección de sus ojos y Heráclito, recordando sus disquisiciones sobre la imposibilidad de lo eterno en lo terreno, aparece captado en un instante fugaz y con expresión triste.
Enorme predicamento en esta misma época tendría, asimismo, la pintura de género y el bodegón, que proporcionaba a los pintores la ocasión de poner a prueba su capacidad de alcanzar la mímesis (algunos evocaban en sus naturalezas muertas las hazañas en la representación de Zeuxis y Parrasio). Han llegado a la Fundación composiciones de Tomás Yepes, Gaspar Peeter Verbruggen o Vicente Victoria.
En los últimos compases de esta muestra podremos disfrutar del preciosismo de Benlliure, que cuidó las cualidades matéricas de sus telas probablemente por herencia de Fortuny; de la modernidad de Ignacio Pinazo o del espléndido retrato de Ana Colín y Perinat de Emilio Sala Francés, en el que la modelo casi desaparece en su vestido de luto, llamándonos la atención la blancura de sus manos y su rostro. Con su acentuado realismo social también llega a Madrid Antonio Fillol, autor de una crudísima escena en la que denuncia el derecho de pernada y en la que obliga al espectador a contemplar el desvalimiento de la víctima y la ira de su familia desde los ojos del abusador; con imágenes como esta, se valió el rechazo de los jurados y la incomodidad de ciertos clientes de la burguesía en el cambio de siglo.
No podían faltar en el recorrido Sorolla ni Muñoz Degrain; del primero contemplaremos ocho lienzos de distintas etapas, incluyendo Labradora valenciana, quintaesencia del costumbrismo y aparentemente creada para convertirse en estereotipo y alegoría de un mundo rural idealizado, con sus perlas y esmeraldas y su vistosísimo traje; en palabras de González Tornel, tomó el artista retazos de una realidad existente para construir algo que no existe pero que resulta creíble. En cuanto a Muñoz Degrain, fue uno de nuestros paisajistas más personales del siglo XIX, por la jugosidad de sus empastes, la vivacidad de su paleta y el empequeñecimiento de las figuras humanas ante la inmensidad de la naturaleza.
Finaliza la exposición recalcando que la colección del Museo de Bellas Artes de Valencia no se agota en la eclosión de las vanguardias, sino que sigue los pasos de aquel arte posterior a los años veinte que se mantuvo fiel a la tradición figurativa en la creación europea, renovándola. Veremos Tierra y La danza de Horacio Ferrer de Morgado, a medio camino, sobre todo en el primer caso, entre la influencia italiana de Signorelli y el refinamiento del art decó, o El alambique de Equipo Crónica, que lleva a Felipe IV a un entorno industrial.
“La colección del Museo de Bellas Artes de Valencia. Entre El Bosco y Sorolla”
C/ Alcalá Galiano, 6
Madrid
Del 28 de febrero al 14 de julio de 2024
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