Decía Miguel Milá que el diseño que no es útil cansa y, además, acaba siendo feo, por eso se ha esforzado, y continúa haciéndolo, por que sus piezas mejoraran las vidas cotidianas en su vertiente más práctica, tanto en viviendas como en espacios públicos. La actual edición de Madrid Design Festival, que se celebra hasta el próximo 19 de marzo, tiene a este diseñador barcelonés, Premio Nacional en 1987, como gran nombre propio: la cita le rinde homenaje en una extensa exposición que acoge Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa, que ha sido comisariada por Claudia Oliva y Gonzalo Milá y que repasa su carrera desde que, en 1956, concibiera la célebre lámpara TN hasta la actualidad; a sus 93 años, sigue trabajando y ultima la presentación de una nueva silla de ratán.
En un recorrido que es cronológico pero que, sobre todo, presta atención a los progresos y regresos que explican su obra, se incide en cómo buscó romper con el abigarramiento propio del mobiliario español de los cincuenta y sesenta a través de soluciones sencillas, mucho más cercanas a la artesanía que a los desafíos incipientes de las tecnologías contemporáneas. La mencionada atención a la función y una estética depurada pueden considerarse sus sellos; creía Milá en la racionalidad frente a la afectación: Un profesional del diseño debe mantener una postura racional desde una formación absolutamente humanista. Se debe enriquecer la intuición cultivándola y después resolver los problemas de la manera más racional posible, porque así las soluciones serán espontáneas y humanas, afirmaba.
Desde ese enfoque debemos entender las más de doscientas piezas que ha ideado y las que en esta exhibición nos esperan: podrían haber sido alumbradas ayer aunque cuenten con varias décadas de historia, y la razón reside justamente en su sencillez y en el sentido común desde el que fueron formuladas. El mismo que llevó a Milá a hacer suya la máxima Sé útil y te utilizarán, tras la que subyacía en su caso un compromiso con la búsqueda del bienestar y también con la flexibilidad ligada a todo propósito de funcionalidad en el tiempo. Criado en una familia donde cabían tanto el refinamiento como la austeridad, este autor comenzó a trabajar a partir de una muy básica caja de herramientas de madera que compartía con sus hermanos; en su infancia en la guerra y la posguerra, le sirvió para aplicar el ingenio a la hora de coser, reparar y conservar prendas y piezas.
Sin esa aversión al despilfarro que germinó en su carácter entonces no se entenderán sus diseños posteriores, pero la influencia de sus primeros trabajos en la niñez fue más allá: TRAMO (trabajos molestos) fue el nombre que dio a su primera idea de solucionar algunos entuertos domésticos a través de apaños caseros -cobrando ya algunas monedas- y así también se llamaría una de sus primeras empresas, fundada en 1957 para gestar sus propias creaciones. En todo caso, comenzó a percibir muy pronto defectos en los objetos cotidianos y algunas vías técnicas para solventarlos.
Sería en 1950 cuando Milá comenzó a desenvolverse como interiorista para los arquitectos Federico Correa y Alfonso Milá; este último era su hermano. Para entonces él también estudiaba Arquitectura, pero abandonaría la carrera al año siguiente, cansado de las matemáticas; en cualquier caso, en la Facultad había podido conocer a toda una generación de autores barceloneses que sintonizaron con el Movimiento Moderno y que le aportarían ideas en cuanto a lo que faltaba y sobraba en los espacios que desde entonces se ocuparía de acondicionar. Admiró especialmente a José Antonio Coderch, de quien dijo que le enseñó a atender a la función, a simplificar y a adoptar soluciones que escapan a los diseños preliminares pero que podían humanizar el conjunto.
Tanto Coderch como Correa y Alfonso Milá tuvieron en común su querencia por lo vernáculo y su atención a las necesidades específicas, en línea con la senda que adoptaría ya para siempre Miguel Milá: hacer permanecer lo que funciona y reinventar lo que no cumple con su finalidad. Por esa vocación, y por las carencias del momento, los primeros interiores de los que se ocupó serían esencialistas; a partir de ellos daría los primeros pasos hacia un diseño preindustrial.
Cuando, en aquel año citado de 1956, Nuria Sagnier, tía de Miguel, le encargó amueblar su estudio, él creó, entre otras piezas, esa lámpara TN que podía dar luz indirecta o directa, ambiental o apta para leer, según se bajara o subiese su pantalla. A partir de ella desarrollaría después, en los primeros años sesenta, los modelos TMC y TMM; logró con ellos una acogida entusiasta y la fabricación en serie, además del germen del posterior modelo Previa. La evolución hacia unas y otras lámparas tuvo que ver con la introducción de ajustes que le permitieran alcanzar una modulación definitiva: en materiales, pero sobre todo en cuanto al mecanismo para desplazar la pantalla; de un asa que podía fijarse a diferentes alturas a una goma deslizable. Tiempo después llegaron otros objetos hechos para perdurar: la lámpara Cesta (1962), la mesita MMS (1963) o la chimenea esquinera DAE (1977).
A su formación arquitectónica, ligada a una comprensión concreta de formas, volúmenes y materiales, sumaría Milá sus aprendizajes técnicos junto a carpinteros y herreros: se preocupó mucho por la fase artesanal de sus trabajos, la que permitía modificar, perfilar, reelaborar… y también guardar cierta economía de recursos. Esa es la razón de la presencia importante del ratán (caña de Manila) en sus diseños; afirmaba defender la artesanía como “derecho que el hombre tiene a participar en los procesos de las cosas”. Al adoptar técnicas simples y materiales cercanos podía dominar del todo la fabricación de sus diseños: la citada lámpara Cesta nació del hallazgo de un globo de vidrio oval que Milá acomodó en una cestilla de ratán -luego, madera- confeccionada por él mismo con ese fin. Decía tener hambre de herramientas (que no de moldes, a los que consideraba una esclavitud). Nunca renunció a la tecnología, sino que adoptó las que entendía más adecuadas en cada momento.
Muchos de sus objetos fueron ideados, además, a partir de necesidades propias. Podemos decir que fueron autoencargos la mesa de vidrio María, la estantería Percherón, destinada a ordenar mochilas, bufandas o cascos; o la silla Salvador, que concibió para contar con asientos decentes en su casa tras casarse y sin invertir demasiado. Con el tiempo gozaron del favor del público, que vino a homologar una utilidad que ya había sido contrastada de entrada. Tienen en común una idea clara del confort: Los objetos nos rodean siempre, incluso cuando no se utilizan. Una lámpara está mucho más tiempo apagada que encendida. Y cuando está apagada, lo mínimo que puede hacer es no molestar. Y lo máximo, alegrar la vida. Acompañar sería el punto intermedio.
El confort urbano también fue otro eje de su interés, sobre todo desde que una vez vio en la calle a un señor mayor al que le costaba levantarse de un banco demasiado bajo. Creó entonces uno propio: el banco Neorromántico, que se difundiría en varios continentes y que responde a una voluntad de adecuación a hábitos y necesidades, pero también al deseo de hacer de este mueble urbano un vehículo de convivencia, que favoreciese la comunicación. En 1980 se ocupó igualmente de la rehabilitación del Hospital Clinic barcelonés, buscando mejoras funcionales para pacientes y trabajadores; y en 1986, de la de los interiores de los vagones del metro de la capital catalana, desde entonces dominados por los tonos blancos frente a los amarillentos anteriores, menos hostiles y más confortables.
“Miguel Milá. Diseñador (pre)industrial”
FERNÁN GÓMEZ. CENTRO CULTURAL DE LA VILLA
Plaza de Colón, 4
Madrid
Del 9 de febrero al 17 de marzo de 2024
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