Hace diez años que falleció Lucien Hervé, el artista húngaro que emigró a París en 1929 con la ambición de vivir de su pintura y acabó adquiriendo reconocimiento como fotógrafo de arquitecturas. En sus composiciones, rigurosas y dominadas por la geometría, jugó con las tensiones entre sombras y luces y se acercó a la abstracción.
El hecho definitivo que llevó a Hervé a aparcar los lienzos fue su encuentro con Le Corbusier, quien marcó también en buena medida el desarrollo temático de sus trabajos. Corría 1949 y en los quince años posteriores, hasta mediados de los sesenta, las construcciones de Charles-Édouard Jeanneret fueron motivo recurrente en su producción: las fotografió en al menos quince ocasiones para fijarse después en edificios de otros arquitectos fundamentales del siglo pasado como Alvar Aalto, Walter Gropius, Marcel Breuer, Oscar Niemeyer o Jean Prouvé, porque Le Corbusier trajo suerte a Hervé y tras trabajar con él se multiplicaron sus encargos.
Le interesaban, sobre todo, los contrastes entre lo abstracto y lo humano, la tradición y la novedad, y desplegó trucos propios para introducir elementos de intriga en sus fotos e incentivar al espectador a mirar con más profundidad, detenimiento e inteligencia: para fijarnos en sus contrastes lumínicos e imaginarnos estas obras como composiciones abstractas que no han nacido del pincel sino de la piedra y la mirada hace falta tiempo y un ojo educado.
Recuperando ese espíritu, el Jeu de Paume presenta en el Château de Tours una muestra retrospectiva en la que aborda los primeros pasos de Hervé en el lenguaje fotográfico, sus encuentros decisivos con arquitectos y artistas, la importancia de Le Corbusier en su carrera, su interés por la arquitectura, que creció viaje a viaje hasta que una discapacidad sobrevenida en 1965 le impidió grandes desplazamientos, y su aproximación a la abstracción. Se repasan también las exposiciones dedicadas a su trabajo desde los cincuenta y los referentes literarios que fueron importantes para Hervé según ha podido deducirse de sus diarios.
La exhibición, concebida como homenaje, no solo recuerda que hace una década que el fotógrafo murió, también que fue hace justo medio siglo cuando Tours acogió la primera muestra, y la última hasta ahora, sobre su obra.
CRITERIOS DE PINTOR
En sus primeros años como fotógrafo, el propio Hervé reconocía trabajar con rigor pictórico y criterios de pintor. Entre 1938 y 1950, trabajó con delicadeza volúmenes en contraste y comenzó a dejarse seducir por la arquitectura mirando y fotografiando una y otra vez la Torre Eiffel desde múltiples enfoques y el París que veía desde su ventana. Entonces aún encontramos personas en su obra: personajes solitarios, con apariencia de fugitivos, cuyas posibles historias personales no desviaban la estética de las imágenes de las esencias y el amor por la geometría.
El ser humano rara vez es protagonista de sus imágenes, no aparece sino de forma indirecta salvo cuando retrataba a sus familiares, amigos y compañeros fotógrafos. Pero, en el caso de sus anónimos, sí que añaden a sus trabajos una cierta dimensión simbólica: viven y animan el espacio desde el misterio de su identidad. Él los llamaba sus vivants, y los mostraba en diálogo audaz con luces y sombras.
Las mismas luces y sombras con las que construía Le Corbusier, cuya influencia inspiraría al húngaro a convertirse en arquitecto en el ámbito de la imagen utilizando esas mismas herramientas. Se deleitó enseñándonos cómo las líneas y los volúmenes pueden transformarse bajo el sol y cómo los espacios podían convertirse en composiciones bidimensionales que los convierten casi en identificables, y por eso en universales.
Defensor, a veces, de la arquitectura de su tiempo, y crítico en otras ocasiones con ella, nunca dejó Hervé de elogiar el desarrollo de nuevas formas y materiales por sus contemporáneos, y otro de los objetivos de sus fotos fue dar testimonio de sus logros. Lo hizo acentuando tensiones -creando algún drama- entre líneas rectas y curvas, entre espacios vacíos y llenos, buscando el dinamismo. Una serie de imágenes, presente en Tours, la dedicó a su propio apartamento, contemplando sus interiores con el mismo respeto con el que fotografió las grandes arquitecturas de Le Corbusier o Aalto.
Entendía Hervé que el lenguaje arquitectónico, como el musical, gozaba de carácter universal, y a través de la fotografía expresó su asombro por el poder representativo de los edificios antiguos que conoció en sus viajes al tiempo que subrayó su modernidad. Sabemos que le fascinaron el templo de Fatehpur-Sikri y los observatorios de Jaipur y Delhi, y a partir de ellos creó ritmos geométricos complejos que eran también desafíos perceptivos.
Encontraba espiritualidad y mensajes en construcciones como estas, por eso nunca dejó de maravillarse viendo arquitecturas, líneas y volúmenes: decía que el ojo de cualquiera podía hacer poesía y que él “solo” había puesto su ambición en descubrir la belleza de todas las cosas, el lado lírico de lo teóricamente insignificante.
Tras su cámara, y geometría mediante, porque comulgaba con Valéry en la idea de que la mayor libertad nace del mayor rigor, el más mínimo detalle callejero podía volverse abstracto y tomar un valor pictórico.
Hervé, por cierto, pasó por España. Fue entre 1958 y 1968, con el fin de colaborar con sus imágenes en dos libros que no llegaron a publicarse. Sí quedan las fotos: de El Escorial, que le sedujo por su poderoso simbolismo, y de las construcciones populares de la que llamó España blanca, al pie del Mediterráneo.
“Lucien Hervé. Géométrie de la lumière”
25 avenue André Malraux
Tours
Del 18 de noviembre de 2017 al 27 de mayo de 2018
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