Ningún artista de la segunda mitad del siglo XX ha mantenido conversaciones tan hondas y sistemáticas con la pintura de la tradición occidental y asiática como Fernando Zóbel. Así lo afirma Manuel Fontán del Junco, director de Museos y Exposiciones de la Fundación Juan March y comisario, junto a Felipe Pereda, justamente Fernando Zóbel de Ayala Professor of Spanish Art en la Universidad de Harvard, de la muestra “El futuro del pasado”, que puede visitarse ya en el Museo del Prado. Repasa la profundización del de Manila en ese arte pasado, desde una perspectiva cosmopolita y abierta; a partir de esta observación desarrolló una originalísima propuesta de interpretación de la modernidad artística, concibiéndola no como ruptura con la creación anterior sino como una reinvención o redescubrimiento de la misma.
Dibujos y cuadernos de apuntes, junto a casi medio centenar de lienzos, componen el recorrido de esta exhibición, que establece un doble itinerario a la hora de atender a esa relación estrecha de Zóbel con los maestros del pasado y también a sus aportaciones a la abstracción lírica: el primero revisa los estudios que llevó a cabo, de manera como dijimos más que frecuente, en museos de arte antiguo de todo el mundo, el Prado entre ellos -a él acudió en multitud de ocasiones en las últimas tres décadas de su vida, en las que residió en España, buscando siempre aprender a mirar para volcar en sus imágenes esas enseñanzas-; el segundo plantea una lectura geográfica de su trayectoria, dado que sus sucesivas etapas de residencia en Filipinas, Estados Unidos y nuestro país nutrirían su producción de muy diversas y ricas referencias. No solo estrictamente artísticas, porque fue un autor curioso, culto y abierto a todos los saberes: desde la literatura (tradujo a García Lorca al inglés) a la caligrafía china.
Y finaliza este proyecto con la proyección del documental Memorias del instante. Los cuadernos de Zóbel, que examina aquellas aproximaciones a los maestros a partir de sus apuntes, repasando parte de su biblioteca y recordando que, además de artista y coleccionista, fue Zóbel profesor y fundador de dos museos: la Ateneo Art Gallery de su villa natal y el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca.
Nacido en Manila en 1924, abandonó Zóbel Filipinas en 1946, dejando atrás su ciudad cuando había quedado arrasada por la II Guerra Mundial. Se matriculó en Harvard, donde estudió Literatura (su tesis la dedicó al mencionado Lorca) y, en paralelo, se interesó mucho por los dibujos antiguos de los fondos de la Houghton Library, por la labor de quien entonces era director de la Escuela de Arquitectura de ese centro, Walter Gropius, y por los autores que llegarían a exponer en el campus, como Miró, Albers, Lippold y un Grosz entonces exiliado en Nueva York. Bajo cierta influencia de la Bauhaus, ilustraría de hecho el Don Perlimplín que él mismo había traducido y junto a Phil Hofer se inició, además, en la producción gráfica de Goya.
Sin embargo, nunca olvidó Zóbel su país de origen, al que regresó a principios de los cincuenta esperando encontrar las esencias de la expresión artística filipina; aquellas investigaciones las plasmaría en el volumen Philippine Religious Imagery, en el que además analizaba la identidad transcultural de estas islas: recordamos que fueron colonia española desde el siglo XVI, protectorado estadounidense desde 1898 e independientes desde el mismo año en que el pintor viajó a América, 1946. En el Prado podemos contemplar los dibujos que realizó durante la preparación del libro y no es osado afirmar que la riqueza de influencias en el arte filipino resultaría esencial en su propia amplitud de miras mientras se afanaba tanto en el conocimiento del legado ancestral del archipiélago como en su compromiso con la creación contemporánea.
En conexión con otros autores del momento, como los expresionistas abstractos, a finales de aquella década, la de los cincuenta, comenzaría Zóbel a trabajar en grandes formatos, valiéndose de extensos trazos negros y fundiendo las técnicas pictóricas con las propias del dibujo, que como veremos en la exposición nunca dejó de cultivar. Al contemplar la Serie Negra es inevitable recordar a Rothko o Pollock, pero también la caligrafía sino-japonesa (uno de sus trazos lo incorporó, de hecho, a un autorretrato). La exploraría el artista inspirándose en Munakata Shiko o Morita Shiryu y a partir de sus clases de historia del arte asiático en el Ateneo de Manila y, de su mano, pretendió alcanzar una pintura capaz de trascender barreras geográficas.
Su residencia en Manila la intercalaría con viajes diversos a Estados Unidos y Europa antes de su establecimiento definitivo en España, en 1961. Y recaló, por supuesto, en el Prado, donde según Elizabeth Gustilo, directora de Arte y Cultura de la Ayala Foundation, pasó “felices y productivas horas”, llegando a recibir su acreditación de copista: Lo esencial es que me da derecho a silla. Se me estaban acabando los cuadros que por casualidad tienen asiento puesto delante.
Un cuaderno lo acompañaba siempre, tanto para anotar como para dibujar, ejercicio este que, para él, no dejaba de ser otra forma de mirar y de entablar un vínculo íntimo con los lienzos. Obras clásicas, como la elegante Alegoría de la castidad de Lotto, que ha llegado a Madrid desde la National Gallery de Washington y trabajos de Veronés, Barocci, Van der Hamen o Rubens le inspiraron imágenes abstractas muy sugerentes, aunque seguramente quien subyugó especialmente a Zóbel fue Velázquez, por la complejidad espacial y lumínica de sus composiciones. Buena parte de los dibujos de uno de sus cuadernos los dedicó a Las hilanderas (y los mostró, en 1982, en el programa Mirar un cuadro de Televisión Española).
Y si el genio sevillano pudo ser su gran fuente de reflexión pictórica, uno de los puntales de su pensamiento quizá fue Walter Benjamin, a quien leyó a fondo y citó muy a menudo. El filósofo alemán llamaba “imágenes dialécticas” a aquellas que superponían distintos fragmentos temporales, sin alcanzar a sintetizarlos. Inevitablemente hizo suyo el concepto quien tanto creó a partir de las composiciones de los viejos maestros, valiéndose primero de la fotografía y el fotomontaje y después pretendiendo captar el instante en que lo pasado y lo presente podrían cruzarse a partir de una pintura gestual que llegaba a requerir el uso de jeringuillas, instrumento que él llamaba pinceles de niebla.
Si la ejecución de estas piezas, tan delicadas como el resto de su producción, era rápida, el proceso que las hacía germinar no era tal: transitaba Zóbel del boceto o la fotografía al dibujo, de este a la acuarela y, finalmente, a la pintura final.
Incluso cuando pintaba paisajes, un género muy presente en su última etapa, se nutría tanto del pasado como de su propia subjetividad, de aquello que en la naturaleza lo seducía y lo empujaba a trabajar: atendió a Cézanne o Bonnard, a las convergencias de fotografía, dibujo y pintura y a las posibilidades de esta última disciplina, nunca como ejercicio de mímesis, sino de plasmación de memorias filtradas desde el propio bagaje. No faltan en el Prado sus obras dedicadas a la vista y la que él llamó una metáfora abstracta de un almendro en flor: Una representación no de las cosas, sino de su efecto en la sensibilidad. No espero que se reconozca un almendro; espero transmitir o reproducir algo de él, sea lo que sea, que me ha hecho querer pintarlo.
Su continuo, y transparente, diálogo con los clásicos hace que no sean necesarias muchas explicaciones para introducir a Zóbel (que donó al Museo parte de sus dibujos) en la programación expositiva del Prado: “El futuro del pasado” es una muestra pertinente y muy valiosa por los lazos que estrecha entre autores que en nada se contraponen, sino que marcan una senda temporal de inquietudes y sensibilidades, además de una ocasión verdaderamente placentera de conocer la raíz de los intereses del de Manila.
Miguel Falomir ha recordado hoy que, aunque esta pinacoteca no sea un museo de arte contemporáneo y mantenga una relación más tímida con creadores actuales que otros centros europeos de su rango, no puede ignorar a aquellos artistas para los que ha sido, como es el caso, fuente evidente de inspiración y que, en todo caso, por la vigencia y relevancia hoy de sus colecciones, sí goza de contemporaneidad. Además de revelarnos al filipino como a un creador que amó, estudió y coleccionó arte del pasado, convirtiéndolo en fuerza motriz de su trabajo, sugiere algunas cuestiones más a debatir, como la que ha apuntado Fontán del Junco: por qué es tan comparativamente escasa la presencia de Asia en el panorama expositivo de nuestros centros de arte contemporáneo frente a la occidental en los de aquel continente.
“Zóbel. El futuro del pasado”
Paseo del Prado, s/n
Madrid
Del 15 de noviembre de 2022 al 5 de marzo de 2023
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