En la línea expositiva destinada a reforzar la presencia del arte virreinal en sus discursos, el Museo del Prado acoge desde esta semana la exposición “Tan lejos, tan cerca. Guadalupe de México en España”. Comenzó a gestarse en 2018, cuando Jaime Cuadriello, su comisario junto a Paula Mues, dirigió en el museo la Cátedra De la pintura a la era de la imagen: España/ Nueva España; sólo hacía un año entonces desde la llegada de Miguel Falomir a la dirección de la pinacoteca, y esa línea, la de difuminar las fronteras entre el arte de la península y el de los virreinatos, favoreciendo la visibilidad de este último, se encontraba entre sus propósitos.
En esta muestra, precisamente, los diálogos entre las pinturas realizadas a uno y otro lado del Atlántico son constantes, y las jerarquías, dejadas a un lado en torno a la imagen de la Guadalupana, probablemente la Virgen más venerada en la cristiandad (y quizá también, como ha señalado Cuadriello, por quienes no creen). En torno a ella se generó una iconografía diversa en unas y otras geografías, pero con sugerentes puntos de contacto, fruto de las relaciones intensas entre España y los virreinatos y entre los territorios a nivel local y regional.
Fueron más de un millar las obras de arte vinculadas a la Virgen de Guadalupe que cruzaron el océano para ser atesoradas en nuestro país desde el siglo XVII, en el que el comisario bautizó como un trasiego espiritual y artístico sin precedentes, con derivadas sociales y emocionales y sin parangón en otros países europeos respecto a sus territorios de ultramar. Hay que tener en cuenta que, en sus traslados, esas composiciones iban acompañadas de capellanías, fortunas y objetos suntuarios.
A la dimensión religiosa primera de las imágenes de la Guadalupana se sumaron paulatinamente otras que convierten estos trabajos en el punto de partida de múltiples estudios culturales y políticos: los dirigentes criollos las emplearon como medio de ensalzamiento de la monarquía hispánica, sobre todo en las etapas críticas del reinado de Felipe IV, y casi dos siglos después adquirieron una lectura contraria, la de emblemas de la libertadora de la nación mexicana durante su proceso de independencia. Su expansión no se replegó, eso sí, fruto de los vaivenes geopolíticos: el culto llegó a Italia, Filipinas, Portugal y el resto de Sudamérica.
La mayoría de las piezas que forman parte del recorrido proceden de colecciones españolas (en palabras de Cuadriello, solo han viajado desde México obras irreemplazables), pues buena parte de las mejores imágenes de la Virgen se desplegaron por la península (Sevilla, Granada, Valladolid) al ser este su mercado natural. Las más antiguas de la exposición corresponden a José Juárez, se fechan en 1656 y proceden del monasterio de Sor María de Jesús de Ágreda (Soria); abren prácticamente la visita.

Dan testimonio de la aparición de la Guadalupana, un siglo y algunas décadas antes, en el cerro del Tepeyac (antiguo espacio sagrado) y al indígena Juan Diego, vestida ella con ropa que, según la tradición, brillaba como el sol. Deseaba que en esa zona se le dedicase un templo y efectuó varios milagros: la curación del tío moribundo del mismo Juan Diego, el nacimiento de flores en una zona árida y sin vida y la plasmación de su propia imagen en la tilma, la vestimenta, que llevaba quien la vio. Dado el carácter relativamente reciente de estos sucesos, las obras de arte adquirieron el rol de difusoras de esa noticia en el orbe, convirtiéndose en una sensación.
La exhibición se estructura en secciones temáticas que recogen desde las representaciones más tempranas hasta vera effigies que se reproducían con fines devocionales o políticos buscando replicar aquella estampa inicial milagrosamente conservada en una tela burda, no apta para recibir pigmento. Observaremos muy cerca creaciones del citado Juárez y de Velázquez (su retrato de Jerónima de la Fuente), de Zurbarán, Juan Correa, Antonio Vallejo o Manuel de Arellano.
De aquel millar de obras de temática guadalupana que llegaron a España (dieciocho de nuestras catedrales las recibieron) la mayor parte lo hicieron desde mediados del siglo XVII hasta la independencia de México, en 1821. A partir de aquella fecha, la circulación de estas imágenes se ha reducido, vinculándose a la globalización y a migraciones y exilios.
El modelo de representación quedó pronto configurado: los novohispanos Juárez y Correa y el grabador andaluz Matías de Arteaga llevaron a cabo las primeras series dedicadas a las apariciones y establecieron un canon que pervivió durante tres siglos y que no fue sólo pictórico, pues se trasladó a la escultura, las artes suntuarias e incluso a la arquitectura.

Respondía a un esquema de origen tardogótico y nórdico, aunque por su datación ofrezca también proporciones renacentistas. Las manos de la Virgen aparecen en oración, y su figura se rodea de una mandorla solar. Pisa una luna menguante y un escabel angélico, como apreciaremos en las composiciones de Pedro Villegas, un óleo sobre tabla llegado de Sevilla, o en el retablo de la Virgen del Pópulo de Medina del Campo. Esa iconografía era igualmente característica de advocaciones marianas muy difundidas en ese mismo periodo, la primera mitad del siglo XVI, y enlazaría con las representaciones de la Inmaculada Concepción.
Algunas imágenes de la Guadalupana se insertaron con claridad en debates artísticos del momento, como la reclamación de un estatus intelectual, y no sólo artesanal, para la pintura. Según algunas interpretaciones, Dios habría pintado a esta Virgen utilizando como pigmento aquellas rosas de Juan Diego y san Lucas habría heredado esa facultad de pintarla. A ambos los retrataron, a su vez, en ese proceso Juan Correa, José García Hidalgo y, quizá, Joaquín Villegas.
En todo caso, esta reproducción de la imagen mariana en la capa rústica del indígena se concibió como gran prueba del carácter sacro de la aparición, por permanecer intacta pese a las condiciones desfavorables. En uno de los primeros retablos mexicanos que se brindaron a la Virgen se incorporó una Santa Faz para equiparar la naturaleza divina de ambas; y en el Prado contemplaremos la recreación de esta última por Zurbarán.

Dado que era habitual que estas imágenes se presentaran veladas, cubiertas por cortinas ligeras o vidrieras, y que sólo se desvelaran en ocasiones excepcionales, para mantener su halo de misterio, el montaje ha replicado esa percepción tamizada en una de sus obras. La música reforzaría esas sensaciones y, curiosamente, en bastantes representaciones de la Virgen de Guadalupe extremeña cortinajes, flecos y galones sugerían trampantojos y enigma.
Saldrán a nuestro paso en el Prado deliciosas piezas en marfil policromado de taller filipino y otra con incrustaciones de nácar procedente de Castellón. Remiten a la mencionada llegada de este culto a Filipinas, contexto en el que las imágenes con enconchados se relacionarían con el trabajo ornamental de las lacas namban japonesas.

En cuanto a las primeras Guadalupes que se expusieron al culto en Madrid, fueron dispuestas a iniciativa de Pedro de Gálvez, visitador general de Nueva España, en el antiguo convento de los agustinos recoletos y en el Colegio de doña María de Aragón, correspondiente a los agustinos calzados. Se han perdido, pero en la exposición sí podemos ver un grabado de Pedro de Villafranca que recoge una de esas obras y un óleo de Senén Vila que responde a su modelo. Además, el que a mediados del siglo XVIII era el grabador más conocido en la capital, Juan Bernabé Palomino, también dedicó a esta Virgen una estampa que fue muy popular tanto en América como en España y que celebraba su patronato sobre Ciudad de México, proclamado en 1737.

Sólo unos años después, en 1746, quedaría jurada como patrona principal de Nueva España, tras una epidemia severa, y se multiplicaron entonces sus representaciones fuera del virreinato. Las armas o el escudo aguileño aludían en ellas al reino, mostrando entonces a la Virgen como princesa indígena portadora de algunos atributos del antiguo imperio de Moctezuma.
Hace referencia también la exposición a la difusión del santuario mexicano de Guadalupe en imágenes convertidas en locus de memoria, destinadas a activar la fe en la distancia, para culminar con aquellas vera effigies: retratos a escala o fieles de la estampa original para transmitir su carácter sacro. Se incorporaban a ellas cartelas que narraban la aparición y que defendían la condición de la imagen primera como obra divina, no salida de la mano del hombre.
La función de estas composiciones era celebrar la fe en la Guadalupana, de ahí las guirnaldas florales, los símbolos de letanías lauretanas, los coros, las lacerías y su lema, tomado de un salmo (el 147): Nada hizo igual con ninguna otra nación.
Otros versos de sor Juana Inés de Castilla, que emparentan el culto en México y en España sin verticalidades, recordaron también los comisarios: La compuesta de flores maravilla/ Divina protectora americana/ que a ser se pasa rosa mexicana/ apareciendo rosa de Castilla.


“Tan lejos, tan cerca. Guadalupe de México en España”
Paseo del Prado, s/n
Madrid
Del 10 de junio al 14 de septiembre de 2025
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