La soledad de la piel. Ensayo fotográfico

Por Violeta Orozco y Esperanza Vives

Esperanza y yo decidimos escribir sobre la soledad que veíamos en las calles de nuestras ciudades al principio de la pandemia. Ella en Valencia, yo en los suburbios de Nueva York en el estado vecino de New Jersey. Lo hicimos porque  pensamos que la escritura colectiva ha sido poco explorada. No hay tantas obras a cuatro manos cuando escribir es en realidad una empresa colectiva, escribir es dialogar. El país en el que nacimos, que es producto del azar, no es el único modo de vinculación entre nosotras. Lo más importante son los vínculos que se han formado en esta época de soledad radical, en donde hemos aprendido a habitarnos de otra forma nuestra soledad, a mirar con detenimiento, como si estuviéramos en un museo. A Esperanza y a mí nos une nuestra cercanía con las artes visuales y la poesía, nuestra visión multilingüe de la escritura, que es siempre un aglomerado de voces, nunca es una sola voz. Bienvenidos, pues, a este ensayo a cuatro manos escrito desde dos continentes diferentes sobre el escribir juntas desde la soledad.

(Violeta Orozco)

E.V.

Le dije a Violeta: “quiero que este ensayo sea una instantánea del momento actual”. Las personas desconocidas pueden llegar en unos días o en unos “instantes” a ser inseparables y a pertenecer a nuestra vida como las fotografías. Las frágiles fotografías son la parada del tiempo —la débil memoria— de un acontecer irrefrenable. Cada obra contiene algo tan intenso como etéreo, contiene la dulzura-ternura inexplicable o también la tristeza-dolor, tan real y cercano como ahora estamos nosotras; como en los sueños quedan conjugados simultáneamente —como por azar— sentimientos y realidades paralelas. Yo veo – tú ves.  Siempre hay distintas maneras de mirar e imaginar o diferentes ilusiones perceptivas. La respuesta no puede ser otra yuxtaposición, que se suma a las ya creadas, y así sucesivamente. Es la mirada sobre otra mirada sobre otra mirada sobre otra mirada, es mi mirada y es la tuya y de todos, la mirada que nos define en cada instante de nuestras vidas y que nunca terminamos de descifrar, y más ahora, que estamos estáticos en esta pandemia, debemos aprender a mirar a través de otros ojos: yo de los tuyos, tú de los míos.

(Esperanza Vives)

 

La soledad de la piel. Ensayo a cuatro manos (Texto y fotografías de Violeta Orozco)

La mía era la soledad de los migrantes, la que había visto en las fotografías de Ansel Adams en el catálogo del MOMA, una soledad tan distinta a la que había vivido en mi infancia. Era, como dijo Esperanza, la soledad de la piel. Pero también se me revelaba la soledad desde otro ángulo, como espacio de fecundidad, un lugar desde donde podía observar lo que nunca había mirado: el vuelo bajo de los patos en el río, las parvadas de petirrojos aterrizando como aviones en sincronía sobre el pasto, la trayectoria pendular de las gaviotas que venían volando desde el East River para alcanzar la hora dorada del atardecer en donde florecían los peces a la orilla del río. Los cuadros vivientes que vi me acercaron a la fotografía de Edward Weston, sus acercamientos a las texturas de los espacios desolados: Point Lobos en California, la hoja de una col, una roca erosionada, un tronco de ciprés, las dunas del desierto, los páramos de California. Empezaba a recordar paisajes de mi infancia: la rosa de las nieves entre los matorrales de las montañas del valle de México, el norte de México. La sierra del valle de órganos en el norte árido de mi país, con sus rocas de cien metros saliendo violentamente al encuentro del viajero. Bajé al río enfrente de mi casa en Nueva Jersey. Algo había pasado. Comencé a tomar fotos para registrar las trayectorias de los animales en el espacio, como puntos en un espacio vectorial. La soledad de la piel del río se había repoblado:

El agua llena de presagios

se poblaba de troncos y de rostros

la historia del río era la historia del tiempo

los cangrejos vivos no se distinguían de los muertos.

 

Un tronco con todo y raíces había sido arrojado a la orilla del río, que lo había pulido hasta dejarlo hecho una escultura laberíntica. Era tan grande que parecía el altar barroco de una catedral antigua, un sistema de nudos y circuitos que se tragaba el espacio alrededor.

 Lo que miramos por demasiado tiempo acaba por tragarnos.

Un laberinto del que la mirada no podía salir porque no encontraba el centro.

Era como si las texturas, las rugosidades, la piel de las cosas me acompañaran por mi peregrinación a lo largo del río. Quería buscar esos paisajes de principios del siglo XX, los valles de rocas de Ansel Adams, sus espectaculares retratos del rostro de la tierra, porque si alguien había entendido la historia de las paulatinas destrucciones del tiempo, el idioma del agua y la dinámica de fluidos había sido él. Adams podía comunicar la historia que había detrás de un árbol, de sus intrincados sistemas de interconexiones, la vida codificada en la piel de una sequoia, en las marcas que sobre ella habían dejado el agua, el viento, las tormentas de nieve, los troncos quemados por rayos e incendios. Había entendido también el lenguaje de las alturas, el de las montañas que saben mirarlo todo a la distancia, sin apegarse a la engañosa noción de estabilidad del movimiento. Fotografiaba el agua en movimiento: las cascadas y las represas, el océano golpeando contra los acantilados, los recorridos de la espuma en Yosemite.

Un tronco estrechó su mano hacia mí al atardecer, como si me pidiera que capturara su gesto:

Todo alrededor de mí era un bordado. La luz del atardecer igualaba todas las texturas y superficies: el color del limo del río era el mismo de los árboles, los cangrejos arrastrados desde el mar, los ladrillos atrapados en la arena y en los huecos de los árboles.

Lo vivo y lo muerto convivían como dos partes de un mismo tejido: el musgo y los líquenes sobre los troncos con los restos de casas demolidas que habían caído al río. Los cangrejos yacían a lo largo del río junto a las hojas muertas y las plantas nacientes.

Esta era una soledad diferente, la soledad de lo no humano. Aparecíamos como esta especie que iba dejando su estela de desperdicios: los cadáveres no reciclables, pero también los ladrillos, esas otras rocas que señalaban una era geológica en donde podíamos producir materiales tan sólidos como las piedras. Nos habíamos convertido así, un poco, ella y yo, en cronistas del abandono, fotógrafas de huecos y de ausencias. Pero podíamos acompañarnos a lo largo de dos continentes compartiendo nuestras imágenes, nuestras visiones de un mundo detenido en nuestra mirada. Porque ese instante es también el instante del poema.

(Violeta Orozco)

 

 

SOLITUD (Esperanza Vives)

 

 

Tecciztecatl          amb un sol peu arrossega

arrastra el  cos     blanc           com ones d’aigua enganxosa

                               bab    a

                               boc    a

                               a    bajo

preservant la humitat de les  roques

entre  foc      i      foc   esperes l’arç

semillas  de  romero  y  de  tomillo

 

Una antigua leyenda mexicana refiere que Tecciztecatl, el dios de la luna, quedó encerrado en un caracol. Para otras civilizaciones el caracol es símbolo del paso del tiempo y de su continuidad pues este siempre está en movimiento arrastrandose pacientemente por el suelo.  Su figura espiral remite al infinito. A mi me remite también al mar.

 

Ahora en la ventana los animales y ella:

 

Dermis Solitudinis   (Esperanza Vives )

Un filo extenso de músculos raspan el moho de las rocas. Son contracciones y elongaciones de mi cuerpo en la  concha espiral sobre el extinto paisaje que descansa desnudo.

Prisionera de la propia carne, la capacidad de percibir la realidad es imperfecta. He de pasar por el filtro de mi carne. Mirar es eso mismo, un dolor, quizá un agua. La piel sin cicatrices.

Mirar a  glops. Sovint a raig de ploma, aquí apresada.

Naranjos, pinos y  granadas. Verdes almas. Peces globo, estrellas de mar. Soledad o belleza. Las primeras violetas brotan esplendorosas como la belleza del parto vergonzoso y cruel.  Momentos congelados en el tiempo capaces de encerrar la vida entera.

Siempre me ha gustado mirar por la ventana la gente que pasa,  escribir con el dedo en el cristal. Pero también estar paseando y observar las ventanas de los edificios en esas tardes oscuras de invierno cuando las luces de la calle están apagadas aún y aún sólo a través de las ventanas puedes ver el cobijo de la luz. Como un cuadro de Hopper.  El que crea arte busca para sí la soledad. La solitud como forma de resistencia, que celebra la lentitud, el silencio, la curiosidad, lo inútil.

Otras veces es el silencio de lo cotidiano.

Siempre me ha gustado acercarme a las ruinas, puertas, paredes, ventanas.

¿Cómo olvidar a la niña que llora leche de flores? ¿Los caracoles trepando como peces enfermos? ¿Cómo olvidar la palabra mar?

Busco en las nubes remotas la respuesta de los antepasados. El niño río. Debajo de las raíces crecieron flores rojas.

Mi  madre me ponía un vaso de agua en la cabeza y hervía, decía que me sacaba el sol.

De mi ombligo entendí la necesidad de ser otra. Todos eran otros. Pero yo no hablo con nadie.

La soledad es difícil de plasmar, pocos artistas han sido capaces de captarla de una manera tan magistral como Hopper y convertirla en arte. La vida dentro de la vida.

Y siempre  hay algo en esa  soledad que no es tristeza, es la sensación de que algo que está al margen de nuestra comprensión puede suceder insondablemente.

Así sigo ascendiendo y descendiendo el camino de la ciudad, espacios vacios entre comercios, hoteles, carteles, entre otros cuerpos. A modo de silencios. Quizá  también de agua que todo lo reúne.

 

 

Su figura espiral remite al infinito.

 

Otras veces es el silencio de lo cotidiano.

Siempre me ha gustado acercarme a las ruinas, puertas, paredes, ventanas. A los ríos.

En la hora en que el cielo se oscurece y las luces de la calle van a encenderse y una paloma puede detenerse en la línea del río  tan quieta como una palabra en un libro.

 

¿Cómo olvidar a la niña que llora leche de flores?

 

¿Cómo olvidar la palabra mar?

 

La soledad también en las palabras que Violeta y yo  dejamos en los árboles. Esas palabras que modifican la realidad.

 

(Texto y fotografías de Esperanza Vives)

 

Sobre las autoras:

Esperanza Vives Frasès entiende las palabras como un puente entre lenguas, sonidos e imágenes  naturaleza y poesía. Poesía y grabado. Entre silencios. Como editora crea libros de artista, libros encuadernados a mano como Die Verwandlung (1990), Die grüne Kirsche (1994), Diciembre (2010), Tánger (2012), Helor (2014) o Maiazul (en proceso). Ha colaborado en varias revistas, realizando también logos e ilustraciones en grabado xilográfico y colaboraciones en proyectos culturales como gestora cultural.

 

Violeta Orozco es una poeta bilingüe y traductora mexicana. Autora de los poemarios El cuarto de la luna (Literal 2020), As seen by night/La edad oscura (en imprenta). Ganó en México el Premio Nacional Universitario de Poesía José Emilio Pacheco en 2014 y el segundo lugar en el Concurso de Poesía en voz alta de casa del lago en 2014. Actualmente realiza el doctorado en Hispanic Literature and Culture en Rutgers University. Es colaboradora de Nueva York Poetry Review en su sección de poesía “Lenguasuelta”.

 

 

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