En la novela El desierto de los tártaros (1940), Dino Buzzati nos trasladaba a un puesto fronterizo vigilado por centinelas que velan por que no se ejecute una amenaza ya olvidada; en el fondo, lo único que da sentido a su oficio y a sus vidas, ejercicios teatrales, no es ya la evitación del peligro, sino la misma vigilancia. Ese texto, que fue uno de los favoritos de Juan Muñoz, es muy posible que guarde relación con la instalación en hierro y madera que abre la exposición que desde hoy le dedica la Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid en su Sala Alcalá 31: en Dos centinelas sobre suelo óptico (1990), encontramos las siluetas de dos vigilantes dispuestos al modo de figuras de una función de teatro de sombras sobre un suelo de diseño en damero; uno de ellos descansa, apoyando las manos sobre el extremo de su arma, mientras el otro, en posición de marcha, sostiene la suya sobre un hombro.
Enigmáticos y sin rostro, contrastan con el patrón modular que determina el pavimento, genera ilusiones ópticas y podría aportar a la escena, si la contemplamos detenidamente, cierto tono de urgencia o ansiedad emocional.
No se encuentra este trabajo, ni por estética ni por materiales, entre los más conocidos de este artista madrileño, formado en arquitectura en la Universidad Politécnica de Madrid, y más tarde en grabado y escultura en el Reino Unido, que tuvo como figuras de referencia en sus inicios a Richard Serra, a quien conoció en América, y a Naum Gabo, Pevsner, Henry Moore, Robert Smithson o Giorgio de Chirico. Pero sí entronca perfectamente con las inquietudes que desplegó en su trayectoria -interrumpida por su muerte temprana en 2001, cuando se encontraba en una etapa de fecunda madurez- y que quedan representadas en la muestra que desde hoy podemos visitar en el edificio de Antonio Palacios, comisariada por Manuel Segade: regresó a la figura humana a mediados de los ochenta, cuando la mayor parte de los escultores la habían dejado a un lado, e ideó piezas que llegan a sugerir una confrontación con los espacios y que se enmarcan en diferentes esquemas narrativos. Unos y otros nos proponen cuestionarnos la existencia de miradas únicas e interpretaciones unidireccionales en nuestra contemplación del entorno, ofrecen nuevos mecanismos de relación entre el espectador y la obra de arte y se completan con la adopción de recursos teatrales del Barroco para desarmarnos: sus figuras en frecuente actitud de interacción componen escenas de lecturas psicológicas al exponerse a la mirada del público, pese a que Muñoz consideraba que, como toda pieza teatral, la buena obra de arte es la que adquiere sentido en sí misma.
Fue, sin duda, un autor radical en los contenidos y clásico en las formas: podemos apreciarlo en esa querencia por los suelos de reminiscencias igualmente barrocas, que ofrecen juegos ópticos que enmarcan laberínticamente a las figuras, como en ese conjunto; estos personajes no es raro que parezcan hallarse en una encrucijada de caminos, habitando el misterio. Es también el caso de los tres que componen Pieza de alfombra III (1993), enrollados en ellas, no sabemos si escondiéndose o tratando de escapar. Elaborados en resina y algodón, se asemejan a muñecos de trapo y en sus cabezas, de textura arenosa, no encontraremos mirada: los ojos han sido cegados por un párpado vertical.
En el fondo, estas alfombras no distan mucho del suelo óptico sobre el que situó a los centinelas primeros como territorio de representación, pero si aquel remitía a nuestra tradición barroca, estos elementos incorporan una nota exótica.
Unas y otras figuras se encuentran, en todo caso, sumidas simbólicamente en el silencio y no interactúan entre sí. La posibilidad de sonido se niega también a los instrumentos que componen la instalación Muchos tambores (1994), cuyo título sugiere ruido desbordante: estos se encuentran empotrados en un muro, tras una pantalla y sin baquetas. Nunca se cumplirá su potencial de ser tocados: al devenir esculturas, como apuntó el propio artista, han perdido su razón de ser como objetos.
En la época en que llevó a cabo este trabajo, a mediados de los noventa, comenzó Muñoz a introducir asimismo en su producción la tipología de los enanos, primero masculinos y después femeninos, a los que dieron nombre las personas a partir de cuyos cuerpos elaboró los moldes: Jorge y Sara (por eso ofrecen un mayor realismo que otras de sus figuras humanas). El escultor explicó más de una vez que su encuentro con una persona de baja altura esperando en un semáforo llegó a suscitarle cierta culpabilidad, como si su propia altura supusiera hacia él una falta; y si en la historia del arte han adquirido rol de bufones, él los convierte en manifiesto de una condición existencial frágil que no es solo suya, dotándolos de introspección.
En Alcalá 31 la veremos a ella con vestido azul, en un trabajo de 1996, mirándose al espejo, un elemento que aporta aquí una categoría propia a la representación y, además, nos incorpora a ella como espectadores: ¿nuestro mundo, a este lado del reflejo, no responde también a un juego de imágenes, apariciones y composición? Y a él formando parte de Umbral, una instalación en terracota y bronce que hace referencia a ese concepto de limen muy habitual tanto en su producción como en sus escritos: interesaban a Muñoz los espacios no del todo cerrados, de tránsito, a los que aquí alude mediante columnas torsionadas en espiral que contrastan con los pilares rectos de la sala. El dintel superior remite a la arquitectura de Haus Esters (Krefeld), para la que se concibió esta propuesta, y el enano mira la pieza ensimismado, quizá vigilante, quizá sopesando cruzar, pero en todo caso ajeno al entorno y al público que llegará.
Es fácil pensar que en la producción de Juan Muñoz nada es lo que parece y no hemos alcanzado a acceder a alguna capa de significado: que subyacen trucos. De forma muy evidente, a veces nos daba la razón: su Mesa con holdout (1994) permite jugar a las cartas manteniendo una fuera de juego o recuperándola después, esto es, guardando un as en la manga con la elegancia de los prestidigitadores. De forma más o menos explícita, son muchos los trabajos como este en los que abordó el engaño y la ilusión como metáforas del rol del artista, capaz de lograr nuestra suspensión de la incredulidad, la confusión de lo ficticio y lo real.
En la planta baja de Alcalá 31 contemplaremos asimismo, enfrentados, dos balcones de los noventa. Al descontextualizarse y quedar cegados, como ruinas de un suceso traumático, quedan convertidos en paradojas abiertas a nuestros propios relatos: vacíos, podemos hacerles hablar de cualquier asunto (menos de sí mismos), participando así nosotros de lo expuesto que nos ignora. En este tipo de piezas venía empleándose el madrileño desde mediados de los ochenta, al igual que en sus atalayas; nadie asomará a ellos y lo sabemos, por lo que, como aquellos tambores, han perdido su condición esencial… y los visitantes la de contempladores. Entre ellos se sitúa con acierto Plaza, uno de los proyectos esenciales de Muñoz, que no había vuelto a verse en Madrid desde que el Reina Sofía lo expusiera en el Palacio de Velázquez en 1996.
Se trata de su primer grupo de figuras monumental, germen de muchos posteriores, inspirado a su vez en sus obras de conversación, en las que ya había profundizado en las emociones y la teatralidad aparejadas a ciertas situaciones sociales. A su anterior repertorio de otredades (enanos, tentetiesos, muñecos de ventriloquía) sumó entonces las figuras de rasgos asiáticos, que llamaba chinos y que vienen a simbolizar los grupos sociales numerosos, la masa. En esta ocasión, el molde lo obtuvo de una pieza en una tienda de antigüedades, su escala es inferior a la natural y todos ríen de algo que se nos oculta; también puede que lo hagan por el mero hecho de existir.
Sobre ellos pende una de sus figuras masculinas ideadas para ser colgadas del techo (Con la cuerda en la boca, 1997), un homenaje a la pintura Miss La La at the Cirque Fernando de Degas, dedicada a una trapecista que sujetaba su cuerpo con una anilla en la boca. Este personaje parece someterse a su condición de estatua con los brazos llevados atrás, en sumisión, y también cuelga de su boca, de modo que si la abriese caería: el silencio, en este caso, sirve al mantenimiento de una ficción y preserva tanto a la figura como al espectador. Podemos decidir si él o nosotros corre mayor peligro en este espectáculo de riesgo entre ficticio y físico.
Convive en la primera planta, este sujeto desdichado, con un balaustre de madera a modo de resto de un accidente de barco con motor (1989), suceso que cobra valor de detonante narrativo de un vagar incierto de esta lancha; también con dos llamas de fuego de bronce (1990) que remiten a la ornamentación de entradas monumentales o conmemorativas que aquí han perdido su sentido ceremonial, más bien nos dan acceso a un espacio de representación; con Dos sentados en el muro (2001), que parecen reír a carcajadas e incluso estar a punto de caer, nuevamente dejándonos al margen; con Crossroads Cabinets (1999), vitrinas que cobijan sus obsesiones y quizá las nuestras; con Blotter Figures (1999) humanoides, ensimismadas y cerradas cual persianas, emblema de introspección y teatralización de la escultura o con Two Watchmen (1993), dos nuevos vigilantes tentetiesos que conectan, ahora sí, sus miradas.
Juan Muñoz. “Todo lo que veo me sobrevivirá”
c/ Alcalá, 31
Madrid
Del 14 de febrero al 9 de julio de 2023
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